Sergio Fernández Salvador y el peso de las palabras
14 octubre, 2013
09:52
Sergio Fernández Salvador (León, 1975) sabe algunas lecciones de Pero Grullo que no todos los poetas tienen por tan obvias. A saber, que si la poesía se hace con palabras está bien saber el peso de cada una, su lugar exacto; y que además el diccionario y la boca de las gentes están llenas de ellas. Hay en Lo breve eterno (La isla de Siltolá), su segundo libro de poemas, muchas que suenan a agua fresca de poco oídas. El poeta ama, entre otras muchas cosas, pero más que a la mayoría de ellas, las palabras. Las distingue por su significado, sí, pero también por su sonido; sabe de dónde vienen y quién suele decirlas. Sabe si están mimadas u olvidadas, conoce el efecto preciso que tendrá utilizar cada una de ellas y no otra. Lo breve eterno es, sobre todo, un canto a la hermosura de las palabras. No es en vano que el primer poema del libro, titulado Ofrecimiento, sea un canto precisamente a las palabras:
Tú, frase ajena y para siempre mía;
vosotros, claros versos memorables
en el tronco del alma tatuados;
y tú, palabra huérfana –adehala, seroja-
que levantaste un puente y yaces hoy
a un lado del camino:
si venís
a mi verso os ofrezco –ya palabras
a hecho, sin distingos-
la íntima aventura repetida
de decir como nunca lo de siempre,
de cifrar lo que importa en lo que pasa,
y en los días mejores, alimento
de verdad y belleza y abrigo bajo el techo
de otras compañeras.
Más gano yo: daréis
luz a mis soledades, compañía a mis noches [...].
Y hay muchas más cosas en este libro, claro. De entre el vocabulario que Fernández Salvador rescata o reanima destacan los términos campestres. Quizás habría que buscarle un compañero (puestos a ello) en el poeta soriano Fermín Herrero, aunque la poética de Fernández Salvador pueda remitir más a un Miguel d’Ors (en ciertos modos celebratorios y a la vez melancólicos) pero recuerda sobre todo el decir de los clásicos (casi nada). Por hablar de otro poeta español, a mí me recuerda en algunos pasos algunos excelentes poemas de Agustín Pérez Leal, cantor de las cosas del tiempo y de Horacio.
Fernández Salvador aplica su poética a las pequeñas cosas. Almendras, níscalos, la lluvia... son algunos de los merecedores de sus versos. Es difícil elegir tan sencillo tema: hace falta ser muy Andrés Trapiello (o antes, muy Antonio Machado, muy Emily Dickinson) para hacer un gran poema de una rama desnuda, de un olmo seco. Claro, el truco es que el poema arranque en algo nimio para acabar por ser el corazón de un hombre. No hay temas pequeños, sino poemas pequeños. ¿De cuáles son los de Fernández Salvador? Disfruta uno con su idioma sin necesidad de acabar de clasificarlos, así que dejo al lector con un poema titulado Canción, tilos que tiene algo del celebratorio último Vicente Gallego (y no es poco tener) y decidan ustedes mismos.
Ha querido el azar, que no es azar,
reunirnos en mi gloria. Yo no sé
en qué arduo varadero
de la conciencia tácita ivernabais
o si dormía yo.
Pero sonaste,
canción, y de tu mano
sentí que me quitaban
de encima un feje de años.
Y tú, áspera
fragancia de los tilos,
tan a casi verano,
certera me alcanzaste donde duele,
por qué aire o rocío disparada.
E inerme me dejasteis, canción, tilos,
y nunca tan yo y otro, y escenario
y no simple testigo del portento –una música
que avivaba un aroma
que avivaba la música-,
milagro repetido e irrepetible,
regalo del azar, que no es azar.