La alfombra roja ya está puesta. El domingo, Rafael Nadal juega por algo que no es ni historia ni leyenda ni mito ni eternidad. Al número uno, clasificado para la final de Roland Garros tras reducir a Juan Martín del Potro (6-4, 6-1 y 6-2), solo le separa Dominic Thiem (7-5, 7-6 y 6-1 al italiano Cecchinato) de su undécima Copa de los Mosqueteros, un título que ya forma parte de su vida. Nadal, el rey de la tierra, el mejor jugador del mundo, uno de los más grandes de siempre, está a una victoria de firmar una hazaña irrepetible, imposible de digerir incluso para él: ganar 11 veces Roland Garros suena demasiado fuerte para ser verdad. [Narración y estadísticas]
“Ha sido un buen partido”, valora Carlos Moyà, entrenador del número uno mundial. “Ganarle a del Potro de estar manera, con este resultado, significa que ha hecho muchas cosas muy bien, pero también me quedo con los tres sets que le ganó a Schwartzman. Ahí demostró muy buen nivel también, aunque un tenis distinto”, prosigue el técnico mallorquín. “Eso le dio mucha confianza. Los seis últimos sets que ha jugado en Roland Garros son los mejores de todo el torneo”, continúa. “Rafa sabe que llega un momento en el torneo en el que no tiene más opción que jugar de esta manera. Él sabía perfectamente que jugando como en el primer set ante Schwartzman perdería hoy, y también el domingo”.
A la hora de partido, del Potro grita como un animal al que le han clavado una flecha en el lomo, tira su raqueta contra el banquillo y se sienta a beber agua con la cabeza inundada de pensamientos negativos. ¿Qué ha pasado? Una tortura. Jugando salvajemente, Delpo ha tenido las seis primeras bolas de break del encuentro y ha dejado escapar las seis; Nadal, que ha estado resistiendo, que por momentos no ha podido decir ni una sola palabra en el cruce, ha ganado la primera manga al resto, enderezado la segunda (3-0) y encarrilado su clasificación para la final. ¿Por qué? Porque al balear le distingue la capacidad de aprovechar los momentos importantes.
Antes del enfado, del Potro pega, pega y pega. Su derecha es maravillosa, portentosa, pero incontenible para Nadal porque el argentino destroza la pelota como si le fuese la vida en ello, como si en cada drive estuviese su última oportunidad de evitar el desastre. Bajo un sol que asfixia, por encima del 60% de humedad, del Potro es un gigante sin cadenas, desatado y liberado para competir contra Nadal a martillazos. Su derecha, quizás la mejor del mundo, posiblemente una de las mejores de todos los tiempos, le dobla las manos al español, y eso es algo extraordinario porque casi nadie lo consigue.
Aguantando a pelotazos, Delpo se resiste a entrar en el juego de Nadal convirtiendo el encuentro en un monólogo, machacando en tres tiros los intercambios con su descomunal derecha, que deja a Nadal clavado, con el cuerpo desfigurado en escorzos imposibles y la cintura rota. Solo cuando el mallorquín tienen un poco de tiempo para preparar el punto, solo cuando puede pensar en lugar de limitarse a actuar por instinto, del Potro sufre porque el número uno le descose por el lado de su revés, insistiendo hasta que el argentino falla o deja una bola corta que Nadal pueda morder con violencia.
En la pista que ha visto convertirse en leyenda a su rival, del Potro pelea su pase a la final con dolor en la cadera después de quedarse enganchado en un contrapié durante el tercer juego del partido. Aunque pide un antiinflamatorio que enciende las alarmas en su banquillo, aunque camina con paso vencido, el argentino se mueve bien por el encuentro, de saque en saque, de derecha en derecha, apabullando a Nadal por todos los lados. Lejos de fijarse en el dominio de su contrario, en todas las ocasiones que no capitaliza el argentino en el primer parcial, el balear mantiene el partido apretado con convencimiento y lo de luego es una historia ya conocida: del Potro hundido al no convertir ninguna de las seis bolas de break que se fabrica, Nadal disparado al transformar la segunda y amarrar la primera manga. En consecuencia, el encuentro sentenciado.
“¡Delpo! ¡Delpo”, se anima a cantar la gente cuando el argentino gana su primer juego en el segundo parcial y levanta los brazos para celebrarlo. Es la última vez que la grada grita el nombre del número seis, porque Nadal no deja ni las migas: el viaje del español hacia la final es fulgurante, una exhibición de poder (35 ganadores por los 20 de su rival) y un aviso para Thiem. Ahora ya sí que no hay espacio para las bromas.
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