Juego de Tronos: el mayor espectáculo del mundo
30 agosto, 2017
10:28
Juego de Tronos es la serie de nuestro tiempo. El season finale volvió a batir récords de audiencia (16,5 millones de espectadores sumando los visionados de la emisión lineal y en streaming) y se ha confirmado como la serie más vista de la historia de HBO, un canal con 49 millones de abonados. Y es que la teleficción de David Benioff y D.B. Weiss es, digámoslo ya, un gran espectáculo, un espectáculo entendido a la manera de Cecil B. De Mille (pero también a la de Alexandre Dumas) que lo fía todo a la consecución de grandes momentos. De hecho, no le importa demasiado sacrificar su lógica interna, recurrir a arteras triquiñuelas o a fórmulas narrativas archisabidas para lograr que la emoción del público sea tal que le perdone sus pecados. Como si fuera Cersei quien hubiera reformulado la trama original de George R.R. Martin, aquí, como en la guerra, el fin justifica los medios.
En esta temporada en la que las batallas intestinas han dado lugar a una (supuesta) unión contra natura para hacer frente a los Caminantes Blancos; en la que los dragones han entrado en acción y en la que una tía y un sobrino han estudiado anatomía recíprocamente, hay sobrados ejemplos que dan fe de esa construcción a conveniencia, muchos de ellos contenidos en el episodio sexto (‘Más allá del muro’). Ahí están la inopinada aparición -en el lugar y momento oportunos- de Benjen ‘Deus Ex Machina’ Stark (Joseph Mawle) para salvar a Jon Snow (Kit Harrington) de la horda de muertos vivientes que está a punto de procurarle un entierro anónimo; la velocidad con la que Daenerys (Emilia Clarke) viaja a lomos de Drogon hasta el otro lado del muro para salvar a los que serán sus aliados o la súbita aparición de esas enormes cadenas que servirán a la armada zombi para sacar al dragón de las aguas heladas antes de ganarlo para su causa (¿ya sabían que iban a cazar al bicho? ¿llevan cadenas porque hay nieve? ¿las elipsis son tan radicales -pasan días desde que se hunde hasta que lo rescatan- que es posible que las percibamos como inverosímiles?).
La aparición de Daenerys para rescatar al escuadrón encabezado por Jon Snow -ese salvamento en el último minuto que ya utilizó D.W. Griffith hace más de un siglo y que tanto recuerda a los protagonizados por Gandalf (Ian Mckellen) en El señor de los anillos (Peter Jackson, 2001-2003)- es, como poco, difícil de asumir. No parece lógico que los resistentes sean capaces de aguantar tanto como para que la hija de la tormenta llegue hasta ellos, sobre todo tras haber observado cuán largo ha sido su periplo hasta dar con su objetivo. Y, en el caso que el dragón vuele tan rápido como para alcanzarles antes de que el frío los convierta en estatuas, ¿cómo es posible que la descendiente de los Targaryen no haya castigado antes a sus enemigos? No le hacían falta sus ejércitos para infundir terror a la casa Lannister, con un par de incursiones con sus tres vástagos hubiera bastado para convertir Roca Casterly en un cenicero.
Los guiones también juegan al despiste para generar sorpresa. Toda la estrategia empleada por las hermanas Stark para acabar con Petyr ‘Meñique’ Baelish (Aidan Gillen) funciona porque se oculta información esencial para los espectadores: nada se sabe, hasta el juicio sumarísimo, de la crucial intervención de Bran (Isaac Hempstead Wright) en este proceso de depuración; es como si un mago nos estuviera mostrando un triángulo (Sansa-Meñique-Arya) para, al final del número, decirnos que, ¡tachán!, en realidad lo que veíamos era un cuadrado (Sansa-Meñique-Arya-Bran). Lo malo es que, aquí, el truco canta más que el aliento de Viserion.
