'La ruta' y 'La novia gitana', los lanzamientos estrella de Atresmedia en San Sebastián
El grupo mediático estrena en el festival la serie que recrea la Ruta del Bakalao y la adaptación del gran éxito editorial de Carmen Mola
La ruta: la última noche
Si los análisis incompletos y prematuros de las series de televisión implican desatender la visión de conjunto que ofrece la temporada completa, y muy probablemente incurrir en no pocos errores de apreciación, aproximarse a La ruta habiendo visto únicamente su primer episodio es todavía más aventurado, puesto que su propia concepción desacredita cualquier examen parcial.
¿Por qué? Pues porque la teleficción creada por Borja Soler y Roberto Martín Maiztegui repasa, centrándose en un periodo muy concreto de las vidas de cinco personajes, lo que supuso el levantamiento, auge y caída de la denominada Ruta Destroy, formada por una red de discotecas situadas en Valencia y alrededores, hervidero contracultural (aunque esto sea material de debate) en el que la música electrónica, el baile y las drogas llevaron a miles y miles de jóvenes a peregrinar por las carreteras que van de Sueca (Chocolate) a L’Eliana (Espiral) un fin de semana sí y otro también. Y lo hace a partir de una disposición narrativa in extrema res; esto es, situándose al final de los acontecimientos —el primer episodio está fechado en 1993— para avanzar hacia el pasado. Tal y como informaron sus creadores, y como se desprende de ese anuario que avanza y que aparece sobreimpresionado al inicio del capítulo, La ruta terminará en 1982.
Esa decisión hace que el relato se abra con un episodio decadente, abiertamente anticlimático, lo que no quiere decir que esté vacío de emoción, en el que el DJ Marc Ribó (Alex Monner) celebra su última sesión antes de marcharse a Ibiza, ciudad que sucederá a Valencia como capital festiva y lugar de culto para los devotos de un hedonismo cuya liturgia mezcla los coros electrónicos y la comunión con drogas de diseño.
En esa noche triste, solitaria y final, veremos a un pinchadiscos desnortado, que sublima su desamparo y el dolor que siente por la pérdida de un hermano, a un tipo que viste de negro y que huye hacia delante buscando asideros emocionales como quien busca refugio en mitad de una tormenta.
Àlex Monner borda un personaje roto —un rol en el que se mueve a las mil maravillas, como ya demostrase en la infravalorada La propera pell (Isaki Lacuesta & Isa Campo, 2016)— que da el tono de una serie oscura, con un diseño de producción que no esconde el feísmo de aquellos parkings terrosos y destartalados como el de la discoteca N.O.D. y que denota la intención de bucear en ese pasado sin ponerse las gafas de la nostalgia, mucho menos las del glamour (sí podemos hablar, sin embargo, de cierto aire melancólico).
Si decimos que su estructura es arriesgada es, precisamente, porque nos pone delante a un ramillete de personajes cuyas interrelaciones ya están construidas. Inferimos que existe una relación sentimental intermitente entre Marc y Toni (cada vez que Claudia Salas aparece en pantalla el tiempo parece detenerse) pero desconocemos cuáles son los motivos de su distanciamiento.
Otro tanto sucede con Sento (Ricardo Gómez) y Nuria (Elisabet Casanovas), la otra pareja que conforma el cuarteto de amigos y que tiene un escarceo sexual que se intuye largo tiempo aplazado (es más, una vez consumado, Borja Soler separa a los actores empleando planos frontales individuales, evitando componer una toma conjunta de los dos desde el exterior del coche en el que acaban de acostarse, como si hubiesen saldado una cuenta pendiente antes de tirar cada uno por su lado).
Ese trabajo de deducción que se le pide al espectador también es obligatorio a la hora de desentrañar el vinculo que une a Sento, un licenciado en vampirismo empresarial y summa cum laude en oportunismo al que da vida un espléndido Ricardo Gómez en un registro inédito y sorprendente, y Marc, DJ residente de su garito, atravesado por las distensiones generadas tras una década en la que los afectos siempre han ido de la mano de lo laboral.
