Manhunt: Unabomber. Caza al terrorista
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Si asumimos que el concepto de autoría en el mundo de la ficción televisiva está asociado a la escritura antes que a la dirección, la figura de Greg Yaitanes es toda una anomalía. En las series, el guionista tiene el control (entiéndase la figura del showrunner como madre de un proyecto y tutor del equipo de escritores que lo desarrollan). Ahí están David Simon, Steven Moffat, Adam Prince o Javier Olivares, o demiurgos totales como Hugo Blick (que escribe y dirige), por citar unos cuantos nombres al azar. Pero Yaitanes es otra cosa. Su nombre siempre aparece en los créditos de dirección -CSI, House, Perdidos, Héroes, Damages…- y no se le otorga el estatus de creator.
Y, sin embargo, creo que habría que reformular, o al menos dotar de más acepciones, la definición de autor televisivo. O pensar en términos de autoría colectiva, que en determinados casos me parece lo más adecuado. Pero vayamos a Yaitanes. Tras curtirse, como hemos visto, rodando innumerables capítulos de series sobradamente conocidas, fue el tipo elegido por Cinemax para diseñar el aspecto de esa locura adictiva que es Banshee (hablaremos, también, de adicciones) de la que dirigió el piloto y los episodios 4 y 8 de la primera temporada (y otros en las siguientes entregas). Todo se vuelve más complejo con su siguiente proyecto: Quarry, serie de ocho capítulos escrita al alimón por Michael D. Fuller y Graham Gordy, ambos procedentes del equipo de guionistas que estuvo a las órdenes de Ray Mckinnon en la perturbadora Rectify, y dirigida íntegramente por Yaitanes. Todo lo que quieran saber sobre Quarry lo pueden encontrar en el post que Lorenzo Mejino le dedicó en su día en 'Series para gourmets' (su blog del Diario Vasco). -Un apunte: vayan acostumbrándose a ver otros nombres, que hay una larga lista de gente que ha borrado las letras de su teclado escribiendo de series mucho antes que un servidor y a los que no hay que dejar de leer.
Desde un punto de vista visual, lo más interesante de Quarry era esa querencia por la continuidad, con el plano secuencia como distintivo, que impregnaba el conjunto de realismo, seña de identidad que también se observa en el hasta ahora último proyecto en el que ha intervenido Yaitanes, Manhunt: Unabomber, que sigue la misma fórmula que Quarry. Un creador (Andrew Sodroski ), un nutrido equipo de guionistas en el que figuran nombres como Nick Schenk (Gran Torino, The Judge) o Nick Towne (Deadwood, Preacher) y con Greg Yaitanes firmando los 8 capítulos. Esta producción para Discovery Channel narra la historia de Thedore John Kraczynski (Paul Bettany), más conocido como Unabomber (University and Airline Bomber), quien desde 1978 y hasta 1995 envió 16 cartas y paquetes bomba causando tres víctimas mortales y un sinnúmero de heridos y daños materiales. Su curiosa estructura temporal -está contada en dos tiempos: 1995 cuando el caso arranca, y 1997, cuando termina- huye del whodunit para hurgar tanto en las motivaciones de un criminal dotado de una inteligencia superior, como en las de su captor, en este caso el agente Jim ‘Fitz’ Fitzgerald (Sam Worthigton).
Las decisiones de puesta en escena remiten a una concepción sobria del thriller, pero ni esa contención alejada del puro espectáculo ni el conocimiento del desenlace desde el principio hacen que el conjunto pierda tensión. Hay varias elecciones que merece la pena destacar: el uso del fuera de campo en el atentado con el que arranca el tercer capítulo (‘Fruit of the Poisonous Tree’), el empleo de la música como marcador rítmico y no como recurso enfático, como subrayado emocional; ese montaje que disocia voz e imagen en el episodio cuarto (‘Publish or Perish’) de nuevo obviando la redundancia explicativa, la contextualización a través del uso del archivo televisivo de la época (por momentos la serie tiene hechuras de documental) o las citas a dos éxitos de taquilla noventeros como Muerte Súbita (Peter Hyams, 1995) o Mientras dormías (John Turteltaub, 1995), dos corrientes -el thriller de acción y la comedia romántica- con los que se relaciona por oposición (aquí hay más discurso que acción y el cumplimiento del deber aborta cualquier posibilidad romántica dentro y fuera del matrimonio) pero también por afinidad temática: terroristas que amenazan con volar un pabellón de deportes en la primera y un tipo en coma que ni antes ni después de caer en ese estado le hace caso a la mujer que se ha enamorado de él, en la segunda (sí, ya lo sé, ese vínculo está pillado con papel de fumar, pero no me negaréis que ‘Fitz’ vive prácticamente fuera de la realidad…) Aunque, puestos a buscar referentes, Manhunt: Unabomber se nutre tanto de la frialdad analítica de Zodiac (David Fincher, 2007) como de la presentación de personajes -siempre con las cartas boca arriba- del El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991), de la que también replica ese primer intento frustrado de captura del terrorista.
