Zbigniew Herbert, el poeta sin ombligo
Pocas alegrías tan grandes me he llevado como lector como la aparición, por fin, de
la Poesía completa de Zbigniew Herbert (Lumen). Un tomo precioso (un poco menos,
por lo menos atrevido, que la edición norteamericana que copia) y con algún pero
menor (no haber incluido, por ejemplo, el prólogo de Adam Zagajewski de aquella)
y miles de elogios y agradecimientos posibles, el mayor de ellos para el traductor,
Xaberio Ballester, que ha dado con tono y matices (como ya hiciera en aquella
antología que publicó Hiperión hace años) y nos regala un Herbert exacto e
impecable. Se lo decía hoy en broma a un amigo: yo ya no hablo de poesía con
nadie que no se haya leído este libro. Ya no hay excusa...
Herbert es uno de los cuatro nombres esenciales de la más grande generación poética
del siglo XX; los otros son Wislawa Szymborska, Czeslaw Milosz y Tadeusz Rózewicz.
Hay algo común a los cuatro, el peso de la historia sobre sus hombros; y algo distinto,
su forma de afrontarlo.
Entre los textos de Zbigniew Herbert que sólo las ediciones más recientes de su prosa
completa han recogido hay uno de especial importancia: «La presencia de la historia».
En muchos de sus poemas Herbert usa la coartada cavafiana de situar la acción en
tiempos más o menos vagamente clásicos, incluso con referencias concretas, como
también hace Joseph Brodsky. Es la primera de las antinomias en las que Stanislaw
Baranczak, autor de un libro esencial sobre su poesía, Un fugitivo de la utopía, ve las
claves de la poesía de Herbert: la oposición temporal entre el presente (ramplón) y un
pasado más esplendoroso. Quizás la esencial sea la que se fija en Herbert como en
un autoproclamado «bárbaro» que en sus poemas recurre a la herencia cultural
de Occidente: en palabras de Baranczak, «lo que hace que la voz poética de
Herbert sea única y valiosa es una contradición fundamental entre su apego a los
valores de la herencia cultural europea y su conciencia del irreversible estado de
desheredad de la europa del Este». Otras antinomias de las subrayadas por Baranczak
son: mito frente a experiencia, blanco frente a gris, luz frente a sombra, aire frente a
tierra, abstracto frente a tangible, ornamental frente a verdadero. Ciertamente, todo
acercamiento teórico resume y simplifica y en realidad la poesía de Herbert se mueve en
la infinita gama que hay entre esos extremos, pero esas son unas coordenadas bastante
exactas.
En «La presencia de la historia» afirma Herbert: «Todos somos, en definitiva,
todos sin excepción, parte de la historia o, para usar una imagen macabra, prisioneros
de la historia. Para ser más precisos, no todos: algunos parecen gozar aún de una
libertad ilusoria, otros se encuentran bajo investigación, algunos están aún en el
banquillo. Por lo que a mí respecta, ya he recibido un veredicto negativo. Tras el
veredicto tienes mucho tiempo, las tareas diarias y las preocupaciones dejan de tener
mucho sentido, de modo que tienes mucho tiempo para dedicarte a estudios serios -
sobre el funcionamiento de la prisión, por ejemplo- o puedes simplemente filosofar.
No sólo el libro de Boecio, muchos otros libros valiosos han sido escritos en
circunstancias similares». Herbert, que también habla de «la desaparición de la
conciencia histórica en la sociedad industrial» tiene sin embargo otra prevención,
además de la que le provocan las manías del realismo socialista: «Parece que estemos
todos fascinados por nuestra propia excepcionalidad, por la sensación de que hemos
vivido tiempos únicos, sin analogía posible con todo lo que ocurrió antes». Herbert se
lamenta de no poder obtener modelos de los hechos del pasado, de la forma de
comportarse de los antepasados. «Una de las razones reales por las que miramos el
pasado con distancia es que buena parte de los europeos no tenemos razones
especiales para sentirnos orgullosos de lo ocurrido en nuestro continente durante
las últimas décadas». Debajo de su ironía, de su visión desacralizadora, está dejando
una mirada que esconde una profunda fe en la vida y en la poesía, disfrazada con esa
ironía porque si no los tiempos no la admitirían. ¿Qué busca entonces Herbert? De
nuevo en sus palabras: «Creo que incluso en la prisión de la historia en la que estoy
recluido es posible comportarse de manera digna o indigna. Y creo que a pesar de todas
las reservas, dudas y problemas que he afrontado y de los que la historia nos provee, no
podemos hacernos a un lado o decir que ya pensaremos en ello en un momento mejor,
más propicio». ¿Qué pide? «Un hombre nuevo para tiempos nuevos. Un nuevo Adán
que se siente bajo el árbol del conocimiento desnudo, inocente... y sin ombligo».
Si no lo han hecho ya, léanlo. Sólo hubo diez o doce poetas de su altura el siglo pasado.
Y sólo uno era él.