Una imagen de ‘Cómo cazar a un monstruo’

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En plan serie

'Cómo cazar a un monstruo': el 'youtuber' contra el pederasta

El último 'hit' español de Prime Video nos ofrece una sorpresa detrás de otra en su investigación del caso de Lluís Grosa, condenado a 23 años de prisión por abusos sexuales.

14 septiembre, 2024 02:18

1. Preámbulo

En Crímenes pregonados (Editorial Contraseña), Rebeca Martín repasa algunas de las denominadas ‘causas celebres’ más notorias de los siglos XVIII y XIX ocurridas en nuestro país.

Las causas célebres no son otra cosa que el nombre que se les dio a los procesos judiciales que tuvieron un gran impacto en la opinión pública, un término que se hizo extensivo a los relatos que versaban sobre dicha casuística, ya fuese publicados en diarios o en antologías. Dicho de otro modo, un claro antecedente del true crime, sin duda heredero moderno de tan antigua tradición.

En su ensayo, la escritora leonesa no se limita a recopilar los hechos, sino que se sirve de ellos para elaborar una suerte de estudio sociológico que deslumbra por su capacidad asociativa.

En él, cada uno de los sucesos relatados se espeja en otros con los que comparte similitudes para, de ahí, saltar al abordamiento tanto de las causas que los hicieron posibles como de las derivaciones que conllevaron, estando estas relacionadas con el modelo de organización social, la conquista de derechos, los avances médicos o, por citar solo otra de las múltiples cuestiones que se abordan, la proliferación de los medios de comunicación y la formación de una incipiente opinión pública.

Es decir, el crimen no es más que el pretexto para examinar el funcionamiento de una sociedad. La importancia de saber que Romualdo Denis, un liberto que se casó con la esposa de su antiguo propietario, asesinó a sus tres hijos no estriba en la rememoración de tan luctuosos acontecimientos, sino en la investigación que emana de ellos y que nos lleva a descubrir cómo se organizaba la Manila colonial o cuáles fueron algunas de las consecuencias que trajo la esclavitud.

Cuando nos aproximamos a la traslación audiovisual de estas ‘causas célebres’ encontramos una evolución nula con respecto al tratamiento que la prensa ya les daba hace más de dos siglos.

Al contrario de lo que sucede en Crímenes pregonados, el boom del true crime no ha supuesto ningún avance a la hora de abordar tan desagradables incidentes y, salvo contadas excepciones, nos topamos con producciones sustentadas en la acumulación de datos, piezas informativas que no se esfuerzan por desentrañar el contexto, que desprecian la reflexión sobre cualquiera de los temas que palpitan detrás de los crímenes que abordan y que, en el fondo, y al igual que sucedía en muchos de aquellos relatos caracterizados por su prosa afectada, solo buscan sacarle rédito a la morbosidad inherente a este tipo de casos.

En el extremo opuesto a la mayoría de true crime que atestan los catálogos de las plataformas, y que bien podría figurar como una adenda contemporánea del libro de Rebeca Martín, nos encontramos con El caso del Sambre, ampliamente analizada en este blog, en la que Jean-Xavier de Lestrade y sus coguionistas Marc Herpaoux y Alice Géraud-Arfi se sumergen en la aterradora historia del violador más longevo de Francia para hablarnos de déficits estructurales, problemas sistémicos y machismo inextinguible.

Una serie que, por cierto, lejos de tratar al criminal como a un monstruo, se esfuerza por mostrarnos su normalidad. Como explicaba la investigadora Nerea Barjola en X a propósito del caso Pélicot: “Dominique Pélicot es tan normal como los demás hombres que participaron en las violaciones. Llamáis monstruo a uno para salvaros el resto. Sacrificamos a uno para redimir a los demás. Y así las violencias sexuales y este tipo de agresiones son excepcionales y no estructurales”.

