El Siglo de las Luces: Alejo Carpentier a la caza del Leviatán
¿Quién no ha soñado con abolir el mundo viejo para alumbrar una nueva era de dicha, libertad, fraternidad y prosperidad? Las revoluciones suelen perfilarse como deslumbrantes auroras, pero en su sótano se cometen los peores crímenes, casi siempre justificados como un inevitable tributo a la justicia y a la paz. Robespierre describió el Terror como “el despotismo de la libertad contra la tiranía”, asegurando que “castigar a los opresores de la humanidad es clemencia, perdonarles es barbarie”. Alejo Carpentier (Lausana, Suiza, 1904-París, 1980), apologista incansable de la revolución cubana, publicó en 1962 El siglo de las luces, una novela que abordaba la paradójica relación entre el despotismo y los cambios revolucionarios. La peripecia de Víctor Hughes, un aventurero que exportaba al Caribe la Revolución francesa, apunta que el poder revolucionario desemboca inevitablemente en el cesarismo del poder absoluto. Las utopías cantan las alabanzas de un orden nuevo, escondiendo que su despliegue nunca es incruento. No parece casual que la novela de Carpentier comience con una página de estremecedora belleza, donde Esteban, un joven revolucionario que ya empieza a paladear el amargo sabor del desengaño, contempla la guillotina ubicada en la proa del barco en el que viaja. La nave ha partido de Europa con destino a América, animada por el deseo de extender la Revolución al nuevo mundo. La Máquina ocupa la proa, con la apariencia de una vieja deidad hambrienta de sacrificios. Parece incomprensible que un instrumento terrorífico constituya la vanguardia de una sociedad igualitaria.
La extraordinaria prosa de Carpentier describe la Máquina con precisión y lirismo, sin ocultar su condición paradójica, pues es una obra de la razón inspirada por una ferocidad que evoca los sacrificios de las culturas primitivas. Alzada la cuchilla, es “una puerta abierta sobre el vasto cielo”. Su insólita silueta avanza por el océano como un monstruo mitológico, preludiando una orgía de sangre. Esteban, la voz narrativa que abre el relato, no emplea jamás la palabra “guillotina”, un término ominoso que rebaja la dignidad de un artefacto al servicio de las virtudes republicanas. La “Puerta-sin-batiente”, con su “medio frontón invertido”, no es un objeto inerte, sino “una presencia […] plantada sobre el sueño de los hombres”. Su “implacable geometría” guía a los pueblos hacia su liberación. El que la espuma de una nueva época adopte la forma de un ingenio mortífero parece corroborar la clarividente sentencia de Walter Benjamin: “No hay documento de cultura que no lo sea al mismo tiempo de barbarie”. La fascinación que produce “aquel triángulo negro, con bisel acerado y frío” nace del mismo fervor utópico que concierta el progreso material con el moral, sin reparar en que la razón también alumbra sombrías pesadillas. Voltaire no conduce a Auschwitz, pero la reducción de lo real a lo puramente cuantificable degrada al ser humano a la condición de variable prescindible. Si el hombre es un animal y no el reflejo de un misterio que nos desborda, su destrucción puede asimilarse como una necesidad. Conviene recordar que Sophie Scholl, la joven estudiante alemana que participó en la exigua resistencia interior contra la dictadura de Hitler, murió decapitada por una guillotina, lo cual demuestra que la libertad nunca puede estar asociada a un mecanismo perverso. En definitiva, la razón se convierte en opresión cuando identifica su poder con la realización histórica de un absoluto político.
