Rima interna por Martín López-Vega

Víctor Botas: poemas, máquinas de eternidad

2 julio, 2012 02:00

En «Asturcón», el poema que cierra Historia Antigua, su libro de 1987, encontramos al menos un par de las claves esenciales de la poesía de Víctor Botas (Oviedo, 1945-1994). El gusto por la ambientación «romana», como punto de partida; una ambientación que sin duda delata la pasión de Botas por un momento histórico y una literatura pero que, sobre todo, le permite, mediante el truco de situar acciones hodiernas narradas con lenguaje contemporáneo en aquella época, subrayar la ironía y el absurdo de ciertas situaciones sin necesidad de más gesto que subrayar lo fugaz de su importancia. Es la «sonriente coña beatífica» a la que se refiere en el último verso de ese poema, que es marca de la casa y uno de los dos ejes de su poesía.

Porque Víctor Botas, que en efecto tenía mucho de la ironía de Marcial y la misma facilidad para hacer poesía con palabras procaces que demostrara Catulo, era, sobre todo (incluso en los momentos de más «coña beatífica») un elegíaco hondo y solemne. En sus libros, a menudo los poemas coñones sirven de contrapunto a sus poemas más elegíacos, como si su autor se diera cuenta de que se está poniendo demasiado solemne y por modestia o vergüenza decidiera rebajar un poco el tono de su elegía. En Retórica (2002), el último libro que el autor vería publicado (Las rosas de Babilonia se editó de forma póstuma) los grandes poemas son elegías: así, «Roma», a un amor no vivido; «Variación sobre un tema de Tu Fu», que tiene algo de instrucciones para construir una elegía; o «Palabras para una despedida». Son los tres grandes poemas del libro. Hay otras elegías menores, haikus, poemas más o menos paisajísticos, humorísticos poemas en los que llama Cástor y Pólux a sus hijos. A menudo, Botas usa palabras o expresiones coloquiales («qué demonios», «hacer gárgaras») cuando nota que el poema se eleva demasiado, cuando siente que bordea lo cursi. El recurso, probado ahí, funciona también en los poemas mayores, pero en esos ya no se recurre a él en los finales de los poemas, sino que Roma parece salida de un ataque epiléptico o hay que echarle el guante antes que nadie al jefe (parafraseo las escasas concesiones coloquiales de esos poemas) pero siempre en lugares más escondidos del poema, dejando el sello de la casa pero dejando claro que esos poemas van a otro lugar, buscan algo (mucho) más que un anticlímax retórico.

Para mí, esta es la gran lección de la poesía de Víctor Botas. Los tiempos han vuelto ridícula la solemnidad, sí. No aceptamos ninguna verdad si quien la enuncia no ha sido antes de capaz de ponerse a prueba a sí mismo, y tal parece que la única manera de demostrar haber dado ese paso sea ser capaz de reírse de uno mismo. Pero esa risa no es más que un síntoma. La poesía de Botas nos dice: lo que importa, siempre, es esa verdad que el poema comunica. Que la fórmula debe incluir esas gotas de sonriente coña beatífica, de acuerdo. Pero es sólo eso: un ingrediente. Botas sabía muy bien que la única forma de ser moderno es entender uno las novedades verdaderas de su propio tiempo no para entregarse a ellas sin crítica, sino para incorporarlas al acervo.

La importancia de la poesía de Víctor Botas se ha ido asentando con el paso de los años, que han acumulado estudios sobre su obra. Sin embargo, es ahora cuando su poesía completa, después de un par de ediciones en Llibros del Pexe (más una antología en Trabe) se edita por primera vez fuera de Asturias, en una nueva y lujosa colección de la editorial La Isla de Siltolá, empeñada en desmentir con actos que la crisis afecte a la poesía. Del inicial y elegíaco Las cosas que me acechan al último Botas, no menos elegíaco, algo más libresco y sólo un punto menos borgiano, igual de coñón, de Las rosas de Babilonia, editado de forma póstuma al cuidado de José Luis García Martín, su primer lector y editor.

Fue en 1994 cuando empecé a pasar por la tertulia Óliver, donde se hablaba de todo menos de poesía. La poesía la ponía la pila de libros que llevaba para repartir José Luis García Martín, rector magnífico del cenáculo. Allí estaban Xuan Bello, Pelayo Fueyo, Marcos Tramón, José Luis Piquero, Silvia Ugidos, Javier Almuzara, Vicente García... Uno de los fijos era Botas, siempre con algún comentario socarrón en la punta de la pipa. La última vez que lo vi fue a la puerta de una cafetería de la calle Uría: se había enamorisqueado, como al parecer hacía frecuente e inocentemente, de una muchacha, y allí estaba a la espera de hacerse el encontradizo (no entraba en la cafetería para no gastar en balde el dinero de una consumición)... A las musas, lo justo; encuentros casuales que llevar a los poemas como símbolo de la fugacidad de todo. Cuando me acuerdo de él, lo imagino aún a la puerta de aquella cafetería: esperando el fugaz encuentro con la musa de turno para robarle apenas una sonrisa y dejarla con ella en la boca mientras él se va corriendo a dejarla en un poema, la forma de eternidad más perfecta (pocos lo tuvieron tan claro como él) que existe. Otra cosa será lo que la eternidad importe. A Botas (a quien sin duda le importaba) un buen puñado de poemas memorables se la garantizan. No creo que hubiera pedido más.

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