'La historia de Lisey': Stephen King, Pablo Larraín y la simultaneidad
La interesante y arriesgada serie protagonizada por Julianne Moore es una ficción líquida que abjura de cualquier atisbo de claridad narrativa
“Tú eres todas mis historias”, le dice el escritor Scott Landon (Clive Owen) a su mujer Lisey (Julianne Moore) en los primeros compases de esta serie escrita por Stephen King a partir de su propia novela y dirigida al completo por el chileno Pablo Larraín. Esa frase esconde, sin necesidad de deformar en exceso el prisma de la interpretación, una determinada manera de entender la simultaneidad, concepto que, como una pala robusta y brillante, nos servirá para perforar las capas de lo evidente e ir excavando agujeros de sentido que nos lleven a desenterrar algunos de los significados que se esconden tras la superficie de las imágenes de una de las grandes producciones firmadas por Apple TV hasta la fecha.
De ese “tú eres todas mis historias” deduciremos que Lisey no ejerce tanto el papel de musa de su esposo como el de depositaria de un legado material (manuscritos inéditos) e inmaterial, bien sea de manera interpuesta (Scott le relata su pasado y ella atesora sus secretos), bien de manera directa en tanto protagonista de los recuerdos que comparte con su marido. En ella confluyen la vida y la obra del laureado novelista (premio Pulitzer para más señas), dos vertientes inseparables, pues la carne de la literatura de Landon se alimenta de una imaginación que hunde sus raíces en una biografía marcada, a partes iguales, por una infancia tortuosa y un poder sobrenatural que le permite conectarse con una suerte de purgatorio del que extrae su inspiración, pero al que también acude para curarse las heridas o para salvaguardar a sus seres queridos. En La historia de Lisey no hay espacio para las metáforas: la genialidad no es inefable sino un lugar concreto en el que se plasman las dos dimensiones que, según el autor de La ventana secreta, dividen la personalidad del artista; de un lado el poder creativo, del otro, la obsesión, la soledad y la locura. Ese limbo en el que germina la imaginación —y que no por casualidad sirve como escenario de la muerte, pero también de la infancia (Amanda y Lisey recuerdan sus aventuras pueriles a bordo de un barco pirata)— es, simultáneamente, hermoso y aterrador.
Tras la muerte de su marido, en el interior de Lisey se desata un huracán de recuerdos que Larraín yuxtapone obviando cualquier tipo de señalética: las imágenes adoptan las formas del pensamiento, su velocidad para ir de un tiempo a otro o en contradirección, para reiterarse e incluso para transformarse. La única diferencia estriba en que, aquí, la brújula de nuestra conciencia no podrá advertirnos del lugar en el que nos encontramos, ni nos indicará la fecha en la que sucedió tal o cual cosa, porque aquí asistimos a los vaivenes memorísticos que experimenta Lisey y a las puntuales intervenciones que en y sobre sus recuerdos practica Scott, un narrador dentro de la narración que expone la curiosa focalización sobre la que se construye el relato. En la secuencia inicial de créditos ya queda explicado este muy particular uso del punto de vista, amén de un resumen básico del desarrollo del relato. Lisey es una marioneta que se mueve al ritmo marcado por Scott, sin embargo, cuando aparece el título de la serie, veremos la mano de ese Gran Titiritero (King y/o Larráin) que mueve los hilos, una mano que tampoco es humana porque, como la propia historia expone, el talento fabulador nos es dado; es decir, que la inspiración del narrador procede de ese Brigadoon inspirador llamado Boo Ya Moon.
