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Imagen de Kingdom Hearts III[/caption]
Cuenta la leyenda que a finales del siglo pasado Square Enix y Disney compartían el mismo edificio de oficinas en Tokio, y que un encuentro fortuito entre un ejecutivo de la compañía americana y el productor Shinji Hashimoto permitió a este presentar la idea de una colaboración entre los personajes de ambas compañías. El resultado fue Kingdom Hearts, un título donde personajes de Final Fantasy y clásicos como Donald y Goofy se daban cita con otros originales para contar una historia que por muchos artificios que contuviera, en el fondo no era más que un viaje del héroe aplicado a los tópicos del anime japonés. Casi veinte años más tarde, la presencia de Final Fantasy no es más que testimonial, la del corporativismo de Disney es arrolladora y los peores ramalazos del anime se han hecho con el poder absoluto, engullendo a la saga en su propia tragedia existencial. En todo este tiempo Square Enix ha producido más de una decena de títulos, cada uno en una plataforma diferente –de consolas a móviles o navegadores web–, y un buen número de compendios y remasterizaciones. En ese sentido, aunque esta entrega solo sea la tercera numerada, carga con diecisiete años de (mala) carga narrativa encima. Se ha presentado como la gran traca final después de casi dos décadas de tensión ascendente, pero el resultado es cuanto menos dispar.
No tiene mucho sentido empezar a presentar el argumento más allá de la premisa básica. El protagonista, Sora, viaja a diferentes mundos de Disney junto a Donald y Goofy. Luego se enfrenta a un villano con ganas de destruirlos todos. Por el camino intervienen varias docenas de personajes con peinados puntiagudos que se dan mucha importancia, pero que en el fondo no tienen nada que decir. Y ese es el principal problema que tiene un juego que se cree más inteligente de lo que es. La narrativa de la saga tiene fama de compleja, pero no es más que una complicación artificial cuyo único propósito es parecer más de lo que es. En un desmadrado batiburrillo de todos los lugares comunes de las historias de género, Kingdom Hearts aúna sin rubor viajes en el tiempo, universos paralelos, el mundo digital, el de los sueños y un amplio abanico de doppelgängers que rayan en el absurdo. Aquí todos tienen una versión alternativa, y el malo tiene por lo menos cuatro. Los chascarrillos que hacen al respecto no sirven para aliviar tanta palabrería presuntuosa. Pero a pesar de todo, ¿se puede seguir el hilo sin haber jugado a todos los títulos anteriores? Sí, porque apenas hay uno hasta la confrontación final, cuando al juego le entra prisa y decide resolver todo con una decena de jefes finales, uno detrás de otro.
El proceso de producción de Kingdom Hearts III ha durado casi seis años, y se percibe muy accidentado. Uno de los aspectos que más lo ha parecido sufrir es el de las cinemáticas, repletas de un aire caliente y muerto entre las intervenciones de los diferentes personajes, algo que evidencia una desconexión manifiesta entre los actores. Cada vez más los estudios invierten en procesos de captura de movimientos que permitan captar también la voz al mismo tiempo para una interpretación más completa. Está claro que la estética animada del juego indicaba la conveniencia de un doblaje más tradicional, pero es trabajo del director editarlo y pulirlo para que encaje sin estridencias. En las cinemáticas de Kingdom Hearts III los pegotes se notan a cada momento, y ofrecen un acabado muy pobre, en muchas ocasiones sin música de ningún tipo y silencios prolongados que no sirven ningún propósito. Todos los personajes parecen inmersos en una torpe representación teatral infantil. Un diálogo hortera, cursi y facilón, pese a su marcada verborrea, tampoco ayuda en nada.
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Kingdom Hearts III[/caption]
Como suele ser habitual en este tipo de producciones, el principal mérito del juego se encuentra en el apartado audiovisual. La recreación de los ocho mundos de las películas de Disney, salvo excepciones, está bastante conseguida. Los de Hércules, Monstruos S.A., Piratas del Caribe: En el fin del mundo, Frozen, Enredados, Toy Story, Winnie the Pooh y la San Fransokyo de Big Hero Six hacen acto de presencia. Algunos son más detallados que otros, pero en casi todos los casos hacen un buen trabajo a la hora de otorgar la sensación de sumergir al jugador en el metraje de las películas. Sin embargo, más allá de la estética, todo lo que sucede en ellos es producto de una sensibilidad japonesa, con una acción fantástica que sorprende por una cinética extrema donde la gravedad es tan solo una mera recomendación, nada vinculante, y donde todo es tan absurdo y grandilocuente como un adolescente con una espada en forma de llave invocando las atracciones más icónicas de los parques de París u Orlando para atacar a los enemigos: el barco pirata, las tazas locas, los rápidos o la montaña rusa. Es puro espectáculo, y al principio cuesta enterarse de todo lo que está sucediendo en pantalla, pero dado que el sistema de combate tampoco evoluciona mucho a lo largo de la aventura, se acaba volviendo repetitivo, pese al ritmo frenético. La música de Yoko Shinomura complementa a la perfección las partituras clásicas, con un amplio bagaje de estilos diferentes y una sensibilidad prodigiosa. Como ya hizo en Final Fantasy XV, sus composiciones son de largo el punto más memorable de todo el juego.
Kingdom Hearts III es un ejemplo de los excesos de los videojuegos japoneses cuando no tienen una clara inspiración detrás, sino una necesidad de seguir alimentando a la bestia mercantilista. Es posible que los que han estado esperando diecisiete años para encontrar algún tipo de resolución sientan que todo ha merecido la pena, pero una mirada limpia de esa clase de nostalgia que lo enturbia todo puede ver las costuras al nuevo traje del emperador. Su narrativa no resiste un mínimo examen serio y competente. Se apoya en algunas películas que sí han demostrado virtuosismo en ese apartado, pero es incapaz de mantener ese mismo nivel. No quiere decir que no haya destellos aquí y allá que salven ciertas secciones y aspectos, pero todo el conjunto está aquejado de un infantilismo que confunde de manera sistemática el caos con profundidad, y la emoción sincera con histrionismo.