Fígaro repuesto
La temporada del Teatro Real que acaba de empezar se ha tenido que preparar en meses en vez de años, que hubiera sido lo propio. Debe juzgarse teniendo eso en cuenta. Me apena que se haya dado patada hacia adelante, hasta el 2016, al estreno de la ópera de Elena Mendoza, la gran compositora que tenemos instalada en Berlín. Es triste, también, que Goyescas de Granados se tenga que hacer sin escena. Lo que no me preocupa nada es que se haya abierto la temporada con una reposición. Esta es la tercera vez que el Teatro Real repone la producción de Emilio Sagi de Las bodas de Fígaro desde su estreno en 2009. ¿Tres reposiciones? Pocas me parecen y espero que acaben siendo muchas más. No lo digo porque este montaje sea especialmente atractivo, sino porque los trajes de Renata Schussheim, la escenografía de Daniel Blanco, los diseños de luces y la concepción del movimiento de personas y cosas han salido en buena parte del bolsillo de todos los españoles, ricos o pobres, operófilos u operófobos, de Madrid o de Huelva. La mayor parte de ellos ni sueñan con venir al Real a ver la bonita puesta en escena que han pagado por adelantado. Aunque les apeteciera, no se lo podrían permitir. Lo mismo cabe de decir de los demás montajes propios. Es sano recordarlo cuando alguno de nuestros grandes teatros de ópera anuncia varias producciones nuevas por temporada. El Estado debe apoyar el teatro y la ópera, pero mirando la peseta y exprimiendo como un limón cada céntimo ya invertido. Hay otra razón que me lleva a desear que las producciones se repongan más de lo acostumbrado: el oficio del 'ponedor en escena', como dicen en Francia, se encumbra y gana peso con cada nueva producción y eso no me parece conveniente. Al contrario, creo que debería bajar un poco, porque se ha puesto enorme. Ocurre a menudo que el director de escena de una ópera clásica abandona su rol de intérprete, adopta el de creador y se empeña en crear una obra de arte nueva, en lugar de concentrarse en poner en pie —con mucho arte, eso sí— una obra preexistente, ya creada, que es de lo que se trata. Pero no es el caso, afortunadamente. En estas Bodas, Sagi se ajustó en su día a los confines del 'métier' y dejó que en su montaje brillaran los astros titulares: Mozart, Da Ponte y Beaumarchais. Lo que ve el espectador es lo que ellos imaginaron: palacio de Sevilla, comedia de enredo y ebullición prerrevolucionaria, en una puesta en escena luminosa, agradable para algunos, insulsa para otros. Yo digo lo de Fernández-Cid cuando perdonaba la vida a las composiciones contemporáneas: se deja ver sin sobresaltos. De lo que se oye, lo destacable es la Condesa de la ucraniana Sofia Soloviy. Cuando canta, todo se detiene. Hermoso su Dove sono. Los demás, correctos. Sylvia Schwartz, una Susanna de musicalidad grande y voz pequeña, tiene vis cómica y talento escénico. En el fandango se sumó con gracia al cuerpo de baile.
Muy interesante lo que salía del foso. No siempre bueno, pero prometedor. La Sinfónica de Madrid no está bien. Su sonido colectivo está por debajo de la calidad individual de sus componentes. Eso es lo peor, seguramente, del legado de Gerard Mortier. Jesús López Cobos le había dejado una orquesta renovada y en forma, con sonido coherente. Al negarse a que el Teatro tuviera un director musical titular, no sé si por no compartir con él mando y gloria, Mortier dejó que la orquesta se fuera destensando. Ivor Bolton y Pablo Heras-Casado, sus nuevos responsables, tienen mucha labor por delante, pero en este Mozart se oyeron ya detalles que invitan al optimismo. Bolton hizo un viaje a los años ochenta del XVIII en dos direcciones: retroceso desde delante —pidiendo trompas naturales, baquetas duras para los timbales, y así— y avance desde atrás, encomendando el continuo, no al viejo clavecín, sino al novedoso fortepiano. Con ello parecía subrayar sonoramente el momento bisagra que corresponde a esta ópera, el del asalto a la Bastilla y el tembleque generalizado en los palacios europeos. Se le vio voluntad de estilo: poco vibrato, bien puntiagudos las pasajes staccato, bien secos los acordes sueltos y, en contraste, muy cantables los pasajes ligados, fraseando con arcadas largas y tensas. Bolton es un director incansable: cuida con intensidad cada una de las frases sin excepción; y son miles. Tiene fama de buen mozartiano. Se notó en lo bien que le sonaron los números de conjunto. Le favoreció en esto el reparto, que está formado por voces de buen nivel, sin exceso de carácter. Condesa aparte.