Juan de Mairena, maestro apócrifo (I)
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Los intelectuales de la revista Escorial reivindicaron la figura de Antonio Machado desde la inmediata posguerra. Dionisio Ridruejo prologó en 1940 una edición sesgada y censurada de sus Obras Completas, atribuyéndole la condición de “maestro muy amado”, pese a su conocida defensa de la Segunda República. Pedro Laín Entralgo habló del “Machado esencial”, supuesto precursor de la síntesis realizada por Falange entre tradición y modernidad. En 1952, la tercera de ABC publicó un artículo de Concha Espina que atribuía al poeta “testimonios de fe religiosa, de sobria moderación política y de humilde espíritu franciscano”. La voluntad de convertir a Antonio Machado en escritor nacional, con una obra capaz de convocar a las dos Españas para una hipotética reconciliación, olvida deliberadamente “las gotas de sangre jacobina” de un poeta alineado con la Segunda República, hasta el extremo de escribir el 7 de noviembre de 1936: “¡Madrid, Madrid / qué bien tu nombre suena, / rompeolas de todas las Españas. / La tierra se desgarra, el cielo truena, / tú sonríes con plomo en las entrañas”. El compromiso de Antonio Machado con la legalidad republicana es inequívoco. De hecho, alzó la primera bandera tricolor en el ayuntamiento de Segovia, escribió un emotivo poema a Líster, “jefe de los ejércitos del Ebro” (“Si mi pluma valiera tu pistola / de capitán, contento moriría”) y en 1939 cruzó los Pirineos, huyendo de las legiones alzadas para destruir el sueño de una España igualitaria, fraterna y laica.
Antonio Machado se debatió entre lo personal y lo colectivo. Su voz de poeta escarbó en su intimidad más recóndita, sin descuidar el sentir popular, que aglutina la diversidad de una nación conflictiva, con una identidad sometida a una crisis permanente. Al igual que a Unamuno, le duele España, pero su preocupación está lejos del esencialismo regresivo. Antonio Machado posee la estatura estética y moral que justifica su exaltación como “escritor nacional”, pero ese calificativo jamás podrá englobar al cesarismo que liquidó el proyecto institucionista, quizás el ensayo más logrado y perdurable de un país moderno, sin “curas, moscas ni militares”, por utilizar la conocida expresión de Pío Baroja. Antonio Machado no es el precursor del delirio falangista, sino el catalizador de los aspectos más genuinos de lo español: una espiritualidad compleja y contradictoria, que reivindica el cristianismo primitivo y repudia el fervor clerical; la pasión por el paisaje desnudo, elemental, sin frondas ni geometrías neoclásicas; la tendencia a lo onírico y fantástico, que duplica lo real con las piruetas de una imaginación barroca; el humor que malogra de raíz la ambición metafísica de sistematizar una realidad caracterizada por la paradoja y la sobreabundancia; la insumisión de las clases populares contra un señoritismo rapaz e insolidario; el desengaño ante las conquistas efímeras y el anhelo de lo permanente, plasmado en la desolación que produce la precariedad de la verdad y la belleza; la ironía que bordea el nihilismo y –por no alargar más el inventario- un sentido estético reacio a las construcciones puramente intelectuales. En definitiva, Antonio Machado es la quintaesencia de lo español y, por esa misma razón, rechaza violentamente el mesianismo de los centuriones al servicio de la oligarquía. Poeta del pueblo y para el pueblo, su amor a los más humildes y sencillos convive con el individualismo ibérico, siempre proclive –de acuerdo con Ganivet- a la indisciplina del guerrillero y tenazmente opuesto a la despersonalización de la milicia.