Ese concepto de simultaneidad al que hemos aludido funciona a múltiples niveles. De un lado, tenemos el presente narrativo: Lisey perdió a su marido dos años atrás y, mientras lidia con el duelo, sufre el violento acoso de un fan llamado Jim Dooley (Dane De Haan) que quiere apoderarse de los trabajos póstumos de Landon y mostrárselos al mundo. Al mismo tiempo, Amanda (Joan Allen), la hermana mayor de Lisey, se encuentra en estado catatónico tras uno de sus ataques psicóticos. Lisey y su otra hermana, Darla (Jennifer Jason Leigh), tendrán que cuidar de ella y tratar de devolverle su consciencia. La relación entre las tres es uno de los grandes aciertos del show, con Darla como único ser ‘racional’ que no entiende absolutamente nada de lo que sucede (y que le imprime una desengrasante socarronería al asunto, por momentos demasiado cargado de gravedad).
Todas estas tramas se entrelazan en el AHORA, no obstante, ya desde el arranque, los recuerdos que Lisey tiene de su vida con Scott se irán solapando con los hechos del presente. La estructura todavía se complica más, abjurando totalmente de cualquier atisbo de claridad narrativa, cuando la protagonista tenga que resolver el juego de pistas que su marido le dejó preparado antes de morir con el objetivo de que encuentre la clave que la ayude a “aprender a estar sola” —¿será casualidad que el apellido de Scott sea tan similar al del protagonista de las novelas de Dan Brown, un Robert Langdon que se dedica, precisamente, a resolver enigmas cuya lógica no es otra que la de la búsqueda del tesoro? ¿No resulta igualmente curioso que en el piloto se describa a Landon como ‘national treasure’, título idéntico al del filme de 2004 (La búsqueda) dirigido por Jon Turteltaub y protagonizado por Nicholas Cage que también empleaba el mismo funcionamiento? ¿Chi lo sa?—.
Esa mecánica, de la que King y Larraín se olvidan durante el ecuador de la serie, articula una inhabitual composición narrativa que parte del solapamiento de tiempos: las pistas invitan a Lisey a regresar al pasado, a evocar recuerdos, a reconstruir su vida junto a Scott de manera desordenada, unas veces en función de las exigencias planteadas por el misterio a resolver y otras impulsada por sus pulsiones. Los ocho episodios están plagados de repeticiones, de fogonazos de memoria que vuelven una y otra vez, ya sea como destello clarividente o como herida luminosa. Aquí las iteraciones no pretenden minusvalorar la capacidad de inferencia del espectador sino que se erigen como la razón de ser de una teleficción concebida como un loop irregular e intermitente que arremete contra las más asentadas convenciones narrativas que dominan la serialidad y se tornará confusa y arbitraria para un espectador que busque historias fáciles de seguir. Los códigos que emplean Larraín y King son otros, quedan expuestos en los siete primeros minutos de metraje y ya deberían poner sobre aviso a cualquiera que quiera adentrarse en este abigarrado laberinto. Eso sí, una vez expuesta la lógica del relato, caben ciertas impugnaciones. Resulta un tanto extraño, por ejemplo, que Lisey tarde tanto en conocer o en interesarse por el pasado de Scott —hasta el incidente en la lavandería— porque ello implica que, o bien hace muy poco que se conocen (lo que indica que su relación va muy deprisa), o que a ella la introversión de su pareja y su comportamiento críptico no le despiertan ganas de conocer su pasado (cosa que la propia historia desmentirá).
Esa concatenación de tiempos y espacios que se encadenan torrencialmente también arrastra los sedimentos bibliográficos del propio Stephen King de manera que, en el fondo, uno ve brillar los ojos de Annie Wilkes en la mirada alucinada de Dooley (Misery), observa los destellos sobre la dualidad que iluminan La mitad oscura o la existencia de realidades paralelas que se filtra en novelas como It o la saga de La torre oscura, o, ya entrando en el terreno de las adaptaciones, atisba como los diseños que adornaban el hotel Overlook resplandecen en los pasillos del teatro en el que Landon sufrirá el ataque definitivo. Los expertos en la obra del escritor de Maine (yo estoy tan lejos de serlo como la fealdad de Julianne Moore) seguramente encontrarán muchas más referencias cruzadas, pero basten las mencionadas para incidir en esa simultaneidad multinivel de la que hablábamos al principio. Por cierto, La historia de Lisey también incluye unos cuantos apuntes sobre el oficio de escribir —la necesidad de que un personaje aparezca más de una vez, el hecho de que la realidad funcione con reglas muy distintas a las de la ficción (no puede haber coincidencias cuando la realidad está plagada de ellas, hay que explicar las motivaciones de los personajes, cuando, en ocasiones, la gente actúa irreflexivamente)—, algo que King desarrolló magníficamente en Mientras escribo.
