Víctor Botas: poemas, máquinas de eternidad
En «Asturcón», el poema que cierra Historia Antigua, su libro de 1987,
encontramos al menos un par de las claves esenciales de la poesía de Víctor Botas
(Oviedo, 1945-1994). El gusto por la ambientación «romana», como punto de
partida; una ambientación que sin duda delata la pasión de Botas por un momento
histórico y una literatura pero que, sobre todo, le permite, mediante el truco de
situar acciones hodiernas narradas con lenguaje contemporáneo en aquella época,
subrayar la ironía y el absurdo de ciertas situaciones sin necesidad de más gesto
que subrayar lo fugaz de su importancia. Es la «sonriente coña beatífica» a la que
se refiere en el último verso de ese poema, que es marca de la casa y uno de los dos
ejes de su poesía.
Porque Víctor Botas, que en efecto tenía mucho de la ironía de
Marcial y la misma facilidad para hacer poesía con palabras procaces que
demostrara Catulo, era, sobre todo (incluso en los momentos de más «coña beatífica»)
un elegíaco hondo y solemne. En sus libros, a menudo los poemas coñones sirven de
contrapunto a sus poemas más elegíacos, como si su autor se diera cuenta de que se está
poniendo demasiado solemne y por modestia o vergüenza decidiera rebajar un poco el
tono de su elegía. En Retórica (2002), el último libro que el autor vería publicado (Las
rosas de Babilonia se editó de forma póstuma) los grandes poemas son elegías:
así, «Roma», a un amor no vivido; «Variación sobre un tema de Tu Fu», que tiene algo
de instrucciones para construir una elegía; o «Palabras para una despedida». Son los tres
grandes poemas del libro. Hay otras elegías menores, haikus, poemas más o menos
paisajísticos, humorísticos poemas en los que llama Cástor y Pólux a sus hijos. A
menudo, Botas usa palabras o expresiones coloquiales («qué demonios», «hacer
gárgaras») cuando nota que el poema se eleva demasiado, cuando siente que bordea lo
cursi. El recurso, probado ahí, funciona también en los poemas mayores, pero en esos
ya no se recurre a él en los finales de los poemas, sino que Roma parece salida de un
ataque epiléptico o hay que echarle el guante antes que nadie al jefe (parafraseo las
escasas concesiones coloquiales de esos poemas) pero siempre en lugares más
escondidos del poema, dejando el sello de la casa pero dejando claro que esos poemas
van a otro lugar, buscan algo (mucho) más que un anticlímax retórico.
Para mí, esta es la gran lección de la poesía de Víctor Botas. Los tiempos
han vuelto ridícula la solemnidad, sí. No aceptamos ninguna verdad si quien la
enuncia no ha sido antes de capaz de ponerse a prueba a sí mismo, y tal parece
que la única manera de demostrar haber dado ese paso sea ser capaz de reírse de
uno mismo. Pero esa risa no es más que un síntoma. La poesía de Botas nos dice:
lo que importa, siempre, es esa verdad que el poema comunica. Que la fórmula
debe incluir esas gotas de sonriente coña beatífica, de acuerdo. Pero es sólo eso: un
ingrediente. Botas sabía muy bien que la única forma de ser moderno es entender uno
las novedades verdaderas de su propio tiempo no para entregarse a ellas sin crítica, sino
para incorporarlas al acervo.
La importancia de la poesía de Víctor Botas se ha ido asentando con el paso de
los años, que han acumulado estudios sobre su obra. Sin embargo, es ahora cuando su
poesía completa, después de un par de ediciones en Llibros del Pexe (más una antología
en Trabe) se edita por primera vez fuera de Asturias, en una nueva y lujosa colección de
la editorial La Isla de Siltolá, empeñada en desmentir con actos que la crisis afecte a la
poesía. Del inicial y elegíaco Las cosas que me acechan al último Botas, no menos
elegíaco, algo más libresco y sólo un punto menos borgiano, igual de coñón, de Las
rosas de Babilonia, editado de forma póstuma al cuidado de José Luis García Martín, su
primer lector y editor.
Fue en 1994 cuando empecé a pasar por la tertulia Óliver, donde se hablaba
de todo menos de poesía. La poesía la ponía la pila de libros que llevaba para repartir
José Luis García Martín, rector magnífico del cenáculo. Allí estaban Xuan Bello,
Pelayo Fueyo, Marcos Tramón, José Luis Piquero, Silvia Ugidos, Javier Almuzara,
Vicente García... Uno de los fijos era Botas, siempre con algún comentario socarrón en
la punta de la pipa. La última vez que lo vi fue a la puerta de una cafetería de la calle
Uría: se había enamorisqueado, como al parecer hacía frecuente e inocentemente, de
una muchacha, y allí estaba a la espera de hacerse el encontradizo (no entraba en la
cafetería para no gastar en balde el dinero de una consumición)... A las musas, lo justo;
encuentros casuales que llevar a los poemas como símbolo de la fugacidad de todo.
Cuando me acuerdo de él, lo imagino aún a la puerta de aquella cafetería: esperando
el fugaz encuentro con la musa de turno para robarle apenas una sonrisa y dejarla con
ella en la boca mientras él se va corriendo a dejarla en un poema, la forma de eternidad
más perfecta (pocos lo tuvieron tan claro como él) que existe. Otra cosa será lo que la
eternidad importe. A Botas (a quien sin duda le importaba) un buen puñado de poemas
memorables se la garantizan. No creo que hubiera pedido más.