Jekyll y Hyde, la condición humana según Stevenson
En su conocido relato, Stevenson prefigura las teorías psicoanalíticas sobre la psique humana. Ser virtuosos no nos hace felices
¿Quién no ha deseado ser otro? ¿Quién no ha experimentado la sensación de que su interior bullen dos o quizás más personalidades, con inclinaciones radicalmente opuestas? ¿Quién no ha fantaseado con instalarse más allá del bien y el mal, liberando los deseos reprimidos por varios siglos de civilización? El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, el famoso relato de Robert Louis Stevenson, se publicó en 1886, derribando el mito del hombre unidimensional, con una sola faz, exenta de paradojas y contradicciones. A fin de cuentas, persona significa máscara, un concepto que procede del teatro. Lo sepan o no, todos los hombres son comediantes que representan más de un papel en el drama de la vida.Es imposible adoptar el punto de vista del lector que se enfrentó a la narración de Stevenson por primera vez, ignorando que el irreprochable Jekyll y el abyecto Hyde son el mismo individuo. Aunque el cuento conserva intacta su magistral ejecución, la intriga se ha debilitado, pues el desenlace es sobradamente conocido. Ese hecho no impide admirar el perfecto despliegue de una trama que atrapa desde las primeras páginas. Podríamos incluir la narración en el género de terror, pero las reflexiones de Stevenson sobre la condición humana lo sitúan en el terreno de la ética y la psicología. La vida ejemplar de Henry Jekyll esconde el malestar de nuestra cultura, que nos ha impuesto dolorosas inhibiciones, condenándonos a vivir en la insatisfacción. Stevenson prefigura las teorías psicoanalíticas sobre la psique humana. Ser virtuosos no nos hace felices. Simplemente, nos permite constituirnos como sociedad, superando el estadio de la horda primitiva que sólo reconocía la ley del más fuerte. Llamamos moral al sacrificio que hemos asumido para huir del caos y la violencia.
Ambientada en un Londres brumoso y levemente fantasmal, la trama de El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde surgió de una pesadilla de Stevenson, que llevaba semanas meditando sobre la dualidad de la naturaleza humana. Somos ángel y bestia, espíritu y cieno, albor y negrura. Stevenson se había propuesto escribir un relato sobre esta antítesis, pero no encontró la fórmula hasta que su inconsciente le proporcionó un esquema narrativo. Según la clásica biografía de Graham Balfour, La vida de Robert Louis Stevenson (1912), Fanny Osbourne despertó al escritor cuando descubrió su agitación en mitad de la noche. Stevenson se enfadó, pues lamentaba abandonar “un dulce sueño de terror”. Enfebrecido por su experiencia onírica, escribió el relato en tres días y, como era habitual, se lo entregó a su esposa para que lo supervisara, escribiendo sus impresiones en los márgenes. Después de leerlo, Fanny comentó que había compuesto una alegoría con forma de cuento. Stevenson, debilitado por una hemorragia causada por su tuberculosis, redujo el manuscrito a cenizas para evitar la tentación de aprovechar alguna frase en la nueva versión que había decidido elaborar, destacando aún más su intención alegórica. De nuevo tardó sólo tres días, pero empleó entre cuatro y seis semanas en lograr la forma definitiva. No sabemos hasta qué punto esa peripecia –sospechosamente lírica- es real o una simple fabulación de Lloyd Osbourne, el hijastro de Stevenson. Se ha aventurado que las objeciones de Fanny no fueron de carácter formal, sino de orden moral. Supuestamente, la primera versión incluía escabrosos detalles sexuales que desagradaron a la esposa del escritor. Si es así, Fanny ejerció la censura que suele aplicar la razón sobre nuestros impulsos instintivos o, en términos freudianos, la represión del yo sobre el ello.