Carpentier escoge La Habana como punto de partida de su ambiciosa novela. A veces la perspectiva periférica resulta más esclarecedora que la visión desde el centro. Los protagonistas no son los pobres y oprimidos, sino tres jóvenes huérfanos pertenecientes a la burguesía. Tras la muerte de su padre, un rico comerciante criollo, Sofía y Carlos descubren el placer de vivir de forma ociosa y caótica. Sofía decide no regresar al convento donde había sido recluida para adquirir las cualidades que se presuponen en una mujer de su clase social. Prefiere permanecer en la casona familiar, ocupándose de su hermano y su primo Esteban, que sufre violentos ataques de asma. A pesar de su fortuna, el padre había descuidado su hogar desde el óbito de su esposa, víctima de una virulenta gripe. Lejos de parecer una mansión, la vivienda podría confundirse con una almoneda, con muebles arruinados por la humedad, estatuas sucias o rotas, cortinas polvorientas y porcelanas de colores desvaídos. Sólo los cuadros introducen una nota de belleza y equilibrio, pero también de fatalidad y tragedia, particularmente la apocalíptica “Explosión en una catedral”, con sus toneladas de piedra desplomándose sobre unos feligreses aterrorizados. Durante meses, los tres jóvenes transformarán la casona en el escenario de sus juegos, divorciándose de la realidad circundante. Mientras Don Cosme, el administrador de su padre y albacea de su testamento, conspira para saquear su herencia, los atolondrados herederos trepan por los muebles, se arrojan libros como si fueran proyectiles, compran todo lo que se les antoja o bailan sobre el tapiz de billar, que no tarda en parecer una pradera devastada por una estampida de caballos salvajes. El desorden se agrava cuando Esteban recibe un Gabinete de Física, compuesto por telescopios, péndulos, brújulas, imanes, tornillos de Arquímedes y otros objetos similares.
La casa deja de ser un conjunto de estancias para convertirse en un laberinto inextricable, con atajos, escondites y distintas alturas. El juego perpetuo orquestado por los tres adolescentes se retuerce hasta transformar la vivienda en un teatro que escenifica los acontecimientos del mundo exterior, pero sin involucrarse en sus vicisitudes. Aunque sueñan con viajar a París, Madrid y Nueva York, lo cierto es que su estrambótica rutina parece una conjura urdida para mantener alejada la realidad y no ser arrastrados por las turbulentas aguas de la historia. No importa que sean lectores voraces de Spinoza, Diderot y Voltaire. Contemplan los hechos desde lejos, con la perspectiva de un espectador de ópera o de un loco atrapado por un delirio florido. Todo cambia cuando aparece Víctor Hughes, un apuesto negociante marsellés que había entablado relaciones comerciales con el padre difunto. Su irrupción abre las puertas del mundo real, con sus pasiones y desengaños. Con la presencia de Hughes, masón e hijo de un panadero, “toda una escenografía de sueños se venía abajo”. Sofía descubre la sexualidad, que había ignorado hasta entonces, espantada por el carácter irracional del deseo. Carlos repara en que la vida es mucho más seductora que su representación. Esteban se atreve a soñar con una salud insolente, arrolladora. Para celebrar los cambios, los cuatro bailan embriagados, con una alegría pagana, libre de fantasías platónicas y sentimientos de culpa. Empiezan las salidas al exterior. La primera no puede ser más perturbadora. Acompañados por Hughes, se acercan al puerto, donde las prostitutas complacen a los marineros sin esconderse de las miradas. La impaciencia de los cuerpos, que parecen desconocer el pudor, fascina a Esteban, pero Sofía, intoxicada por las monjas, se escandaliza y huye. El asma frustra las ansias de libertad de Esteban, provocándole nuevas crisis, que le impiden materializar sus incipientes pasiones. Hughes recurre a su amigo el Doctor Ogé, negro y francmasón, que logra identificar la causa de los ataques: unas flores amarillas que cultiva un criado en el patio para venderlas como plantas curativas, particularmente eficaces contra las enfermedades venéreas. Según Ogé, esas plantas son el doble de Esteban y le roban su energía vital. Sofía afirma que esa teoría sólo es brujería, pero lo cierto es que su primo se cura y su recuperación coincide con un violento despertar sexual.
