Crear o no crear
Esa es la cuestión. ¿Puede uno ser artista y no crear? Estrictamente hablando, no, porque desde hace un par de siglos las nociones de artista y de creador cabalgan nuestra mente juntas. Pero en este oficio tan raro que es el arte, rara es la ocasión que tenemos de hablar estrictamente. Artistas los hay de muchos tipos, porque el arte es una gema de muchas facetas. El dios del arte se presenta bajo diversas advocaciones y su servicio requiere sacerdocios de diverso orden: el pintor que imagina y pinta el cuadro, el marchante o el “curator” que lo compra, lo encarga o lo cuelga, el iluminador que lo ilumina, el espectador que lo mira y lo recrea y todos los oficios/sacerdocios correspondientes en música y en teatro. ¿Todos son creadores? Yo creo que todos ellos contribuyen a la movida creadora pero crear, lo que se dice crear —hacer que exista un mundo a partir de nada (o de poco)—, solo crea uno: ese al que llamamos autor. También, creador. Ese es el único que se enfrenta a la página en blanco. Lo escribimos con ce minúscula para referirnos a aquéllos que crean universos, digamos, poéticos, y con ce mayúscula para aquél que creó el universo, digamos, prosaico, el universo propiamente dicho. En ese sentido, creadores son por igual Zurbarán, Pollock, Molière, Proust, Monteverdi, Wagner o Stockhausen. Los universos creados por Zurbarán y Pollock llegan por sí mismos al espectador, pero los demás, no. Para hacernos conocer sus universos, Molière, Mozart, Chopin o Petipa no se bastan solos. En estas artes, que llamamos escénicas —o, como juro que he oído decir, “performativas”— surge un tipo de creatividad peculiar: la de los intérpretes. Los actores, bailarines, directores de escena, pianistas, violonchelistas, directores de batuta y demás “performadores”, están obligados a aportar inmenso oficio, arte y creatividad, pero no son creadores en puridad, porque su cometido no es crear un universo donde antes lo había, sino animar, o poner en pie, un universo que previamente ha creado otro: el autor. En el teatro y en la ópera —no en la música sinfónica o de cámara— se ha impuesto en los últimos tiempos la tendencia de los intérpretes a comportarse como creadores, a abandonar su carril propio e invadir el de al lado, el del autor, que se deja, porque suele estar muerto. Pasa entonces que los carteles ya no le invitan a uno a ver La tempestad de Shakespeare sino la de Calixto Bieito.
[caption id="attachment_699" width="510"] "El director no debe crear"[/caption]
A mí no me gusta esa tendencia. Por eso me llamó tanto la atención la frase de Riccardo Muti con la que Rubén Amón tituló su magistral entrevista con ocasión de la reciente actuación del maestro en Oviedo: «El director no debe crear», dijo Muti. No es cuestión de humildad, concepto que a don Riccardo no puede quedarle más lejano. Sencillamente, a ningún director musical actual se le ocurriría tocar fa donde Beethoven decidió escribir sol. Ni al mismísimo Karajan en la cumbre de su poder se le hubiera ocurrido algo así. Me encantaría que Lope y Calderón recibieran el mismo trato. Me encantaría que los directores de escena procedieran en esto igual que los directores de música, pero ya sé que no caerá esa breva.