'Ser y tiempo': Heidegger en la selva del lenguaje
Es una obra tan impenetrable porque aborda los mismos problemas que los primeros filósofos, obligados a inventar un lenguaje para explicar el universo
Ser y tiempo es uno de los libros más originales e inspiradores del siglo XX, pero también uno de los más herméticos: una selva espesa que evoca los “caóticos ídolos de la sangre y la tierra”, por utilizar una expresión de Borges. Pertenece a la historia de la filosofía occidental, pero su intención última es demoler esa tradición. Es una obra “radical y patética, impulsada por una apasionada seriedad”, según Karl Löwith. Su oscuridad no significa que sus proposiciones carezcan de sentido, como pretendió la Escuela de Viena, acusando a Heidegger de limitarse a jugar con el lenguaje. Ser y tiempo es tan impenetrable porque aborda los mismos problemas que los primeros filósofos, obligados a inventar un lenguaje para explicar el universo. ¿Cómo hablar del ser como totalidad cuando se trata de algo inabarcable? ¿Es posible encerrar el tiempo en un concepto? Los griegos asumieron un reto que aún no hemos logrado resolver. Nos dejaron especulaciones que a veces juzgamos como prehistoria del pensamiento, sin entender su poder esclarecedor. Heidegger afirmó que no era necesario leer más allá de Parménides. Lo esencial se hallaba en ese primer tramo de la filosofía occidental. Heidegger podría ser uno de los presocráticos, con su saber fragmentario e incompleto, pero con la ambición de las grandes preguntas. Su pensamiento desecha los conceptos para dejar hablar al lenguaje en su pulsión original, más próxima a la imagen que a las frías elaboraciones de la razón. Algunos han dicho que en Heidegger “habla la verdad”. Sin negar esa reflexión, George Steiner ha añadido que hay una omisión trágica en su filosofía. Nunca habla del mal, lo cual mutila su humanidad.
Ser y tiempo se propone dar una respuesta a la pregunta por el sentido del ser. ¿Por qué hay algo en vez de nada? ¿Qué es eso que llamamos existencia? Ser y tiempo comienza con una cita de Platón extraída del diálogo titulado El sofista: “Pues, sin duda, ya estáis familiarizados desde tiempos con lo que propiamente opináis cuando utilizáis la expresión ‘ente’; nosotros, en cambio, otrora ciertamente creíamos entenderlo, pero ahora somos presas de la perplejidad”. Esta perplejidad no se ha desvanecido. Aún somos incapaces de explicar qué es el ente. “Lo buscado desde antiguo, ahora y siempre, y aquello en lo que la investigación fracasa una y otra vez es qué es el ser”, escribe Aristóteles en su Metafísica. Este fracaso se ha disfrazado de saber empírico, provocando el olvido del ser e incluso el olvido de ese olvido. La pregunta por el ser solo puede plantearla el único ente capaz de interrogarse sobre esta cuestión. Heidegger declaró: “El pensamiento fundamental de mi pensar es precisamente que el ser o, lo que es lo mismo, la apertura del ser necesita al ser humano y, al contrario, que el ser humano es solo ser humano en tanto que está en la apertura del ser”. Esa apertura se produce en el tiempo, que es “el horizonte de la comprensión del ser”. El hombre es el único ente que busca y pregunta, pero solo tenemos una pre-comprensión del ser. No somos capaces de explicar qué es. Solo sabemos que no podemos reducirlo a lo ente, a la presencia objetiva que estudian las ciencias. “El ser del ente no es un ente”, advierte Heidegger. El ser no es Dios, ni una Idea o un Espíritu. El ser está en los entes, pero solo hay un ente que es consciente de ello: el hombre. La pregunta por el ser no incumbe a la psicología, la antropología o la biología, que solo son ciencias “ónticas”, ciencias sobre conjuntos de entes, sino a la ontología fundamental, que es la ciencia del ser. El análisis del ser exige como paso previo el análisis del único ente que puede preguntarse por su sentido. Heidegger elude la expresión Mensch, equivalente al genérico “hombre” en castellano, utilizando en su lugar Dasein. El Dasein no es una mera presencia, sino una existencia arrojada a una situación y en relación activa con respecto a ella. El hombre está entre las cosas, pero no como la parte en el todo o “como el agua en el vaso”, sino como apertura. El hombre “abre mundos”. Por eso, no es un ente más. El Dasein es el horizonte en el cual las cosas se hacen presentes y se constituyen como un mundo con un significado y un valor.