El tema del doble no es algo ocasional, sino un aspecto esencial de una novela que presenta a todos sus personajes desdoblados en identidades cambiantes. El sexo es una de las fuerzas que desdobla a los personajes, obligándoles a liberar sus pulsiones más íntimas. La otra fuerza es la voluntad de poder, que puede manifestarse como impulso dominador o como explosión liberadora. Sofía intenta ignorar el deseo, pero el sexo no se cansa de convocarla, adquiriendo una dimensión dramática la noche en que Hughes se desliza desnudo en su lecho e intenta hacerle el amor. Su resistencia evita que la relación sea consumada, pero ya nada volverá a ser igual, pues se ha descubierto como mujer deseada, como un ser capaz de incendiar la imaginación y desencadenar las pasiones. Su espíritu, maniatado por un padre autoritario y unas monjas intransigentes, explota al conocer –gracias a las pesquisas de Hughes- que Don Cosme, el albacea, había aprovechado su posición para apropiarse de sus bienes, mientras fingía administrar su herencia con celo y probidad. Sofía libera su rabia, destruyendo un retrato de su padre, al que nunca ha amado: “Estoy cansada de Dios; cansada de las monjas; cansada de tutores y albaceas, de notarios y papeles, de robos y porquerías”. No hay gesto de insurrección que no provoque –directa o indirectamente- una reacción del poder cuestionado. Las autoridades de La Habana organizan una redada contra los francmasones, forzando a Víctor Hughes y al Doctor Ogé a abandonar la ciudad y refugiarse en Puerto Príncipe. Sofía y Esteban deciden acompañarles. Durante el trayecto, mientras sus ojos se extravían en la voluptuosidad de un mar de entrañas verdes, negras y sonrosadas, los primos experimentan una desconocida sensación de plenitud. “Es la primera vez que me siento realmente joven”, exclama Esteban. “Me pregunto si hemos sido jóvenes alguna vez”, matiza Sofía. El júbilo se interrumpe cuando los marineros se entregan a cazar tiburones por el simple placer de matarlos. Atrapados con anzuelos y garfios enganchados a cadenas, los alzan y los golpean con palos, barras de hierro y espeques del cabestrante, tapizando la cubierta y las velas de sangre. Para Ogé, es una forma de combatir el mal, que se justifica por el daño que causan los escualos. La matanza parece profética, pues cuando llegan a Puerto Príncipe los negros se han rebelado, quemando las plantaciones y asesinando a los blancos que los explotaban. Al mismo tiempo, llegan noticias del arresto de Luis XVI en Varennes. Víctor Hughes interpreta la noticia como el nacimiento de una nueva humanidad. Saber que se ejecuta a aristócratas y sacerdotes, que esclavizaron a los hombres durante siglos, corrobora su impresión de estar ante un gran cambio histórico, que en Puerto Príncipe se ha manifestado con una feroz sublevación. No le importa que hayan incendiado su almacén. La historia se pone a cero cuando destruye un orden inicuo.
Sofía regresa a La Habana, mientras Esteban y Víctor Hughes se encaminan hacia Francia. Desde Europa, el Trópico parece “estático, agobiante y monótono”. Fascinado por el curso de los acontecimientos, Esteban se enamora de la Calle, alegre y desbordante después de la caída de la monarquía. Libre ya de crisis asmáticas, los franceses le demuestran su hospitalidad llamándole “Extranjero amigo de la Libertad”. Mientras tanto, Víctor Hughes comienza una fulgurante carrera política, siguiendo los pasos del Incorruptible Robespierre. Nombrado Acusador Público del Tribunal Revolucionario de Rochefort, actúa con una dureza implacable. No le tiembla la mano cuando envía a la guillotina a una doncella que ha comulgado a escondidas. Esteban, que también simpatiza con los jacobinos, conoce las primeras dudas al presenciar crueldades que evocan los rigores del Antiguo Régimen. No le molesta menos el culto histérico a la Revolución. Las reliquias ya no son astillas de la Cruz de Cristo, sino llaves y fragmentos de la Bastilla. Hughes cada vez se muestra más distante, evitando los encuentros con Esteban. En tanto Conductor de Hombres, opina que su primera obligación es no tener amigos. Dada su experiencia en las Antillas, la nueva República Francesa le envía como gobernador a Guadalupe y Martinica. Esteban cruza de nuevo el Atlántico con él, pensando aún que la Máquina, ubicada en la proa como símbolo y advertencia de la virtuosa intransigencia de la Libertad, es necesaria para demoler el viejo orden.