Sin embargo, toda esta sucesión de estratagemas cuya honradez (narrativa) muchos pondríamos en cuarentena, acaba quedando como una nota al pie en el guion porque esos giros conducen a momentos de una épica incontestable. Como cuando a Charlton Heston se le abrían las aguas del Mar Rojo en Los diez mandamientos (Cecille B. DeMille, 1956) o su cuadriga acababa arrollando al engreído de Stephen Boyd en Ben-Hur (William Wyler, 1959). Juego de Tronos alcanza esas cotas de épica. Y lo hace a dos niveles. Primero a escala maximalista: el uso del plano general en el capítulo sexto tanto para retratar la batalla como para dar cuenta de esa pequeña odisea que protagoniza Gendry (Joe Dempsie) en su carrera hacia el muro; el potencial cinético de cada contienda, las apabullantes apariciones de los dragones o, a nivel dramatúrgico, el uso de los cliffhangers (aquí no hay tregua), así lo refrendan (sobre la puesta en escena y la vigorexia visual y dramática de la serie ya reflexionábamos en el post anterior dedicado a la primera mitad de la temporada).
Pero Juego de Tronos también maneja a la perfección una épica de corte íntimo. Y lo hace, sobre todo, gracias al control de las miradas entre los actores en función de las relaciones que se han establecido entre ellos a lo largo de siete temporadas. La ficción serial nos permite convivir con un grupo de personajes durante mucho tiempo, crecemos con ellos y creamos vínculos a medida que pasan los años; algo inusual en el cine -salvo, por ejemplo, en parte de la obra de Richard Linklater con Boyhood (2014) y la trilogía de Antes de… a la cabeza. El piloto de la serie ya fijaba qué tipo de vínculos había entre los hermanos que protagonizan esta serie fraternal; lazos sentimentales que, después de infinitas vicisitudes, ahí siguen: las tensiones entre Arya (Maisie Williams) y Sansa (Sophie Turner), la pasión y el odio entre Jamie (Nikolaj Coster-Waldau) y Cersei (Lena Headey) y su relación asimétrica con Tyrion (Peter Dinklage)… El peso de la historia con el que carga cada uno (una historia que compartimos) y la atención que desde la realización se presta a esos cruces de miradas, amén de las interpretaciones de la mayoría del elenco, sirve para brindar otro ramillete de grandes momentos vinculados, en este caso, a lo sentimental (aunque es cierto que el uso del plano-contraplano para registrar la mayoría de conversaciones se torna por momentos monótono). Puede que el mejor ejemplo sea la conversación a puerta cerrada entre Cersei y Tyrion en ‘El dragón y el lobo’ (7.07). Mientras toda la cháchara diplomática para conseguir forjar una alianza que combata a las tropas comandadas por ‘El rey de la noche’ se desarrolla al aire libre en un anfiteatro en ruinas (algo que puede ser leído como un símbolo de las relaciones entre los participantes), el diálogo entre los dos hermanos tiene lugar en una estancia profusamente decorada. La composición visual es abigarrada, de manera que uno tiene la sensación de que Tyrion no ha entrado en una habitación sino en una trampa: los gestos de Cersei (“estás embarazada”), el combate de esgrima retiniana que revela las múltiples cuentas pendientes entre ambos, la copa de vino que Tyrion ofrece como señal de paz, el corte brusco, y la elisión que supone, con la que cierra la secuencia… Todo está ordenado para anticipar la decisión final de una reina que amenaza con ser consecuente consigo misma hasta las últimas consecuencias.
Adentrándonos en el terreno simbólico, merece la pena resaltar el uso del círculo como figura geométrica recurrente. Los numerosos planos cenitales que pueblan el episodio sexto o la forma del coliseo en la que, por primera vez, Starks, Lannisters y Targaryen se reúnen, remiten a esa forma circular, cerrada sobre sí misma, en la que el principio es final y el final es principio (el ouroboros). Los regresos de los personajes al lugar de donde partieron, los reencuentros o la recuperación de un trono usurpado apelan a esa noción de circularidad (y de eterno retorno) que parece presidir la serie.