El Dasein, infinitivo sustantivado, designa al existente que “somos cada uno de nosotros”. Remite a un aquí y ahora concretos en el espacio y el tiempo. José Gaos tradujo Dasein como “ser ahí”, pero como señala Luis Fernando Moreno Claros en Martin Heidegger. El filósofo del ser, la traducción más exacta sería “estar aquí”, pues en nuestro idioma es no se puede decir “soy aquí”. No me parece una opción descabellada emplear la expresión “ser aquí”, pero filológicamente quizás es más adecuado “estar aquí”. Las cosas se hacen mundo ante el Dasein porque éste crea una apertura, donde se establece una relación de significatividad. Las cosas se ponen a nuestra disposición y realizan una función. Es el caso del martillo o la tiza, que utilizamos para golpear o escribir. Esta relación es posible porque el Dasein es Existencia, un modo de ser que implica posibilidad. “El estar aquí no es una mera presencia que de manera añadida posea el requisito de poder algo –señala Heidegger-, sino que al contrario constituye primeramente un ser posible. El estar aquí es siempre aquello que puede ser”. El poder ser significa proyectar, ir más allá de sí mismo, actualizar las posibilidades inherentes a mi ser-en-el-mundo. Esta potencialidad se realiza mediante las cosas, que originariamente son utensilios al servicio del proyecto humano. En este sentido, Heidegger se separa de Husserl, pues entiende que al hombre no le concierne contemplar lo real para captar su esencia, sino utilizar lo que está al alcance de la mano para actualizar sus posibilidades.
Cuando Heidegger habla de trascendencia, no se refiere a ninguna realidad sobrenatural, sino al hecho de que el hombre sobrepasa la inmediatez empírica al proyectarse hacia lo que está fuera, más allá de su presente, esto es, hacia lo que “aún no es”, pero tal vez será. El Dasein no es una abstracción, sino una existencia que arrastra un pasado y se enfrenta a un futuro. Cada decisión implica un riesgo de éxito o fracaso, que concierne únicamente a “cada estar aquí individual”. La libertad del Dasein consiste en transformar el mundo en proyecto de sus acciones y de sus posibilidades. Esta libertad también implica una limitación, pues el hombre sólo puede disponer del conjunto de instrumentos constituidos por el mundo. Por eso, estar en el mundo implica el cuidado (Sorge) de las cosas, sin las cuales no podríamos realizar nuestras acciones y proyectos.
Heidegger sostiene que “el mundo no es en modo alguno una determinación del ente opuesto al Dasein, sino que por el contrario es un carácter del Dasein”. Esto es, un existenciario –un carácter o modo- del Dasein. Heidegger denomina “analítica existenciaria” al análisis del Dasein. Este análisis se basa en la distinción entre existencial y existenciario, óntico y ontológico. Lo existencial se refiere a las contingencias de la existencia cotidiana. Lo existenciario a la pregunta por el ser. Del mismo modo, lo óntico designa el ente en sus concreciones empíricas, mientras lo ontológico alude al ser en su dimensión esencial, más allá de cualquier presencia objetiva. Heidegger no afirma que el Dasein cree el mundo en su facticidad, sino que, al introducir la pregunta por el sentido, transforma lo inerte en un orbe significativo, estableciendo una relación pragmática con las cosas.