Como nuevo gobernador, Hughes declara abolida la esclavitud y repele una invasión inglesa dirigida desde Jamaica, con la complicidad de los colonos franceses monárquicos. El “Investido de Poderes” ha viajado con Monsieur Anse, antiguo verdugo del Tribunal de Rochefort. Se trata de “un mulato de finos modales, educado en París”, violinista notable y amante de los niños, que nunca sale a la calle sin los bolsillos llenos de caramelos. Las vacilaciones de Esteban se acentúan cuando lee en la prensa de París que se ha establecido la Fiesta del Ser Supremo, declarando el ateísmo inmoral y contrarrevolucionario. Hughes desprecia sus dudas, afirmando que “una Revolución no se argumenta”. Simplemente, “se hace”, acatando lo que exige cada momento. El Comisario no tarda en ordenar las primeras ejecuciones. Primero, los ochocientos sesenta y cinco colonos franceses que han luchado con los ingleses, “un trabajo de romanos”, según Monsieur Anse. Después, dos capellanes monárquicos que ocultaban fusiles y municiones. La matanza de prisioneros se lleva a cabo de forma privada, pues se considera un hecho de guerra. En cambio, los capellanes inauguran las ejecuciones públicas en Guadalupe. El espectáculo reúne a una multitud que celebra alborozada las decapitaciones. Desde entonces, la Máquina trabaja sin descanso en la Plaza de la Victoria. Cada ejecución es una fiesta. Atrae a las familias y a los comerciantes, que venden una réplica de la guillotina en miniatura. Insaciable, la Máquina comienza a viajar de pueblo en pueblo, ejecutando a monárquicos, contrarrevolucionarios y holgazanes, pues la pereza es un delito contra la Razón y el Ser Supremo. El Comisario adopta nuevas medidas contra los negros liberados, imponiéndoles un servicio de trabajos forzosos que apenas difiere de la esclavitud en las plantaciones.
Víctor Hughes recibe con estupor y amargura la noticia del juicio y ejecución de Robespierre. Sin embargo, no es defenestrado. Su eficacia como gobernador inflexible y brutal hace que el Directorio respete su posición. Hughes se distingue en la campaña contra los buques ingleses, españoles, holandeses y norteamericanos, flotando naves con patente de corso. Ordena a Esteban que se embarque como escribano en L’Ami du Peuple, bajo el mando del capitán Barthélemy, apuntando en un libro de cuentas el botín capturado. El barco no se limita a saquear los navíos de los países enemigos de la República, sino que además trafica con los esclavos capturados en sus asaltos. Cuando Esteban regresa a los dominios de Hughes, descubre que la guillotina ha sido trasladada a un patio trasero, convirtiéndose en un posadero de gallinas, que se adormecen en sus montantes. La época del Terror en las Antillas ha finalizado, pero no la carrera política de Hughes, que justifica el baño de sangre que ha acontecido bajo su gobierno como un imperativo histórico: “Hay épocas que no se hacen para los hombres tiernos”. Poco a poco, se restablece el orden social temporalmente alterado por los vientos revolucionarios. Una de las primeras medidas es restablecer la esclavitud. Cuando Esteban acude a un hospital para ser atendido por una leve herida, se encuentra con nueve esclavos negros que esperan la amputación de una pierna por intento de fuga o rebelión contra sus amos.
Esteban vuelve a La Habana, profundamente consternado. Sofía y Carlos le reciben con enorme alegría, comunicándole que el negocio paterno ha salido del bache y ahora son ricos. Sofía ya es una mujer y se ha casado con el insulso Jorge, hijo de una de las familias más prósperas de la isla. Las nuevas circunstancias no han afectado a sus pasadas convicciones. De hecho, los tres son unos radicales que justifican el terror revolucionario. Cuando Esteban se sincera y expresa su decepción, se desata una violenta discusión. Sofía exclama que ojalá se levantara una guillotina en la Plaza de Armas. Carlos asiente, añadiendo que deberían rodar unas cuantas cabezas. “Me esperaba todo –replica Esteban- menos encontrarme, aquí, con un Club de Jacobinos”. “Te enfadas con nosotros –objeta Sofía- porque tenemos fe en algo”. La situación cambia cuando Jorge muere por culpa de una epidemia y un criado desleal denuncia a Sofía y Carlos por masones. Carlos huye por la azotea, pero Esteban es capturado y enviado al penal de Ceuta. Poco antes, Sofía ha subido a un barco para reunirse con Víctor Hughes en Cayena, donde el antiguo negociante ostenta otra vez el cargo de gobernador. Sofía y Hughes viven un tórrido romance, pero la pasión sexual acaba cuando ella descubre que su amante es un déspota sin escrúpulos. Sofía viaja a Madrid para rescatar a su primo, encarcelado en el presidio de Ceuta. Gracias a sus gestiones, Esteban sale de prisión y convive con Sofía durante un tiempo en la antigua casa de la condesa de Arcos. Disipadas sus diferencias por el común desengaño y una intimidad que quizás incluye el intercambio carnal, se arrojan a la calle el Dos de Mayo, tras escuchar los gritos y el estruendo de la artillería. No saben exactamente qué sucede, pero sienten que deben combatir con el pueblo sublevado. Desaparecen entre la multitud, armados con una escopeta de caza y los sables y puñales de una panoplia. Conocemos el desenlace por medio de Carlos, que ha acudido a Madrid para averiguar qué ha pasado con su hermana y su primo. Tras realizar las pesquisas oportunas, decide devolver la casa a sus propietarios y marcharse hacia un lugar indeterminado. Cuando se cierra la mansión y las estancias se sumen en la penumbra, el cuadro de la “Explosión en una catedral” se borra, “haciéndose mera sombra sobre el encarnado oscuro del brocado que vestía las paredes del salón y parecía sangrar donde alguna humedad le hubiese manchado el tejido”. En una nota final, Carpentier refiere que se ignora cómo acabó Hughes, pero la investigación histórica posterior ha revelado que sirvió fielmente al Consulado y, más tarde, a Bonaparte, acabando sus días en la Guayana francesa como un próspero terrateniente, con esposa y cuatro hijos. Murió en 1826.
