Qué raro es todo! por Álvaro Guibert

Maazel, violinista

16 julio, 2014 12:14

Lo fue todo como director. Tuvo a su disposición a las mejores orquestas del mundo. Si algo le faltó, fue, a veces, motivación, pero siempre que de verdad lo quiso, siempre que se puso a ello, tocó el cielo con la batuta. Y sin embargo, se pasó la vida echando de menos el violín. No tanto, desde luego, como para dejar la dirección, ni para repartir el tiempo y la energía entre sus dos vocaciones. Eligió desarrollar al máximo uno de sus talentos, pero no fue capaz de renunciar por completo al otro. (Tampoco al tercero: el de compositor). Maazel hizo lo contrario que los demás. Lo habitual es que los violinistas —y los pianistas, flautistas, percusionistas...—, al cabo de un tiempo pierdan el interés por su instrumento, o la habilidad para tocarlo, y vuelquen su musicalidad en la dirección, donde el trabajo lo hacen otros y uno pone únicamente el arte y la sabiduría. En esos casos, el representante del músico se esfuerza en que los programadores lo contraten como director y no como instrumentista. A Maazel le pasó justo al revés. Aun a sabiendas de que en su día había dejado pasar ese tren, no cesó nunca de reivindicarse como violinista, aunque fuera a media voz y con acento nostálgico.

En la red circulan mil fotografías del Maazel director por cada una del violinista. Aparte de un par de portadas de disco, la única buena es esta, con ricitos y pantalones cortos.

[caption id="attachment_459" width="212"] Maazel a los cinco años, ya con la mirada seria de siempre[/caption]

Impresiona la firmeza del mentón, que es impropia de la edad y no tiene que ver con la sujeción del violín sobre el hombro: es —¡ya!— su gesto de siempre: sereno, distante, inmensamente inteligente. A lo largo de los siguientes ochenta años, la única evolución significativa de su rostro fue el desarrollo de un leve prognatismo, más temperamental que anatómico. Avance de la mandíbula, boca cerrada, comisuras de los labios hacia abajo (incluso al sonreír, lo que es bien difícil), nariz hacia arriba: con ese gesto remachaba Maazel su dominio del arte, o su dominio en general. Esa forma de mirar le hacía pasar a menudo por antipático. Yo creo que era más bien misántropo. La distancia que establecía no era contigo, sino con el género humano completo. Incluido él mismo.

Recuerdo la impresión que me causó la primera vez que le vi tocar el violín. Se encerró en el Auditorio Nacional con las tres sonatas de Brahms, como con tres miuras. Fue una interpretación enigmática, profunda y difícil de entender, o de aceptar. Me hubiera gustado oírle más veces en directo.

En la Escuela Reina Sofía lo tuvimos varias veces. La primera vez dirigió la Orquesta de la Escuela, pero quiso actuar también como violinista: tocó, en plan concertino-director, el Concierto en re menor de Bach a dúo con un alumno. Aitzol Iturriagagoitia, creo que era. Lo tuvimos por última vez hace muy poco, en febrero pasado. La Escuela le había invitado, no a dirigir, sino... ¡a dar clases magistrales de violín! Le hizo mucha ilusión, porque nadie le llamaba nunca para eso, y se volcó. Alternó las grandes alturas del arte musical con las bajuras técnicas, a veces nimias, del oficio de violinista, porque entre lo uno y lo otro hay línea directa. Pidió que hiciéramos sonar en la clase el disco de La historia del soldado de Stravinski en el que él tocaba el violín con solistas de la Orquesta del Radio Bávara. Me dijo: ¿Ha oído usted el tango-vals-ragtime de esa grabación? Sin esperar a la respuesta, sonrió, manteniendo bajas las comisuras, por supuesto, y añadió en modo travieso: ¡nadie lo toca más rápido que yo! Ahí me quedé, viendo al gran Maazel, al autor de versiones inigualadas de los sinfoniones románticos, presumir de violinista, y más concretamente de violinista técnico, capaz de tocar más rápido que nadie el vals de El soldado, gracias a una digitación novedosa de la que estaba orgullosísimo. ¡Qué raro es el genio! ¡Qué genial confusión de alturas habitaba don Lorin!

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