Qué raro es todo! por Álvaro Guibert

¿Es una ópera?

16 octubre, 2013 13:42

¡Pues claro que no es una ópera! Afortunadamente. Es un poema, primorosamente puesto en escena y en música. En La conquista de México, las cosas se presentan y suenan con un ritmo que no es teatral, ni musical, ni operístico, sino poético. Un ritmo metafórico, parte esencial de la propia poética. No existe un libreto como tal, sino una especie de dramaturgia estática creada por el compositor, Wolfgang Rihm, a partir de frases de Antonin Artaud —el loco Artaud, recuperador 20 siglos después de la tragedia catártica en el teatro— y del poema Raíz del hombre (XV) de Octavio Paz, que os copio aquí. Es un poema extraordinario, estratigráfico, podríamos decir, en el que el poeta procede a examinar la realidad —el amor, en este caso— por capas sucesivas, como el arqueólogo que levanta uno por uno los estratos de un asentamiento sumerio.

Bajo el desnudo y claro Amor que danza

hay otro negro amor, callado y tenso,

amor de oculta herida.

No llegan las palabras

a su inefable abismo,

eterno Amor inmóvil y terrible.

 

Bajo este Amor de soledad herida

hay una dulce ira,

un ciego amor de ira,

torbellino sombrío

donde tu nombre en sangre me devasta.

 

Bajo este Amor de fieras agonías

hay una sed inmóvil,

un enlutado río,

presencia de la muerte,

donde canta el olvido nuestra muerte.

 

Bajo esta muerte, Amor, dichoso y mudo,

no hay venas, piel ni sangre,

sino la muerte sola;

frenéticos silencios,

eternos, confundidos,

inacabable Amor manando muerte.

 

Hay un montón de cosas que funcionan bien en este espectáculo. La concepción escénica de Pierre Audi es deslumbrante en todos sus aspectos, los dos preciosos telones, el vestuario explicador —unos de acero negro, otros de carne, Cortés de Duque de Alba/Conde Drácula, Moctezuma, ella, de pepita de oro—, la iluminación, los sistemas circulatorios, especie de hombres/vena que se descuelgan sobre el escenario como esqueletos sin hueso, y que convierten la masacre en lámina aséptica de libro de anatomía, pero, al mismo tiempo, nos recuerda a cada instante que este es un drama sangriento. La música es muy buena. Confieso que no soy aficionado a Wolfgang Rihm. Por lo general, me suena pesado, tosco, y con tendencia a la dispersión, pero en este espectáculo me he encontrado todo lo contrario: una música disciplinada que cumple su función dramática a la perfección. Es simple, se apoya en el minimalismo repetitivo, y en un sistema de ecos —hay músicos en el escenario, en la platea de pares y de impares y en el palco real; hay una soprano en la platea de impares y una contralto en la de pares y un coro detrás del escenario— con el que, sin complicarse la vida, Rihm da sentido a la aspiración espacial que obsesiona a los compositores desde hace medio siglo. El uso del coro es genial, y también el de los dos suspiradores que hacen ruiditos fonéticos en el foso. Me quedó por saber por qué la Malinche es japonesa y por qué persigue a los protagonistas un gritador enloquecido, desmelenado, pintado de negro, cruce entre el Lope de Aguirre de Kinski y el chico de Bonney M. La voz de la soprano Montezuma (sic) y del barítono el Cortez (sic) cede protagonismo al conjunto.

 

 

Me molesta, moderadamente, el maniqueísmo de Rihm/Audi, que desde luego no está en Paz ni en Artaud, ambos sangrientos, sí, pero bastante ecuánimes en la atribución de muertes (Paz) y crueldades (Artaud). En el “inacabable Amor manando muerte” o en “tu nombre en sangre me devasta”, Paz no identifica quién mana muerte o de quién es la sangre, pero Rihm/Audi, sí. Lo tienen clarísimo: el bueno es el conquistador, macho y negro, y la buena es la conquistada, un Moctezuma hecho hembra y vestido de oro. Se ve que la sangre del acero viene al caso, pero las cabezas que ruedan pirámide abajo, no. Digo que este simplismo ético me molesta, pero poco, porque está hecho con talento y buen gusto (otro dirá, ¡pues peor todavía!) y yo no puedo evitar quitarme el sombrero ante el talento. Además, ya me he acostumbrado a ver juzgar hechos de otros tiempos con el código moral de hoy. Es un error, y también una idiotez, pero ocurre tantas veces, que ya ni lo notas. Te sale callo. Cualquier día veremos censurados los libros de Voltaire por despreciar a los judíos o los de Quevedo por reírse de los negros. No es broma. Poseo un libro de Bertrand Russell (ABC of Relativity, Rutledge Classics, 2002) cuyo editor confiesa en el prefacio haber alterado el texto para obviar las fórmulas masculinas que en el original abarcaban el femenino. Y ahí tenéis al pobre Russell diciendo 'he or she' —que equivale a nuestro bonito 'todos y todas'— en un libro escrito en 1925. Corrección ideológica retrospectiva, ¡qué horror! ¡Ni en 1984 se atrevían a tanto! Comparada con la asombrosa arrogancia moral de este editor, la falta de ecuanimidad de La conquista de México resulta insignificante.

 

 

 

 

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