Incapaces de experimentar asombro ante la existencia o de interrogarse sobre su sentido, los animales solo poseen entorno, pero no mundo, que es un carácter o modo de ser de la capacidad reflexiva del Dasein. Esta es la causa de que no exista un “en sí” o esencia de las cosas, pues éstas adquieren su ser al convertirse en utensilios del Dasein, insertándose en una totalidad de significados, cuyo sentido sólo se manifiesta en el marco del proyectar humano. El mundo es porque es utilizable. El hombre no es un espectador, sino la condición de posibilidad del mundo. La relación del Dasein con las cosas se realiza fundamentalmente mediante la comprensión. El hombre comprende las cosas cuando descubre su uso. Ese proceso también le afecta a su relación con él mismo, pues no se entiende a sí mismo hasta que averigua qué posibilidades se abren a su acción. Heidegger habla de una pre-comprensión que no debe confundirse con la herencia cultural o biológica, sino que ha de interpretarse como la consideración de las cosas en su dimensión de potenciales utensilios que nos ayudarán a realizar nuestros fines. En la medida en que el mundo es un carácter o modo de ser del Dasein, la pregunta por la existencia del mundo carece de sentido, pues el hombre no es una subjetividad separada de una realidad externa, sino la apertura donde se constituye de forma originaria y radical el mundo. La duda cartesiana se basa en una falacia, pues no puede existir un mundo al margen de la conciencia que lo constituye en su relación pragmática con él. El mundo no es espacio ni naturaleza, sino una trama de sentido tejida por la apertura del Dasein. Podemos hablar de espacio y de naturaleza porque existe un mundo establecido por la relación del hombre con las cosas.
La perspectiva del uso revela la existencia de otros posibles usuarios, de otros Dasein. No hay un mundo que es pura disponibilidad ante mis necesidades individuales, sino un “mundo con” (Mitwelt). El Dasein es un Mitdasein (estar-aquí-con). No hay “un sujeto sin mundo” ni “un yo aislado sin los otros”, lo cual revela que el problema del solipsismo sólo es un falso problema. Heidegger no se refiere tan solo a la convivencia empírica, sino al carácter estructural de la existencia. Si “ser-en-el-mundo” implica estar en relación con las cosas, la apertura del Dasein no puede prescindir del otro. Su existencia no surge como una forma de resistencia a nuestro proyecto, sino como un ente que aparece en el horizonte de mi apertura. “En razón de este ‘con-ser-en-el-mundo’ es el mundo, ya siempre y en cada caso, aquel que comparto con otros. El mundo del ser-aquí es un mundo del con. El ser-en es ser con otros”. Según Heidegger, el otro es un existenciario del Dasein, lo cual no significa que el otro surja de mi subjetividad, sino que existe una disposición hacia él, un estar abierto sin el cual desconoceríamos la soledad, un estado que solo puede constituirse mediante el reconocimiento de que hay otros Dasein, con sus propios proyectos. La semejanza ontológica, estructural, entre los diferentes Dasein, implica una relación específica, distinta de la establecida con los útiles. El cuidado de las cosas se convierte en preocuparse de los otros, una actitud que puede adoptar diferentes manifestaciones. Si nos limitamos a substraer a los otros de sus problemas, incurriremos en una forma inauténtica de coexistencia, en un simple “estar juntos”, mientras que si ayudamos a los otros a adquirir la libertad de asumir sus propios cuidados, lograremos establecer un auténtico coexistir.
Aunque el Dasein abre y funda el mundo, esto no significa que pueda disponer de la apertura que él mismo configura, pues siempre está arrojado a ella en un determinado estado de disponibilidad (alegría, miedo, apatía, tedio) e históricamente situado en su proyectar sobre las cosas. El Dasein, por tanto, es finito y su existencia será auténtica o inauténtica, propia o impropia, según la clase de relación que establezca con las cosas y con otros hombres. La existencia inauténtica consiste en comprender el mundo de acuerdo con la interpretación de la opinión común, con el “se” piensa anónimo e impersonal de la mentalidad pública. Escribe Heidegger: “Disfrutamos y gozamos como se goza, vemos y juzgamos sobre literatura y arte como se ve y juzga; incluso nos apartamos del ‘montón’ como se apartan de él; encontramos ‘escandaloso’ lo que se encuentra escandaloso. El ‘se’, que no es nadie determinado y que son todos, si bien como suma, prescribe la forma de ser de la cotidianidad”. La existencia inauténtica desfigura y oculta el sentido original del ser en el mundo. Nuestra relación con las cosas es intransitiva, pues “nadie ha decidido libremente si quiere venir a la existencia”, pero la capacidad inherente al Dasein de proyectar establece que cada uno pueda asumir la responsabilidad de realizar sus posibilidades.
