Rodrigo Olay, camino de la voz
Rodrigo Olay (Noreña, 1989) se estrenó como poeta en el año 2011 con el libro Cerrar los ojos para verte, en el que daba muestras de un singular conocimiento de la artesanía poética clásica. Ahora, tres años después, La Isla de Siltolá ha dado a la imprenta su segundo libro, La víspera, que le ha valido una cesta de elogios entusiastas en blogs más o menos carcas y alguna que otra colleja, como la de José Luis García Martín.
Sin duda, es mucho lo prometedor que hay en la poesía de Rodrigo Olay; y poco, todavía, lo personal. Lo prometedor es un autor con un conocimiento razonable de la tradición occidental clásica y con unos referentes contemporáneos que habría, tal vez, que actualizar. Leyéndole, viendo los autores a los que se refiere, a los que cita, parece haber un salto entre los clásicos (que podemos entender, como diría Juan Bonilla, como “los que se estudian en clase”) y unos cuantos autores estrictamente contemporáneos y españoles. Se nota que Olay ha leído mucho a Horacio y a Miguel d’Ors, a Gonzalo de Berceo y a Javier Almuzara. Pero uno sospecha al notar bastante menos a Eliot o a Auden, a Milosz o a Anne Carson, por poner algunos ejemplos.
Olay recurre al verso libre de raigambre clásica para escribir poemas sobre algunos temas eternos: el amor, la familia, la amistad... con un tono cercano, coloquial y culturalista que recuerda (¿demasiado?) el tono de poetas como Miguel d’Ors, Víctor Botas o Fernando Ortiz. Hay alguna que otra ingenuidad (disculpable) y, en general, la sensación de que Olay ha dado un paso más desde su primer libro, que era un buen cuaderno de ejercicios, a un libro que es puente ya con la voz personal. Entiéndaseme: no perderá el tiempo quien lea La víspera por más que aún sea eso, víspera. Hay ráfagas de talento aquí y allá, emoción verdadera, una mirada honesta. Pero aún falta camino: entender que un conocimiento (y uso) cabal de la forma poética incluye el mal llamado verso libre, con todas sus variantes; que ser capaz de escribir haikus, endecasílabos, alejandrinos... por sí solo no es escribir poemas, sino hacer el pino. En definitiva, algo por aprender, algo por vivir, pero lo fundamental ya está aquí. De su capacidad para ponerse en cuestión a sí mismo depende que llegue a ser un poeta personal o sólo el más joven de los biempeinados imitadores del gran Miguel d’Ors, esos que él tanto decía que le fastidiaban cuando era más joven y reclamaba (en los demás, eso sí) menos lluvia y más Divinas Comedias.
Dejo como ejemplo de lo que encontrará en el libro el poema “Nephentes”:
En la Odisea, Homero nos descubre
la imprevista existencia de una planta
que en las manos precisas es capaz
de dar un jugo antiguo con que puede
adormecerse la melancolía.
Es la planta Nephentes. El olvido
cuya infusión bebía cada luna
Helena, la de los hermosos pechos,
herida de nostalgia para siempre.
Dónde estará esta noche ese licor.