El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde se anticipa al psicoanálisis, apuntando que la vida consciente inhibe el principio de placer en nombre del orden social, lo cual provoca una honda frustración, una especie de neurosis colectiva. Asimismo, coincide en el tiempo con la filosofía de Nietzsche, que en 1883 publica Así habló Zaratustra. Dado que la primera edición fue costeada por el autor y apenas superó los cuarenta ejemplares, es harto improbable que Stevenson conociera la obra del filósofo alemán. No obstante, hay un llamativo paralelismo que tal vez expresa el cambio de mentalidad de una época donde ya se atisba el desencantamiento del mundo.El doctor Jekyll encarna los valores apolíneos, que exaltan el equilibrio, el orden y la mesura; Mr. Hyde, en cambio, está poseído por el furor dionisíaco, que sólo se preocupa de satisfacer nuestras pulsiones básicas. Jekyll busca la perfección y la belleza; Mr. Hyde, la embriaguez y el éxtasis. Jekyll es un moralista; Mr. Hyde, un espíritu libre que no se deja condicionar por ningún código ético. El Londres que retrata Stevenson vive sometido por la moral victoriana, pero en sus calles se agitan las pasiones más turbulentas. El doctor Jekyll es un hombre alto y bien parecido, con unos modales exquisitos y una conducta intachable. Mr. Hyde es bajito y repulsivo, carece de modales y su conducta es abominable. A pesar de las apariencias, se trata del mismo hombre. ¿Es razonable atribuir esta incongruencia al efecto de una poción nefasta? ¿No parece más atinado apuntar que el doctor Jekyll vive en la impostura, y Mr. Hyde en una brutal y desinhibida sinceridad? Mr. Enfield, fiel amigo de Utterson, el abogado de Jekyll, advierte que “hacer una pregunta es como arrojar una piedra”. Es lo que hace Stevenson: arrojar una piedra sobre la moral victoriana, sacando a la luztoda su carga de hipocresía y podredumbre. El doctor Jekyll siempre ha anhelado la admiración de todos, cultivando un comportamiento grave, solemne y honorable, pero su desmedida ansia de reconocimiento social ha corrido paralela a su profunda desazón interior. En secreto, ha practicado toda clase de vicios, sufriendo por no estar a la altura de sus expectativas. Sus miras han sido tan elevadas que no ha conocido la indulgencia consigo mismo. Ese rigorismo ha desembocado en una dolorosa escisión interior. Su audaz experimento es la respuesta a ese conflicto, pues inicialmente le permite ser dos sin experimentar el estorbo de la conciencia.
Las grandes exigencias morales reclaman más de lo que razonablemente se puede esperar: “Fue la exageración de mis aspiraciones y no la magnitud de mis faltas lo que me hizo como era y separó en mi interior, más de lo que es común en la mayoría, las dos provincias del bien y del mal que componen la doble naturaleza del hombre”. Al igual que Nietzsche, Stevenson afirma que las religiones imponen un tributo nocivo al hombre, encadenándolo a restricciones que frustran su espontaneidad: “Reflexioné profunda y repetidamente sobre esa dura ley de vida que constituye el meollo mismo de la religión y representa uno de los manantiales más abundantes de sufrimiento”. El doctor Jekyll cree que ha logrado resolver este problema, desdoblándose en dos identidades que pueden coexistir sin molestarse: “A pesar de mi profunda dualidad, no era en sentido alguno hipócrita, pues mis dos caras eran igualmente sinceras”. Henry Jekyll concluye que “el hombre no es solo uno, sino dos”. Stevenson esboza una teoría que había desarrollado Nietzsche, según el cual el mito de la identidad destruye la fecunda diversidad de la vida, adjudicando un solo rostro a cada hombre. Jekyll ya advierte que su visión bidimensional será superada por investigaciones posteriores: “Otros me sobrepasarán en conocimientos, y me atrevo a predecir que al fin el hombre será tenido y reconocido como un conglomerado de personalidades diversas, discrepantes e independientes”. Stevenson se muestra escéptico con la capacidad de elegir. El hombre no es libre. De alguna forma misteriosa, todo está escrito. Nadie puede escapar al destino y si lo intenta, “le vuelve a caer con un peso aún mayor y más extraño”.