Al margen del capítulo sexto (‘Ted’) que, flashback mediante, recupera la biografía previa de Kaczynski recurriendo a un conductismo un tanto demodé, la teleserie demuestra una solidez granítica. Las composiciones de Bettany y Worthington, apoyadas en un concienzudo diseño de caracteres y una gran dirección de actores, son apabullantes. Se busca humanizar al terrorista para tratar de comprender sus acciones (su brillantez teórica y su claridad expositiva frente a su práctica homicida), pero también el proceso de maquinización que sufre el agente Fitzgerald, que a medida que el caso avanza, consumido por la obsesión, va apartándose de su familia, borrando cualquier signo de empatía hacia sus congéneres y transformándose casi en un androide. En ese sentido, además de la robotizada interpretación de Worthington, la serie deja dos brillantes detalles visuales: ‘Fitz’ literalmente encerrado en la casa de Unabomber en el séptimo episodio (‘Lincoln’) y el plano final, con el agente parado frente a un semáforo en rojo, última imagen de un hombre detenido en el tiempo, incapaz de seguir adelante una vez que ha resuelto el caso de su vida, una vida que, desde ese momento, carece de alicientes.
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Pero tampoco conviene olvidar las cargas de profundidad discursivas que la serie va detonando. Empezando por un FBI que cambia todo su procedimiento (y viola libertades elementales) para atrapar al elusivo criminal y siguiendo por la connivencia con la que actúan la fiscalía, el juez y la propia defensa de Kaczynksi (manipulando el sistema judicial) para que se declare culpable y no acepte la locura como atenuante, condición que invalidaría todo su ideario. Y es que la relevancia de su argumentario político sigue más viva que nunca, ahora que la inteligencia artificial nos acecha aunque creamos que es algo que no va con nosotros. Tal y como señala el crítico Toni García Ramón, citando al filósofo Dan Dennet, Unabomber estaba “aterrado por la esclavitud que suponía la sustitución antinatural del obrero y la destrucción del tejido industrial clásico a manos de las máquinas” amén de estar “convencido de que el planeta no sobreviviría al advenimiento de la tecnología y horrorizado por la rápida destrucción del entorno natural”. Reflexiones que, desligadas de las acciones de quién elaboró el manifiesto que las contenía (la clave para resolver el caso), siguen vigentes (recordad: si alguien mata por una idea, condenad al que mata, no a la idea). Por cierto, el post al que me refiero, publicado en la web Fuera de Series es perfectamente complementario a este que están leyendo ahora.
Así pues, además de su pulso infatigable, a Manhunt: Unabomber hay que agradecerle su hondura antropológica (y sociológica): buscar los orígenes del horror siempre puede ayudar a evitar que se reproduzca. Y sí, ya sé que las series no están para eso, pero al verla no puedo evitar pensar en los agentes que, desde el pasado domingo, investigan el tiroteo que costó la vida a 59 personas en Las Vegas, perpetrado por un señor de 64 años llamado Stephen Paddock que, además de ser un multimillonario retirado en una urbanización para mayores de 55 años situada en el pequeño pueblo de Mesquite, tenía en su suite del Mandalay Bay veintitrés fusiles. Detrás del hombre que ha causado la mayor matanza con arma de fuego en la historia de Estados Unidos, 500 heridos además de las víctimas, no parece haber ninguna motivación. Ni racial, ni homófoba, ni siquiera de raigambre intelectual, como fue el caso de Kaczynski. Solo el vacío. El horror.
