La Nacional
En el cambio de siglo XIX al XX, cuando soñaban un futuro mejor, los patriarcas de nuestra música (los Barbieri, Bretón, Conrado del Campo, Monasterio, Arbós...), imbuidos de espíritu regeneracionista, solían hablar de tres carencias «que algún día...»: un público sensible al género “di camera”, o “de salón”, como decían entonces; una ópera española, parecida en ambición y prestigio a la italiana, la alemana o la francesa, pero cantada en nuestro idioma y atenta a nuestra circunstancia; y una orquesta de carácter nacional. Pasado un siglo y pico (pasados cuatro o cinco regímenes, una guerra y una brecha que aún supura) esos tres anhelos se han visto cumplidos. Tenemos una vida camerística notable, con fenómenos de primer nivel internacional, como el Liceo de Cámara, el Instituto de Música de Cámara de Madrid o los cuartetos Casals y Quiroga; tenemos tres o cuatro teatros de ópera de primera división y otros tantos compositores operistas (el Teatro Real acaba de estrenar a uno de ellos, Mauricio Sotelo) que se enfrentan a la página en blanco con suerte parecida a la de sus colegas de otros países de larga tradición ; y, pese a estar la nación en estado discutido y discutible, tenemos una Orquesta Nacional de España —la ONE, la OCNE o, sencillamente, la Nacional— en buena forma. La Sinfónica de RTVE, que es también de ámbito nacional, aunque de otra manera, las ha pasado canutas recientemente y afronta ahora una fase renovada y esperanzada.
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La Nacional también pasó lo suyo. Nació con la nación partida en dos, creció con media España fuera de juego —o fuera, sin más— y durante décadas fue un zarzal pinchudo, antipático en su rigidez administrativa y musical. Sus asperezas hicieron infructuoso el trabajo de grandes mentes de la cultura que la gestionaron y de directores de oído fino que se subieron a su podio. Pero todo es agua pasada. La administración se terminó por pacificar y Josep Pons logró terminar con éxito musical y calma institucional un largo “stint” de once años. Aún más asombroso: logró dar racionalidad y orden a su propia sucesión, abriendo la puerta, aunque fuera a trancas y barrancas, al nuevo director titular, David Afkham, que está dirigiendo de vez en cuando la Orquesta como invitado y se hará cargo de ella en otoño. El hecho es que la Orquesta Nacional es ahora un instrumento flexible que responde con sonido de gran calidad a batutas y proyectos de diverso signo. En las últimas semanas la hemos oído sonar con sonido Koopmann, en la Misa en si menor de Bach, entrar con Afkham en un Shostakovich poco conocido, la “Cuarta sinfonía”, vender con solvencia un estreno de Nico Muhly, que viene a ser un cruce de Philip Glass y John Corigliano y, unos meses antes, darle réplica a un violinista sui generis, como es Daniel Hope, en unas “Estaciones” de Vivaldi remixeadas por Max Ricther. Algunos de ellos son proyectos discutibles, pero la Orquesta se ha amoldado a todos con esperanzadora capacidad e ilusión. La nación, no sé, pero la Nacional parece bien encaminada.