En su Historia de la literatura hispanoamericana, Jean Franco sostiene que “en las novelas de Carpentier no hay análisis psicológico porque su visión es demasiado amplia para abarcar los detalles de la vida humana. Nos habla, más que de individuos, de los arquetipos –el Libertador, el Opresor, la Víctima-, más que de su vida, de todo un período histórico. […] Con Carpentier habitamos un tiempo cósmico, y ello tiene por consecuencia que la tragedia individual parezca un simple detalle dentro de un conjunto muy vasto y más bien sencillo”. No suscribo esta interpretación, pues –salvo Carlos- ninguno de los personajes principales resulta esquemático o previsible. Víctor Hughes encarna todas las miserias del político que sólo piensa en su supervivencia. Su radicalismo se atempera cuando el estruendo revolucionario se apaga, pero nunca se desvía de un oportunismo que le permite acumular privilegios. No es un estadista, sino un comerciante que interpreta la historia como un conjunto de variables económicas. Su búsqueda incansable del beneficio impulsa sus transformaciones: masón, ateo, revolucionario, espiritualista. Y, ya fuera de cámara, bonapartista y latifundista. Su éxito se explica por su desapego emocional, que le permite distanciarse de los afectos y las pasiones, sin experimentar remordimientos o buscar alguna forma de redención. Sofía se deja fascinar por su viril sensualidad, pero siempre se mueve por emociones sinceras. Su represión sexual se convierte en ardor volcánico, pero no deja que el placer nuble su juicio. Su rebeldía no es fruto del oportunismo. Su inmolación en el Dos de Mayo corrobora trágicamente su beligerancia contra los abusos del poder político. Esteban muere con ella, redimiendo su complicidad con las matanzas revolucionarias. Su idealismo transigió con el siniestro silbido de la guillotina, pero cuando advirtió que su música no era un himno de libertad sino de opresión, se refugió en la contemplación del mundo natural, rastreando las huellas de una trascendencia de raíz panteísta y ecos neoplatónicos: “Quien se abraza a los altos pechos de un tronco, realiza una suerte de acto nupcial, desflorando un mundo secreto, jamás visto por otros hombres. La mirada abarca, de pronto, todas las bellezas y todas las imperfecciones del Árbol”. Desde el punto más alto de su copa, se descubre la red de correspondencias que fluye de una naturaleza en permanente transformación: “Los grandes signos […] del Aspa de San Andrés, de la Serpiente de Bronce, del Áncora y de la Escala, estaban implícitos a todo Árbol, anticipándose lo Creado a lo Edificado, dándose normas al Edificador de futuras Arcas…”. Durante sus últimos días, Esteban sólo leerá a Osián, Shakespeare, Goethe y Chateaubriand, prestando una especial atención a El Genio del Cristianismo, donde advierte la agonía del que busca la verdad, no un dogma.