La prosa de Antonio Machado se caracteriza por las mismas virtudes, si bien el humor y el desengaño prevalecen sobre lo utópico y la agitación revolucionaria. El Juan de Mairena hunde sus raíces en la metafísica de Abel Martín, maestro apócrifo del heterónimo machadiano, pero sus ramas no culminan en un sistema, sino en lo irónico y fragmentario. Sabemos que el Machado ciudadano se mantiene fiel a una peculiar metafísica revolucionaria, según la cual los milicianos “son los únicos que realizan esa libertad para la muerte de la que habla Heidegger”, pero el Machado poeta flota en un subjetivismo crepuscular. Como apunta Octavio Paz, “el poeta se canta a sí mismo porque no encuentra temas de comunión. Vivimos el fin de un mundo y de un estilo de pensar: el fin del lirismo burgués, el fin del yo cartesiano”. Sin embargo, ese mañana que restituirá lo colectivo y comunitario se demora interminable. Mientras llega esa imaginaria aurora, no queda otra opción que refugiarse en una actitud fatalista y hondamente española: encarar la muerte con los ojos muy abiertos, sin rechazar su letal abrazo ni perder la hidalguía de una raza forjada en la mística del infortunio. “La súbita desaparición del señorito –escribe Machado- y la no menos súbita aparición del señorío en los rostros de nuestros milicianos son dos fenómenos concomitantes. Porque la muerte es cosa de hombres, y sólo el hombre, nunca el señorito, puede mirarla cara a cara”. La hidalguía del español no reside en su limpieza de sangre, sino en morir por los otros, que –en el caso de la guerra de clases del 36- significa inmolarse por el pueblo, avasallado una vez más por la arbitrariedad de un poder de tintes feudales.
Abel Martín es un filósofo. Su discípulo Juan de Mairena ejerce de profesor de gimnasia y retórica. No está un peldaño más abajo, sino un escalón más arriba, pues el humor es la corona de espinas de la inteligencia. El vuelo de la razón es altivo y temerario. En cambio, el humor vuela bajo, pero su humildad y su ligereza le ayudan a bajar hasta lo más hondo. No es un razonamiento sofístico, sino la enseñanza de un maestro que percibe la seriedad como el polo opuesto a la perspicacia. Un pensador que no se ríe de sí mismo produce irrisión y bostezos, a veces miedo. Juan de Mairena encarna el gay saber, la alegría del pensamiento. No se equivoca Enrique Anderson Imbert cuando afirma que su colección de donaires, apuntes y recuerdos “gravita en la órbita de la literatura picaresca. Entendámonos: una picaresca de la inteligencia, no de la conducta”. Mairena advierte el lado cómico de lo real, pero no lo hace desde la perspectiva del ingenio, sino del sarcasmo metafísico y antropológico. El alma de cada hombre pudiera ser una mónada. Si es así, ¿cómo concertar infinidad de melodías o puntos de vista, que sólo expresan una subjetividad opaca, inaccesible? Leibniz recurre a la armonía preestablecida, invocando la providencia divina. Se podría apuntar que esa armonía compone una gran sinfonía, semejante a la música de las esferas, pero Mairena sugiere que la diversidad humana suele devenir “algarabía”. El universo es un caos, un pandemónium. Mairena descarta la hipótesis de Dios: “Un dios existente –decía mi maestro- sería algo terrible. ¡Que Dios nos libre de él!”. El Dios del catecismo es un tirano cósmico. Lo más sensato es enviarlo al exilio. El anticlericalismo machadiano no invita a la destrucción de los templos. Mairena no es un revolucionario, sino un viejo liberal, un burgués que aprecia el racionalismo, el individualismo, la ciencia positiva. La vena liberal es incompatible con los dogmas. El fanatismo exige un penoso esfuerzo. Es más humana la pereza. El holgazán no es violento, pues se conforma con sestear bajo un árbol o charlar amigablemente, rehuyendo enconos y polémicas. No debe confundirse al holgazán con el idiota, “que nunca se asombra de nada; ni siquiera de su propia estupidez”. El holgazán es un paseante, un pensador tranquilo, un profesor que no quiere abrumar a sus alumnos, un escritor que nos lega un puñado de poemas, descartando la prolífica actividad del autor histriónico y narcisista, cuya inquietud fundamental es la eternidad. Mairena no busca la eternidad. Se conforma con escribir unos párrafos y lanzarlos al río del lenguaje, donde todo fluye sin descanso.
Para Mairena, la brevedad es la virtud capital de la poesía. Por eso, cortamos aquí el hilo, recordando que el papel de un maestro no es alimentar convicciones, sino sembrar dudas. Pensar no es tomar partido, sino aventurarse en lo desconocido, aceptando que lo humano es vivir en lo incierto. “Para los tiempos que vienen –admite Mairena-, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos”.