En una de las mejores secuencias del piloto, la de la sesión final de Marc tras una noche huyendo en círculos, ni siquiera él sabe muy bien si despidiéndose de todo aquello que deja atrás o buscando una escapatoria de última hora que le desvíe de un destino profesional que le inquieta; en esa pinchada de adiós, la cámara de Borja Soler inicia un recorrido melancólico y definitivo por los rostros de sus cuatro protagonistas y en esos cruces de miradas, sin necesidad de palabra alguna, únicamente espoleadas por el aliento de la música, uno adivina el peso del tiempo en cada gesto e imagina los accidentes que han jalonado la biografía compartida de Sento, Lucía, Toni y Marc.
Pese al desconocimiento de su pasado —de ese pasado que ha de venir en los siete capítulos que restan— la emoción estalla, y lo hace porque Soler, Martín Maztegui, Clara Botas y Silvia Herreros de Tejada han construido La ruta desde el diseño de personajes antes que desde la crónica histórica.
Los apuntes culturales (la mención de ‘La movida’ madrileña y las posibles conexiones con la ruta), e incluso contextuales (la broma sobre el crimen de Alcàsser o la emisión de los programas sensacionalistas conducidos por Josep Ramón Lluch en la televisión autonómica valenciana) son mínimos, apenas ligeras pinceladas de color en mitad de un lienzo sombrío, porque lo importante es que sepamos, sin recurrir, al menos de momento, a coartadas psicologistas, cómo es Marc, qué tipo de relación tiene con su madre, cómo negocia el interminable duelo por la muerte de su hermano o que indaguemos sobre sus deambulaciones nocturnas a la búsqueda de una solución que no puede llegar porque ni él mismo sabe si quiere quedarse o marcharse a Ibiza.
No es casual que la secuencia final, que da carta de naturaleza al engranaje narrativo que mueve la serie, tenga lugar en un espacio de tránsito como un aeropuerto, no sólo porque está en consonancia con la zozobra que invade a Marc (¿me voy o me quedo?), sino porque la propia ruta también fue un movimiento ambivalente, a mitad de camino entre el cielo de la legitimación (contra)cultural y el asfalto desgastado por los neumáticos de aquellos coches que siempre iban en busca de la penúltima juerga.
La novia gitana: cuestión de atmósfera
La novia gitana responde a esos patrones por los que parecen guiarse los best-sellers de la actualidad. Entre ellos figura la no pertenencia, esa sensación de que por más que el relato esté adscrito a unas coordenadas geográficas, la ciudad en la que se sitúa sea poco más que un paisaje intercambiable. La novela transcurre en Madrid, pero todo podría pasar en Roma o en Viena, bastaría con cambiar los nombres de las calles que aparecen. Sirva esto para afirmar que el libro de Carmen Mola carece del poder evocador de la buena literatura, que su capacidad para generar imágenes es débil porque se nutre de clichés y busca únicamente, y no sin acierto, armar una trama adictiva para que el lector pase las páginas como si las hojas le ardiesen en los dedos, por más que una vez cerrado el libro quede una inequívoca sensación de déjà lu.
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También sorprende —asumiendo que a toro pasado todos somos José Tomás— que nadie intuyese que tras el pseudónimo de la autora hubiese, al menos, un hombre. Más que nada porque la protagonista de la novela, la inspectora Elena Blanco, es un estereotipo que responde, punto por punto, al de un protagonista masculino de novela policíaca (hosca, dura, bebedora, promiscua) y porque el resto de mujeres que integran la BAC (Brigada de Análisis de Casos), Chesca, la poli dura, o Mariajo, la informática, son meras carcasas, personajes utilitarios sin ningún peso específico. Son eso que los hombres entendemos por ‘mujeres fuertes’, personajes que, me temo, pocas mujeres escribirían así (basta con comparar a Elena Blanco con la Laia Urquijo de Antidisturbios para ver las diferencias).