En la existencia inauténtica, el Dasein se instala en la perspectiva óntica, convirtiendo el uso en un fin en sí mismo, sin advertir que lo fáctico solo es un conjunto de posibilidades a disposición de un proyecto propio. En este estado, el lenguaje se transforma en habladuría, en el decir de la existencia anónima, que impone la perspectiva de la opinión común, suplantando el proyecto del Dasein por un vacío que intenta disfrazar su insatisfacción mediante la avidez de novedades y la ambigüedad. Ya no se puede hablar de una existencia propia, sino de una existencia que “se dice” y que “se hace” anónimamente. Es lo que Heidegger llama estado de caída (Verfallen), donde el hombre ve las cosas con los ojos impersonales de la multitud, percibiendo el ente como cosa-presente (Vor-handenes) y a sí mismo como la cosa-Yo (Ichding), subjetividad aislada e incapaz de fundar un mundo. Heidegger se refiere a esta situación como “estado de-yecto”, frente al “estado yecto” del ser-ahí arrojado entre las cosas.
Al “torbellino del estado de caída”, Heidegger opone la posibilidad de la existencia auténtica, donde el hombre trasciende la impersonalidad de las habladurías cotidianas mediante un proyecto propio. La existencia auténtica se realiza mediante la voz de la conciencia, que actúa como una llamada a aceptar nuestra finitud. “La conciencia se revela como la llamada al cuidado: el que llama es el estar-aquí que, en su arrojamiento (ser-ya-en...), se angustia por su poder ser. El interpelado es igualmente el Dasein, llamado a su propio poder ser (pre-ser-se...). Y mediante esta llamada, el estar-aquí es invocado a salir de la caída en el ‘se’ (ser-ya-cabe el mundo del que se cuida)”. La finitud no es un destino impuesto, sino nuestra posibilidad más propia. Su anticipación abre la existencia a vivir auténticamente todas las posibilidades que se encuentran más acá del no ser.
La muerte no es un hecho más que se agregue al devenir del Dasein, sino el fin de la apertura instaurada por el estar aquí. La muerte es la posibilidad de la imposibilidad de todo proyecto y, en consecuencia, de toda existencia. Es una posibilidad que siempre permanece abierta, pues no se realiza ni se realizará mientras el Dasein mantenga su apertura. La perspectiva de la “pura y simple imposibilidad del Dasein” actúa como un horizonte temporal que “disuelve toda solidificación en posiciones existenciales alcanzadas”, empujando al hombre a nuevas realizaciones. La anticipación de la muerte pone de manifiesto que ninguna de las posibilidades concretas de la vida es definitiva. Por eso, la acción humana siempre se proyecta más allá, abriendo continuamente nuevos horizontes. Esta proyección temporal es lo que permite al Dasein superar la fragmentación y la dispersión, imprimiendo a su devenir un sentido histórico.
La existencia auténtica es un “ser para la muerte”. Es una posibilidad que pertenece exclusivamente al individuo, pues “nadie puede asumir el morir de otro. Todo ‘estar ahí’ tiene que asumir siempre, personalmente, su propia muerte. En la medida en que la muerte ‘es’, es siempre radicalmente mi muerte”. La experiencia de esa imposibilidad futura no se obtiene mediante la especulación abstracta, sino a través de un sentimiento: la angustia, que surge ante la perspectiva del propio no ser. Esta angustia, que en la vida auténtica nos impulsa a no detenernos en ninguna concreción, se convierte en temor en la vida inauténtica. “La existencia anónima y superficial no tiene la valentía de la angustia ante la muerte”. Por el contrario, la existencia auténtica excluye el temor, pues no ignora que el poder ser sólo puede actualizarse mediante la estructura temporal del Dasein. De hecho, la muerte es lo que garantiza nuestra libertad, al mantener abierta la expectativa de nuevas posibilidades. Por eso, el Dasein es, en un sentido originario, porvenir.
