'Muerte en Venecia', la ópera
Muerte en Venecia, la ópera de Britten (1973), está estos días en el Teatro Real. Imposible no acordarse de la película de Visconti/Mahler (1971) de esa misma época. Yo prefiero la ópera, que es sólida y sustancial, frente a la película, que es suave y etérea. El retrato de la decadencia (de un hombre, de una época, de una forma de arte) es nítido en la una y brumoso en la otra. Visconti pintó una decadencia decadente, redundante, que no es la de la novela de Thomas Mann. Cubrió de bruma la niebla y la bañó en el “Adagietto” de la Quinta sinfonía, una música hiperemocional, yuxtaposición de suspiros, que Mahler había compuesto con otras miras. Visconti administraba al espectador un chute de nostalgia fin de siglo, fin de vida, fin de todo, que uno recibía abrumado en la oscuridad de la sala, sin resistencia posible. En el Madrid del franquismo terminal, todavía pacato, esa Muerte en Venecia suspirante abrió espacios de libertad y convirtió al “Adagietto” de Mahler en estandarte de la causa de la liberación homosexual, que entonces apenas existía.
[caption id="attachment_597" width="560"] Escena de la ópera Muerte en Venecia en el Teatro Real. Foto: Javier del Real.[/caption]La visión de Benjamin Britten es muy distinta. Es verbal en vez de visual, es un hilo de palabras antes que de miradas en el que la emoción está moderada siempre por la reflexión —cada vez más enloquecida, por otra parte— del protagonista, Gustav von Aschenbach, que lo racionaliza todo, incluidos los rizos rubios de Tadzio, el niño polaco, o dios griego, que le ha revuelto el alma. Hay moderación sobre todo en la música, que se lleva el drama a un terreno extrañamente clásico, equilibrado, sereno. Britten da con un tipo de canto, un recitativo continuo que engarza palabras y frases en un melodismo que se oye con absoluta naturalidad. La orquesta, disgregada casi siempre en colores sueltos, camerísticos, se limita a subrayar ese canto con trazos limpios y sutiles que ayudan a caracterizar a los personajes. Me pareció que el maestro Alejo Pérez y la Sinfónica de Madrid pudieron pulir un poco más esos colores. El protagonismo lo llevan los instrumentos de láminas: vibráfono, xilofón, juego de campanitas. Además, Britten se deja fascinar por los instrumentos graves, por las irisaciones del tam-tam, por el susurro de los bombos y por la resonancia oriental de un par de gongs tailandeses. Atmósfera gamelán. La presencia deslumbrante de Tadzio viene siempre anunciada por el vibráfono. El xilo se reserva para las apariciones de la troupe de cabareteros o comediantes del arte que le hacen de coro griego al héroe. Porque héroe es, sin duda, el tenor que da vida a Aschenbach, John Daszak, de voz limpia, vocalización clara y emisión fácil. Se pasa dos horas y media cantado/reflexionando continuamente, sin necesidad de enfatizar nada, y se le entienden todas las palabras, de la primera a la última. Heroico es también el papel del barítono Leigh Melrose, que se canta siete u ocho papeles. Melrose es una fuerza de la naturaleza como cantante y como actor. Los madrileños (y los conquenses) lo conocen por su magnífica interpretación de L’Officina della resurrezione, el monodrama de Fabián Panisello.
Daszak y Melrose recrean a la perfección el Aschenbach de Britten, que es el de Mann. Un Aschenbach artista, que sucumbe en la batalla eterna del arte, que mantiene una relación imposible con la vida, a la vez de inmersión y de distanciamiento, que vive equidistante entre Apolo y Dionisio y se encuentra perplejo y desesperado por el conflicto entre la impotencia y la necesidad imperiosa de expresión («My mind beats on, but no words come» son sus primeras palabras). El sur al que huye llevará a término estas contradicciones. En su puesta en escena, Willy Decker cuenta esta historia, la de los autores (¡y no otra, como ocurre a veces!), con verdadera maestría. Teatro de pocas cosas muy medidas.
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