2. Impunidad, burocracia y protección

Sirva esta extensa introducción para adentrarnos en Cómo cazar a un monstruo, el último hit español de Prime Video desarrollado por el youtuber Carles Tamayo en colaboración con el productor y guionista Ramón Campos, probablemente uno de los creadores nacionales más interesados en el true crime en todas sus vertientes, responsable junto a Elías León Siminiani de El caso Asunta: Operación Nenúfar (2017) o El caso Alcasser (2019) por citar solo un par de ejemplos.

Esta miniserie documental (pongan comillas aquí) de tres episodios arranca con Lluís Gros, un condenado a 23 años de prisión por abusos sexuales, pidiéndole a Tamayo, al que conoce desde su adolescencia puesto que frecuentaba el cine en el que el viejo proyeccionista trabajaba, que haga un documental de su vida para limpiar su imagen. Tamayo accede pensando que Gros pedirá perdón a las víctimas. Nada más lejos de la realidad: el protagonista no solo se declara inocente, sino que, pese a la sentencia, continua libre.

A partir de aquí, y a lo largo de 150 minutos, observaremos, agarraditos a la mano de Tamayo, cómo la investigación nos brinda una sorpresa tras otra. Aparecerán víctimas pertenecientes a décadas anteriores de las que la policía no tenía registro y asistiremos a la caza y captura final llevada a cabo por el propio director.

Al contrario que en The Jinx (Andrew Jarecki, 2015), donde la culpabilidad de Robert Durst se demostraba de manera accidental, aquí existe una estrategia premeditada cuyo objetivo final no es otro que el de atrapar al criminal. Existe, además, otra diferencia básica: mientras la duda sobrevuela constantemente la figura de Durst, aquí nunca se pone en tela de juicio, y más con una sentencia firme, que Gros cometiera los delitos que se le imputan.

Una de las diferencias entre Cómo cazar a un monstruo y las referencias citadas en el preámbulo no es otra que la de contar con el testimonio directo del encausado. Es innegable la malsana fascinación que produce Gros, alguien cuyo primer mandamiento es negar la evidencia, un manipulador nato capaz de fabricar una realidad alternativa que pretende vender a todo aquel que esté dispuesto a escucharle.

Carles Tamayo, a veces de manera casual, otras motu proprio, rastrea sus antecedentes y traza un mapa de abusos que arrancó en los 70 y que amenaza con reproducirse ante sus ojos, puesto que Gros, pese a estar condenado, logra crear una red de contactos con menores con los que se comunica, sin pudor alguno, frente a quien él ve como ‘su’ biógrafo y defensor.

La cuestión está en si Carles Tamayo se limita únicamente a extraer la médula escabrosa de una historia que le afecta personalmente y que se desarrolla ante sus ojos o si nos ofrece una lectura que trascienda la siniestra trayectoria del encausado.

Cómo cazar a un monstruo deja al descubierto, en primer lugar, el mal funcionamiento de un sistema de justicia entorpecido por la burocracia que facilita que un condenado se pasee libremente pese a la gravedad de sus delitos, delitos que puede seguir cometiendo con total impunidad.

El clímax de la serie, en el que el procesado está a punto de escaparse porque a los Mossos d’Esquadra no les consta en su sistema informático que haya una orden de detención contra el individuo en cuestión, es digna de una viñeta de Mortadelo y Filemón.

El segundo aporte que pone en jaque determinadas servidumbres heredadas tiene que ver con la red de seguridad que la iglesia católica tejió alrededor de Gros y de otros como él.

Gros siempre estuvo vinculado a distintas parroquias, ejerció como profesor y monitor en varios centros católicos y siempre se supo de sus desmanes sexuales para con alumnos y pupilos. Pese a que la institución eclesiástica era conocedora de los hechos, ocultó sistemáticamente sus abusos cuando no le ofreció su manto protector para evitar el escándalo. Ahí hay un hilo del que tirar.

3. Ética y estética: la imagen que miente

Una imagen de 'Cómo cazar a un monstruo'

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La evolución del documental performativo en la era de los social media ha conducido a que la figura del director/conductor/participante se haya impuesto a los hechos que narra.

