Qué raro es todo! por Álvaro Guibert

Óperas nuevas

29 marzo, 2017 16:52

En unas pocas semanas se han estrenado en Madrid tres magníficas óperas españolas, novedosas las tres y muy distintas entre sí. Su éxito ayuda a reconciliar nuestro siglo con el viejo arte del teatro musical. La primera, Siempre/Todavía de Alfredo Aracil, ya se ha comentado aquí. Las otras dos son producciones del Teatro Real: La ciudad de las mentiras de Elena Mendoza y Le malentendu de Fabián Panisello.

[caption id="attachment_844" width="560"] Le malentendu, de Fabián Panisello[/caption]

Suele decirse que la ópera es un género admirable porque representa el arte total, la suma de teatro,música, poesía, plástica, danza... A mí eso me impresiona poco. Lo total es más grande, pero no necesariamente mejor que lo parcial. En política, por ejemplo, la aspiración a lo total no ha traído más que espanto y tragedia. Total o no, la ópera me atrae porque es un arte plural. Polifónico. Asistir a una ópera se parece a oír un motete de Victoria o de Morales. En el motete, se nos presenta una sola melodía cantada simultáneamente, con leves variantes y desfases, por cuatro o cinco voces superpuestas: una o dos sopranos, contralto, tenor, bajo. De igual manera, en una ópera se nos presenta una sola historia contada simultáneamente, con leves variantes y desfases, por cuatro o cinco artes superpuestas: teatro, música, poesía, danza, vídeoarte... Lo que me remueve en la silla no es la monumentalidad de la suma, sino la pluralidad siempre sorprendente de las partes. No la cuerda, sino las hebras que la componen, sus nudos y revueltas, que parecen giros de caleidoscopio.

En El malentendido disfrutamos de este arte plural: tanto la música de Panisello, como el libreto compilado por Juan Lucas, el planteamiento escénico de Christiph Zauner, la escenografía de Diego Rojas y el vídeo de Chris Ziegler, cuentan la historia de Albert Camus con suficiente fidelidad para tener sentido y con suficiente autonomía para tener pendiente al espectador. La historia es uno que vuelve a casa, a su madre y su hermana, al desengaño y la muerte. Pero lo más atractivo de esta ópera me pareció la pluralidad de la música en sí. Además de los recursos que dan estilo a la música de Panisello desde hace años (patrones de repetitividad leve y orgánica, juegos espectrales donde conviven lo tonal y o atonal) nos deslumbra en El malentendido la idea polifónica de la creación. Muchas de las frases se nos dan desplegadas en tres o cuatro hebras distintas que se superponen y se frotan: la frase la canta un cantante, la subraya la orquesta, la confirma (o contradice) la cinta de sonidos electrónicos. Las variantes suelen estar coloreadas con riqueza y precisión y su parentesco es unas veces cercano y otras lejano; los unísonos pueden ocurrir al principio, en medio o al final de la frase, con sus aproximaciones y separaciones.

El efecto conjunto es avasallador, por riqueza de matices y profundidad de perspectiva. La otra virtud que impresiona en la escritura musical de esta ópera es el canto. En El malentendido se canta mucho—lo que no ha de darse por hecho en ópera contemporánea— y con magníficos cantantes, por cierto—El canto sirve al texto literario con las viejas artes de Monteverdi puestas al día con un acierto que me hace pensar en Britten y en Eötvös. Curiosa reunión de contrarios: polifonía y melodismo, Palestrina abrazado a Monteverdi. Hay hallazgos inolvidables, como la estremecedora nana —"Il dort!"— que la madre asesina le canta a su hijo. En realidad es un dúo de madre hermana con la resonancia ua-ua del vibráfono. Suena con inocencia infantil, con las terceras menores propias de las canciones de corro, eludiendo (y, por lo tanto, amplificando), la tremenda presencia del cadáver. Me recordó a la niña del final de Wozzeck. Alban Berg la pone a jugar ajena al horror que la rodea.

[caption id="attachment_845" width="560"] La ciudad de las mentiras, de Elena Mendoza[/caption]

Poco antes, el Teatro Real presentó otra estupenda ópera novedosa: La ciudad de las mentiras de Elena Mendoza. De nuevo la polifonía. En este caso, de historias. Mendoza construye su ópera trenzando cuatro historias distintas de Juan Carlos Onetti. También se trenzan en esta cuerda la verdad y la mentira. O las mentiras, incluidas las del arte, que vienen en mil formas y colores. Vemos a cuatro mujeres que se hacen autoras de su realidad inventándola, soñándola, fotografiándola o delirándola. Cuatro formas de ficción que les permiten sobrevivir. La poesía tiene que ser siempre mentira existencial; si no, caería en irrelevancia. La poesía convierte la mentira en creación, en cosmogonía. Onetti lo hace ver como nadie y Elena Mendoza ha sabido hacerlo sonar. En esta ópera, a diferencia de la de Panisello, se canta poco. Da igual. Los protagonistas además de cantar,actúan, hablan e incluso tocan instrumentos, como en la Luz de Stockhausen. A diferencia también de la otra, que es muy de autor, ésta es de autoría colectiva: está creada al alimón entre la compositora y el director de escena, Matthias Rebstock. También contiene hallazgos inolvidables: la preciosa escenografía de Bettina Meyer, que sitúa cuatro escenarios conectados por escaleras Escher; el camarero/percusionista que pone la mesa mientras todos sus movimientos son imitados por una música onomatopéyica, divertida, tipo Tom y Jerry; el magnífico globo sonoro que se levanta en la sala cuando siete u ocho protagonistas se agolpan sobre el arpa de un piano de cola, a frotar con fruición las cuerdas armados de bolas de goma.

De estos tres estrenos sale uno con la sensación de que siempre habrá ópera. Nunca dejaremos de saborear mentiras.

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