Esa veta intertextual también es aplicable a Pablo Larraín. De hecho, no resulta nada extraño que se haya hecho cargo de la adaptación de esta novela fechada en 2006, al fin y al cabo, no existen tantas diferencias entre Lisey y la viuda de JFK que Natalie Portman interpreta en Jackie (2016), otra mujer devastada por el asesinato de su marido que trata de sobrevivir a una pérdida irreparable. Los paisajes mentales que empapelan los largos corredores por los que deambula la mente de Lisey son similares a los paseos alucinados de Pablo Neruda (Luis Gnecco) en Neruda (2016), y aquí, como allá, la ficción adopta un papel decisivo como herramienta para comprender (y para afrontar) la realidad. Esa es la cuestión primordial que aborda Lisey’s Story, la del poder sanador de las historias, unas veces refugio contra un dolor inexpugnable, otras un mecanismo de liberación para expurgar un pasado traumático, algunas veces un nuevo atlas para comprender la realidad de otra manera.
A partir de esa premisa, Larraín, apoyado en el trabajo fotográfico de Darius Khondji y en la magnética música de Clark, levanta una ficción líquida, que fluye con la velocidad de la imaginación y que varía de rumbo continuamente como un río revuelto. La elección del agua como ungüento curativo y como elemento conductor entre la realidad y ese purgatorio lacustre incide en esa concepción líquida del relato, reforzada por esa cámara casi siempre en movimiento —un movimiento que mantiene una cadencia envolvente, como de rumor de agua— y por un montaje sedoso, las más de las veces majestuosamente orquestado a partir de fundidos encadenados, recursos que contribuyen a alicatar tan diverso mosaico multidimensional. El realizador chileno viene a decirnos que no es que no nos bañemos dos veces en el mismo río, es que quizá nos estemos bañando en todos los ríos al mismo tiempo. El agua es, simultáneamente, ventana y espejo, reflejo y puerta de acceso a otro mundo, como remarca el plano de la muerte de Scott, con la cámara desplazándose en línea ascendente desde la cama del hospital hasta los paneles del techo que nos devolverán su imagen y que insisten en esa idea de una vida ultraterrena (no necesariamente mejor ni menos dolorosa).
Por lo demás, está serie a contracorriente contiene tal número de detalles que sería una pena que cayera en el saco del olvido o se convirtiera en blanco del rechazo por su inequívoca aura bizarra (bienvenidos sean los extemporáneos en estos tiempos de grisura). Ahí van algunos ejemplos: la manera en la que Larraín sitúa a los personajes en el interior de sus hogares, de manera que los reencuadres y el abigarramiento de las composiciones se constituyen en metáfora visual de su convulso estado mental; el cenagoso diseño visual que embrutece la infancia de Scott, en consonancia con la vida de maltrato y superstición que les obliga a vivir su padre (un Michael Pitt en su salsa) o el exquisito tratamiento del color que marca la relación de acercamiento que experimentan Lisey y Scott: ella llevará prendas rojas y, a medida que vaya resolviendo enigmas y acercándose a la solución definitiva, los colores de su indumentaria tomarán tonalidades verdosas, puesto que el verde es el color adscrito a Landon (ojo al travelling circular del episodio X). La historia de Lisey es tan arriesgada, reviste tal grado de concentración (narrativa y compositiva), que corre el serio riesgo de convertirse en el nuevo cromo destinado a engrosar el álbum de la indiferencia.