La egomanía que desprenden la mayoría del contenido audiovisual que se consume a través de las redes, en las que el quién es más importante que cualquier otro interrogante, ha devaluado un modelo popularizado por cineastas como Michael Moore o Nick Broomfield, por citar solo un par de nombres (en realidad, deberíamos retrotraernos a la Latinoamérica de los años 80).

Pese a su visible sobreexposición, Tamayo le concede suficiente espacio al sujeto de estudio e insiste en mostrarnos, por una parte, que Gros es plenamente consciente de que está siendo grabado, hasta el punto de que se repite el momento en el que firma los papeles en los que consiente que se le filme.

Por otro lado, en un gesto puramente contemporáneo, comprobamos esa obsesión por registrar la vida constantemente y desde múltiples ángulos (“no parar de grabar nunca” es la consigna que Tamayo les da a sus colaboradores en el episodio final). Eso da lugar a un torrente de imágenes brutas, hijas de la inmediatez y de la urgencia o a la inclusión de tomas que en otro tipo de producto serían descartadas pero que aquí dan sensación de veracidad: un trípode que cae y, a continuación, el plano que esa cámara inestable ha registrado.

A nivel compositivo hay un océano de diferencia entre Cómo cazar a un monstruo y, sin necesidad de buscar referentes foráneos, otras producciones de Bambú como El caso Alcàsser, un true crime en el que la puesta en escena fijaba una toma de posición y construía el discurso.

Aquí se imponen las texturas del reportaje, bien armadas por un montaje vibrante cortesía de Pablo Barce y Jorge García Soto, que sabe cambiarle el ritmo a la serie cuando es necesario, verbigracia esa edición de planos cortos que predomina en el vertiginoso capítulo final.

Sin embargo, uno alberga ciertas dudas no sobre la figura del condenado y sus más que probados crímenes, sino sobre algunos de los modos empleados para acercarse al caso. Las semillas de la sospecha germinan en el segundo episodio, cuando Tamayo, prosiguiendo con sus pesquisas, se reúne con uno de los menores abusados por Gros, ahora ya mayor de edad.

El joven relata los truculentos hechos y los sitúa en un escenario muy concreto: un pequeño habitáculo dispuesto en el cine Calandria en el que Gros ejercía como proyeccionista. Carles Tamayo le propone, entonces, visitar el lugar -un lugar al que le hubiera gustado pegarle fuego, tal y como declara- como si ese retorno al nido en el que se gestó el trauma pudiese tener un efecto sanador en la víctima.

Una vez llegados a las inmediaciones del viejo cine, la víctima le pide a Tamayo acceder a las instalaciones a solas, pues es consciente de que regresar allí le generará un impacto que exige un tiempo para ser metabolizado. El periodista accede. Sin embargo, una cámara situada en una esquina superior de la habitación (¿una cámara oculta?) nos muestra al joven mirando por la ventana, esa ventana en la que fijaba la vista mientras era violentado por Gros, tal y como él mismo explica minutos antes.

Tamayo no solo rompe el pacto que había firmado con su confidente, sino que, por corte directo, incluye un plano subjetivo del chico mirando a través del ventanuco (!). ¿Qué se persigue sino el morbo cuando se quiebra un acuerdo previamente aceptado en aras de buscar ‘la emoción’?

¿Por qué se emplea un recurso casi privativo de la ficción como el plano subjetivo sino es para aumentar la impresión de sobrecogimiento en la audiencia, algo que viene reforzado también por la música que colma la banda sonora? ¿Acaso ese tipo de estrategias discursivas no esparce la sombra de la duda sobre el resto del metraje? ¿No podemos sospechar, por ejemplo y entre otras cosas, que el encuentro fortuito con la víctima que observamos en el primer episodio esté preparado de antemano?

Quien esto firma no cree que así sea, pero son las propias imágenes las que nos invitan a arquear la ceja de la desconfianza y es que, en no pocos momentos, Tamayo y su equipo reproducen los tics de aquel estilo folletinesco que servía para ilustrar las ya mencionadas ‘causas célebres’.

Detalle de la cubierta de '¡Quiero volar!: El mundo de Ícaro' (Crítica), de José Manuel Sánchez Ron y Antonio Mingote.

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