El doctor Jekyll se ha resignado a desempeñar el papel de hombre respetable y discreto ante la sociedad. No es feliz, pero cuando se transforma en Mr. Hyde le invade un júbilo feroz. Siente que se disuelven sus obligaciones y que al fin puede disfrutar de una libertad ilimitada. Al contemplar el rostro depravado y horrible de Mr. Hyde en un espejo, no siente repugnancia, sino una enorme alegría: “Ese también era yo. Me pareció natural y humano. A mis ojos era una imagen más fiel de mi espíritu, más directa y sencilla que aquel continente imperfecto y dividido que hasta entonces había acostumbrado a llamar mío”. Mr. Hyde no es una mezcla de bondad y perversidad, sino maldad en estado puro y sin un ápice de remordimiento por sus malas acciones, que incluirán el violento atropello de una niña y el asesinato a golpes de un anciano. El doctor Jekyll combatía la aridez de una existencia dedicada al estudio mediante vicios ocultos que representaban lastre para su conciencia. Mr. Hyde no sufre ese martirio. Apura la copa del vicio con alegría, burlándose de los reparos morales. Cuando mata al pobre viejo, huye del escenario del crimen “exultante y tembloroso”, con su “sed de mal satisfecha y estimulada”, y su “amor a la vida exacerbado al máximo”. Es imposible no pensar en la inversión o transmutación de los valores de Nietzsche, que sólo reconoce un principio directriz: “Lo que es bueno para mí, es bueno en sí”. La civilización judeocristiana ha desarrollado una “metafísica del verdugo” donde el hombre débil y enfermo es elevado a la condición de sujeto virtuoso. La moral es fruto del resentimiento, no obedece al imperativo de la vida, que sólo demanda la supervivencia del más fuerte. Mr. Hyde es un bárbaro, sí, pero en la misma medida que lo son los soldados que regresan del campo de batalla dejando tras sí “una serie abominable de asesinatos, incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura infantil, convencidos de que de nuevo tendrán los poetas, por mucho tiempo, algo que cantar y que ensalzar” (La genealogía de la moral, 1887).
Stevenson se aleja de la perspectiva de Nietzsche cuando deshumaniza a Mr. Hyde, mostrando que la violencia y la crueldad producen un efecto degradante. Tras su orgía de sangre y sadismo, Hyde no es un bárbaro satisfecho, ni un ser diabólico, sino una criatura “inorgánica” que gime entre el limo y el polvo, una especie de muerto viviente que sólo desprende miseria y caos. Mr. Hyde no es el superhombre de Nietzsche, a pesar de su amor a la vida, sino un moribundo con la mente sumida en una trágica locura. En 1885, Stevenson había realizado una primera aproximación a la dualidad del ser humano en Markheim, un relato breve protagonizado por un hombre que asesina a un anticuario y recibe una inesperada visita del demonio, ofreciéndole su protección para no caer en manos de la justicia. El demonio interviene atraído por su maldad. Un asesinato no le llama la atención, pues el mundo está lleno de ignominias, pero nunca reacciona con indiferencia ante un espíritu malvado. Al igual que el doctor Jekyll, Markheim ha llevado una doble vida: “He vivido para contradecir mi naturaleza. Todos los hombres lo hacen; todos son mejores que este disfraz que va creciendo y acaba asfixiándolos”. Dirigiéndose al demonio, Markheim se describe como un “pecador que no quiere serlo”. Débil y pusilánime, convive con impulsos que no consigue controlar: “El mal y el bien tienen fuerza dentro de mí, empujándome en las dos direcciones. No quiero una sola cosa, las quiero todas. […] La compasión no es ajena a mis pensamientos”. El demonio le advierte que su destino ya está escrito, que no puede hacer nada por cambiar el curso de su existencia. En esta ocasión, Stevenson se rebela contra el fatalismo, concediendo a su personaje autonomía moral y libertad: “Mi amor al bien está condenado a la esterilidad –admite Markheim-; quizás sea así; de acuerdo. Pero todavía me queda el odio al mal; y de él, para decepción suya, verá que soy capaz de sacar energía y valor”. Markheim se entrega, sin hacerse ilusiones. Sabe que le espera la horca, pero subir al patíbulo constituirá una liberación. Ya no será esclavo de sus pasiones más oscuras.
El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde es una obra maestra del suspense. Tusitala, el apodo que le asignaron a Stevenson los nativos de las islas del Pacífico Sur, era un narrador nato que sólo necesitaba unas líneas para crear una situación y armar unos personajes. Su estilo es extraordinariamente preciso y poético, pero sin un ápice de retórica. No incurre en cargantes moralismos y no se deja seducir por el lado perverso del romanticismo. Su mente clara y su prosa elegante concibieron pesadillas que aún nos estremecen. La desdicha historia de Henry Jekyll nos recuerda que todo hombre posee dos o más rostros, pero sólo reconoce el que le produce menos inquietud. En nuestro interior, hay demonios y ángeles. Su inacabable lucha teje nuestras vidas, inevitablemente más oscuras y misteriosas de lo que logramos apreciar.