Sofía repetirá ese itinerario, ya intuido durante su primer viaje por mar al cruzarse con un banco de medusas: “…observando la multitud de esas criaturas efímeras, se asombraba ante la continua destrucción de lo creado que equivalía a un perpetuo lujo de la creación: lujo de multiplicar para suprimir en mayor escala; lujo de tanto engendrar en las matrices más elementales como en las torneadoras de hombres-dioses, para entregar el fruto a un mundo en estado de perpetua devoración”. Tras descubrir que Hughes es “un parricida de tragedia antigua”, no reconoce otra utopía que el espacio, el cielo y las estrellas, con esa “aplastante majestad que tuviera la palabra, alguna vez, para quienes la inventaron”. La novela de Carpentier es un mural deslumbrante que contiene infinidad de temas, movimientos y variaciones. Se ha dicho que es una verdadera sinfonía del Caribe que adquiere su máxima brillantez estilística en los pasajes destinados a la descripción de la naturaleza. Al margen de sus virtudes formales, El siglo de las luces es una reflexión sobre el poder. En su Historia de la literatura hispanoamericana, Luis Sainz de Medrano sostiene que –en tanto narrador omnisciente, pero no dogmático- Carpentier deja ver “su desconfianza de la revolución, salvando, por supuesto, su espíritu”. En ese sentido, hay que “valorar la significación de Esteban como el personaje más próximo a la visión del autor”. Desde la cubierta de L’Ami du Peuple, Esteban avista “en las selvas de coral una imagen tangible, una figuración cercana –y tan inaccesible, sin embargo- del Paraíso Perdido, donde los árboles, mal nombrados aún, y con lengua torpe y vacilante por un Hombre-Niño, estarían dotados de la aparente inmortalidad de esta flora suntuosa”. En ese espacio edénico, “toda delimitación entre lo inerte y lo palpitante, lo vegetal y lo animal, quedaba abolida”. En esas mismas aguas, se dibuja la silueta de un gigantesco pez que oscurece el agua con su sombra, una criatura de otra era, “con ojillos de paquidermo” y “un pellejo cubierto de vegetaciones y parásitos”. Ese “patriarca abisal […], encerrado en un eterno miedo a su propia lentitud”, es “el Leviatán”. Al igual que Melville, Carpentier emplea el símil de la ballena –o, si se prefiere, cachalote- para referirse al poder absoluto que corrompe absolutamente.
El Estado es una creación humana, pero sus estragos parecen fruto de la cólera divina. No hay un consenso histórico sobre el número de víctimas del Gran Terror. Algunos hablan de diez mil. Otros elevan la cifra hasta cuarenta mil. Sin derecho a la defensa, el acusado dependía de un jurado que actuaba arbitrariamente. El clima de indefensión era tan acusado que circuló una viñeta donde aparecía Robespierre haciendo bajar la cuchilla sobre el último francés. “Aquí yace toda Francia”, se leía en un monumento situado al fondo de la caricatura. La Revolución francesa transformó a los súbditos en ciudadanos, pero la burguesía ocupó el lugar de la aristocracia y las clases populares continuaron soportando distintas formas de opresión y desigualdad. La feroz represión de la Comuna de París en 1876 enterró definitivamente las fantasías revolucionarias. Alejo Carpentier plantea un conflicto sin solución: ¿es posible el cambio histórico sin la intervención de la violencia? El totalitarismo político brota de utopías y sus frutos no pueden ser más estremecedores. El gesto de Sofía y Esteban durante las primeras escaramuzas del Dos de Mayo nace de la desesperación romántica y no de la esperanza de un mundo mejor. “El humo tártaro” del que habla Thomas Carlyle en su monumental Historia de la Revolución francesa (1837) sigue oscureciendo nuestros ojos, pues en las revoluciones, “con sorprendentes transiciones y bajo intensos colores, lo sublime, lo deforme y lo horrible se suceden constantemente, o, más bien, se acompañan mutuamente con ensordecedor tumulto”. Quizás no estaría de más releer El siglo de las luces desde la perspectiva del nihilismo. No rebajaría su mérito literario, pero no dejaría más alternativas que la desolación y el desencanto.
RAFAEL NARBONA
Bibliografía:
-Carpentier, Alejo, El siglo de las luces. Barcelona, Seix-Barral, 1981.
-Carlyle, Thomas, Historia de la Revolución francesa. Buenos Aires, Joaquín Gil Editor, 1946.
-Franco, Jean, Historia de la literatura hispanoamericana. Barcelona, Ariel, 1987.
-Sainz de Medrano, Luis, Historia de la literatura hispanoamericana. Desde el Modernismo. Madrid, Taurus, 1989.