Esto no significa que el tiempo pueda fragmentarse en secuencias, pues el porvenir que anticipa posibilidades, surge del pasado y mantiene una referencia permanente hacia él. Y entre el pasado y el porvenir, se halla el presente. Se trata de tres determinaciones del tiempo que se caracterizan por “estar fuera de sí”, ya que futuro, presente y pasado comparten un impulso común de trascendencia. Es lo que Heidegger llama éxtasis: “Porvenir, ‘haber sido’ y presente revelan el carácter del ‘a por’, del ‘hacia atrás’ y del ‘encontrarse con’. La temporalidad es el ‘fuera de sí’ originario, en sí y para sí. Por eso llamamos éxtasis de la temporalidad a los fenómenos definidos como porvenir, ‘haber sido’ y presente”.
En la vida inauténtica, el tiempo está dominado por la expectativa del éxito y el apego a los logros mundanos. En cambio, en la vida auténtica, que asume la perspectiva de la muerte como la condición absoluta de la libertad humana, se mantiene la apertura del Dasein, actualizando el pasado como rememoración de lo ya sido, y vivificando el presente como instante, donde el hombre repudia lo impropio (las habladurías, la curiosidad, la ambigüedad) y se apropia de su destino mediante su capacidad de elaborar y realizar proyectos, sin solidificar su acción en ninguna posibilidad. La actitud de Heidegger hacia el pasado no es de ruptura, sino de querer lo que ha sido, regresando a las posibilidades que constituyeron el presente. Esta especie de amor fati (Heidegger cita aquí a Nietzsche) salva al pasado de su estado atemporal, abstracto, insertándolo en una relación crítica con el presente, pues la vida auténtica, al repetir las posibilidades que constituyeron su ser actual, establece un trato respetuoso con lo anterior, mostrando que el hoy no es una superación de lo precedente, sino su continuación.
Ser y tiempo quedó inconcluso. La ontología general que justificaba las páginas precedentes nunca se desarrolló. Posteriormente, Heidegger explicaría la interrupción como el reconocimiento implícito de que no era posible proseguir su análisis con el lenguaje heredado de la tradición metafísica. La diferencia ontológica (esto es, la diferencia entre el ser y lo ente) apenas puede explicarse con los conceptos de una tradición que desde Platón identifica el ser con lo ente. Esta conclusión imprimirá un giro (Kehre) al pensamiento de Heidegger, marcando el inicio de una segunda etapa donde ya no se tratará de analizar el ente para acceder al ser, sino de buscar el claro (Lichtung) donde se produce su manifestación o autorrevelación.
Heidegger mostraba el mismo desdén hacia “el anti-espíritu del mundo comunista” y “el mortecino espíritu de la cristiandad”. Sentía la obligación de retirarse a la soledad del trabajo para reflexionar sobre su época e impulsar un cambio de rumbo. El auge de la tecnociencia le parecía inhumano, pues reducía al hombre a simple ente pasivo, abocado a una existencia inauténtica. Pensaba que el concepto de cultura se había degradado, pero permanecía atento a los signos del destino. Entendía que su fiasco en el proyecto de una ontología fundamental era una etapa necesaria en su búsqueda de una respuesta a la pregunta por el ser. No percibía el fracaso como un callejón sin salida, sino como una oportunidad, un experimentum crucis que empujaba al encuentro entre la filosofía y la poesía como el crisol de un pensar esencial. Llegó a la conclusión de que no había que interpelar al ser con el lenguaje filosófico, sino esperar que hablara en el claro de la revelación poética. El ser no se puede explicar ni nombrar. Solo cabe escucharlo. En sus últimos escritos, Heidegger tachará el verbo “sein” como reconocimiento del fracaso de la metafísica, dejando en el aire la idea de que el silencio quizás es más fructífero. La palabra solo es un límite que hay que traspasar y esperar a ese dios que Heidegger invocó en la etapa final de su vida, sin aclarar a qué se refería. ¿Tal vez la Palabra del Evangelio de Juan? Creo que no. Heidegger solo nos pide que dejemos ser al Ser, que no le cerremos ningún camino. Ser y tiempo debe leerse como la crónica de un naufragio. Heidegger se internó en la selva del lenguaje creyendo que la palabra era su hogar, pero descubrió que solo era un vagabundo en las sendas del tiempo.