Entre los turistas que hoy invaden Ilha Grande pasa un anciano de barba blanca. Todos le saludan con respeto y sonrisas, como si fuera de la familia. Él lo sabe todo. En Ilha Grande se practica vela, piragüismo, natación en aguas abiertas o mountain bike; pero antes los “deportes” eran otros, y quedaron grabados a fuego en la historia de Brasil.
La hermosa isla, perteneciente al municipio de Angra dos Reis (Río de Janeiro), tiene un pasado turbio y digno de una novela de aventuras. Fue uno de los lugares de Brasil de mayor resistencia indígena en la época de la colonización, luego se convirtió en punto estratégico para los tejemanejes de los principales piratas de la región, y hasta fue la isla elegida por el Emperador don Pedro II para mantener a los visitantes en cuarentena en los tiempos del cólera, en lo que acabó siendo un leprosario.
Ahora, la alcadesa Maria Da Conceição Caldas Rabha se frota las manos con la incipiente llegada de los Juegos Olímpicos: “Ya en la Copa del Mundo tuvimos muchos turistas, y para los Juegos esperamos muchos más porque Río va a reunir a todos y de todas las nacionalidades”.
La colonización
En Ilha Grande, antes de todo lo que la hizo popular, estaban los indios. El pedazo de tierra de la tribu indígenas de los Tamoios iba desde la región de los lagos (actual Cabo Frío, Arraial do Cabo y Búzios, al norte de la ciudad de Río de Janeiro) hasta la zona de Ubatuba (en la costa paulista).
Según los registros de la época, los Tamoios eran una tribu de incansables guerreros, expertos flecheros y buenos cazadores y pescadores. La orografía de la isla, su distancia de 15 km. con el continente y el carácter tenaz de los indios hizo que, a pesar de ser sólo 150 habitantes, se hicieran fuertes y aguantaran ante la maquinaria imperial con todo el honor posible. No era Tiro Olímpico; era tiro a matar.
A partir de entonces, con la colonización y dada su posición estratégica, los navegantes de la época, incluidos los piratas –fundamentalmente dedicados al tráfico de esclavos–, se la disputaron como un valioso trofeo. Resuenan todavía batallas navales y regatas mucho menos deportivas que las que nos esperan en agosto en la Marina da Glória. La piratería campaba a sus anchas.
Un Alcatraz brasileño
Con el paso de los siglos la leyenda, sin embargo, se empeñó en no terminar jamás. A principios del siglo XX la isla fue elegida para la instalación de una de las más famosas cárceles de alta seguridad: el Instituto Penal Cândido Mendes. Desde sus primeros formatos, como Pentenciaria Dois Rios, pasó por varias fases: correccional para mendigos, vagabundos o alcohólicos; cárcel para los peores criminales, y una fase final miserable sin presupuesto para evitar la constante fuga de presos –uno de ellos, el anciano de barba blanca–.
En medio de toda esta cronología, sucedió algo que cambió el curso del país: el régimen militar (1964-1985) juntó allí a los presos politicos con los delincuentes comunes del incipiente narcotráfico y el destino hizo el resto.
Leonardo Martins, Asesor Estratégico en Sostenibilidad, explica para EL ESPAÑOL los secretos de aquellos años: “Esta cárcel fue un elemento clave en el desarrollo estratégico del narcotráfico en Río de Janeiro. Allí, bajo la dictadura militar, fueron retenidos presos políticos –bien educados y organizados– y narcotraficantes –con creciente poder, pero bastante menos educados y organizados–. Ambos grupos, presos políticos y narcotraficantes, intercambiaron conocimientos y experiencias. Los primeros, los estudios, las lecturas de Marx, etc; y los segundos, su potencia de desafío al sistema”.
La alcaldesa describe un paisaje paradisíaco pero nebuloso y atrapado en el tiempo aquellos años: “Durante buena parte del siglo XX la isla sólo contaba con la cárcel y las colonias de pescadores, además de las colonias de los propios trabajadores de la cárcel y las fuerzas de seguridad. Era un área de seguridad nacional, protegida por las fuerzas armadas”.
Germén del actual narcotráfico
El encuentro de revolucionarios antifascistas y narcotraficantes primerizos en esa 'caldera del diablo', como era conocida la prisión, es tomado por todos los analistas como un antes y un después. “Los movimientos revolucionarios antidictadura, como el MR-8 o el ALN, habían secuestrado al embajador estadounidense en Brasil. Su objetivo era canjearle por presos políticos –continúa Leonardo Martins, ya entrando en detalle–.
Estos movimientos robaban bancos y se articulaban para hacer frente al régimen militar. Los presos políticos eran alojados en la Unidad B de la prisión Cândido Mendes. En una sección vecina se encontraban los narcotraficantes, entre los cuales estaba William da Silva Lima, conocido como El profesor debido a su pasión por los libros. En un libro que publicó, William describe las lecciones de organización que recibió de los jóvenes intelectuales que estaban por detrás de los movimientos revolucionarios MR-8 y el ALN”.
Tras aquellos dolorosos muros y bajo estas doctrinas nacieron, entre otros grupos, el Comando Vermelho (Comando Rojo) y el Tercer Comando, facciones rivales en la actual guerra del narcotráfico en Río de Janeiro.
“Ahora tenemos un expresidiario que acabó viviendo en Ilha Grande bajo el amparo y cariño de todos los vecinos”, comenta la alcaldesa. Sí, se refiere a Júlio de Almeida, el anciano de barba blanca. Encarcelado durante más de treinta años por robos y homicidios, experto en salto de altura –de las tapias de la prisión, claro–, y emblema de toda una generación. Júlio, fugado y atrapado en un par de ocasiones, llegó incluso a ser consejero de uno de los narcos más poderosos de los años ochenta, José Carlos dos Reis Encina, Escadinha (del Comando Vermelho), en su mítica fuga en helicóptero. “Le dije que por mar y tierra era imposible”, recuerda.
Cuando la cárcel, ya bajo mínimos, con una incapacidad manifiesta de atrapar a todos los presos que saltaban los muros, fue cerrada y destruida, Júlio de Almeida tuvo que cumplir unos cuantos años más de pena en libertad condicional. Ante la sorpresa de todos, decidió permanecer en la isla, con su familia, en la colonia de los funcionarios. Dice que a él no le trataban tan mal, que la comida no era tan mala –nunca vio esas moscas muertas en la sopa de las que hablaba Graciliano Ramos en sus Memorias de la Cárcel–, y que no tenía a dónde ir. Y que la isla es preciosa, qué demonios.
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