SERIESTUPEFACIENTES
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Tengo un amigo, llamémosle Miguel, que ha levantado una sólida teoría respecto a las adicciones. Cuando una persona es adicta, no importa si hablamos de la cocaína o de Perdidos, y llega a un punto en el que decide, cual monja abandonada por la fe, dejar el hábito, rápidamente se abraza a otro tipo de compulsión. Es decir, las adicciones no se dejan, se sustituyen. Los hay quienes cambian la nicotina por una dieta a base de brazos de gitano, otros que pasan de enyesarse el tabique nasal cada fin de semana a correr ultra trails (eso es un corazón salvaje y no lo de Lynch) y algunos que suplen la ausencia de Sense 8 arrojándose a esa espiral de crossovers superheroicos perpetrada por CW (Arrow, Flash, Supergirl, etc.)
Yo lo reconozco: tengo un problema (bueno, tengo más, que soy autónomo, pero con respecto a las series, uno). Mis padres me inculcaron un alto grado de responsabilidad y me gusta terminar lo que empiezo. Y eso, en este caso, te puede llevar al colapso. Mi adicción seriéfila me lleva a consumir -y no hay otro verbo que exprese mejor lo que me sucede- bodrios de la bajura de Riviera. Era una serie que lo tenía todo para triunfar: un director contrastado como Neil Jordan y un escritor como John Banville/Benjamin Black detrás (¡que este tío ha escrito El mar y ha continuado la obra de Chandler, por Dios!), y una plataforma potente como Sky pagando la fiesta. Pero el proyecto inicial se fue al garete y los productores tomaron las riendas, aunque para vender la burra siguieron colocando los nombres de Jordan y Banville en los créditos, a pesar de estar apartados de una teleserie que se reescribió por completo. La cosa ha quedado como un europpuding indigesto en el que los actores de diferentes nacionalidades mezclan tan mal entre sí como los géneros que se pretenden triturar en una Thermomix estropeada (culebrón familiar, thriller detectivesco, intrigas mafiosas). Es como una tira cómica sobre una Jessica Fletcher rejuvenecida dibujada por Agatha Ruiz de la Prada y publicada en el Hola. O como dice el citado Lorenzo Mejino: “Pelucas, coches de lujo y mansiones sin guion ni dirección ninguna. Tan mala que cuesta creerlo”.
Pues bien, he visto Riviera enterita. Una señal -otra más- inequívoca de que no estoy bien. Pero tranquilos, me estoy quitando. Y, lo más importante, puedo demostrarlo. Estoy empezando a dejar series. Con The Mist me he parado en el capítulo cuatro. Esta insulsa adaptación del libro de Stephen King no le llega ni a la suela del zapato a la correcta versión cinematográfica de Frank Darabont. Una realización plana, efectos visuales de proyecto de fin de curso y parábolas de parvulario. De las lecturas antisistema tan presentes en la obra del autor de Cadena Perpetua, ni rastro.
Pero desengancharse no es fácil. Necesitas tus dosis de metadona ficcional. Y el dealer siempre llega a tiempo, que para eso se le paga. Y te entrega Inhumans. Con dos capítulos es suficiente. Te lleva directamente a otro mundo: un diseño de producción que deja en ridículo las creaciones kitsch de Pierre et Gilles, unas referencias (involuntarias, presumo) que me recuerdan a Buck Rogers o al Flash Gordon de Mike Hodges, incluso a Bioman o a los Power Rangers (ése es el nivel). Todo en ella es trash, desde la trama al rodaje de las escenas de acción, y resultaría divertido si no fuera porque se toma en serio a sí misma.
Ya veis que voy rebajando las dosis. Espero poder informaros, en breve, de mi total desintoxicación. Sea como fuere, no os toméis estas prescripciones al pie de la letra. Que uno abomine, incluso de manera justificada, de determinadas series no es óbice para que otros, desoyendo los consejos de un adicto, las disfrutéis. Yo lo hago con pequeñeces como Suits, aun conociendo sus limitaciones. Eso sí, jamás llaméis a eso placer culpable. Los placeres no son culpables (a ver, si perjudicáis a otro ser humano, animal o cosa, sí). Os lo dice un hedonista. Nos vemos la semana que viene. Si no pasa nada, con Top of the Lake. Jane Campion. Palabras mayores. Ya sabéis: stay tuned.