Sirvan estos dos apuntes a propósito de la novela en la que se basa la serie escrita por Antonio Mercero y Jorge Díaz (dos de los tres escritores que, junto a Agustín Martínez, se esconden tras Carmen Mola), José Rodríguez y Susana Martín Gijón, y dirigida por Paco Cabezas, para levantar acta sobre las debilidades y fortalezas que muestra su episodio piloto.
Si el libro aprovecha esa estética del no-lugar para hacerse comprensible en cualquier latitud —incluso para ser adaptable en cualquier país— la producción de Atresmedia es todo atmósfera, una atmósfera muy concreta que remite a determinados thrillers de finales de la década de los 90 (Seven, Asesinato en 8 mm) caracterizados por los ambientes sórdidos y sobrecargados, los cielos grises y el clima opresivo. En ese sentido, el look de la propuesta es impecable (luce bien) y está en consonancia con la truculenta historia que cuenta, el asesinato de Susana Macaya, una joven gitana desaparecida tras su despedida de soltera, víctima de un macabro ritual que reproduce la muerte de su hermana siete años atrás (el problema es que aquel asesino está en la cárcel).
Paco Cabezas domina los tropos del género y los encuadres rezuman tensión (hay un buen trabajo con los primeros planos), aunque en algunos momentos se observe cierto exhibicionismo (los repetidos e innecesarios cenitales de la secuencia inicial) que parece querer mostrar que estamos ante una producción musculada como un culturista en las vísperas del campeonato del mundo.
Los amantes del género y los fans del libro devorarán la serie con fruición —visto el piloto se entiende que haya sido renovada para una segunda temporada—, si bien en su primer episodio ya se observan los mismos problemas que en el material original. La rejuvenecida Elena Blanco (Nerea Barros tiene casi 10 años menos que la protagonista de la novela) sigue pareciéndose al Santos Trinidad de No habrá paz para los malvados, solo que aquí adquiere los rasgos de una impertérrita Nerea Barros, y sus compañeras de unidad son como otras dos caras de ese mismo personaje (en su vertiente más volcánica sería la Chesca interpretada por Lucía Martín Abello y su lado más analítico lo representaría la Mariajo encarnada por Mona Martínez).
Solo hay que ver cómo se presentan los personajes femeninos de la serie, su impacto en el drama, y compararlos con los masculinos: ninguno de ellos tiene una secuencia tan bien dialogada como la del agente Orduño (magnífico, como siempre, Vicente Romero) con dos gitanos que hacen guardia frente al piso de un camello endeudado, o como la de Capi (Carlos Cabra) y esa retorcida partida al mentiroso antes de explicarle al susodicho dealer mal pagador que su cobrador del frac extiende cheques con un bate de béisbol. El desequilibrio entre unos y otras es más que evidente.
Por lo demás, la historia se sigue con facilidad —aunque hay algún momento sonrojante, como ese grito de “está forzada” del agente Zárate (Ignacio Montes) cuando acaba de ver una puerta que, evidentemente, está forzada— y los guionistas han sido lo suficientemente hábiles para incorporar novedades en el desarrollo, para que así los lectores que ahora se lancen a ver la serie se encuentren con sorpresas.
Hay, por ejemplo, una tercera hermana Macaya (ésta todavía viva), y el Miguel Vistas que interpreta Darío Grandinetti —otro personaje bien presentado, con homenaje a Cadena perpetua incluido— es mucho menos ambiguo que el literario (alguien bastante más apocado que este tipo corpulento que, para hacerse respetar, llena un cubilete de saliva para que un preso se lo beba).
Tal y como sucede con el libro, es muy probable que, si frecuentan el género, ya hayan visto La novia gitana —no encontrarán nada nuevo ni en su desarrollo ni en su realización— y por eso mismo, porque uno disfruta con aquello que (re)conoce, también es muy probable que devoren la serie.