Desde que en 1995 publicase Preparativos para un viaje (ganador aquel año del premio Adonáis) la poesía de Ana Merino (Madrid, 1971) ha ido creciendo en torno a una muy particular variante de la poesía de la experiencia. Muy consciente de que todo adulto esconde dentro a un niño asustado por el mundo de afuera, al que el adulto se enfrenta, su poesía está –y en ello reside su originalidad- escrita desde la mirada de esa niña escondida, en constante diálogo con el adulto que vive la vida exterior. En los poemas, a veces escuchamos más una voz, a veces otra, pero siempre lo que escuchamos es el fruto de ese diálogo. Por eso la imaginería de los poemas de Ana Merino abunda en referencias al mundo de la infancia, y no en vano tituló uno de sus libros Juegos de niños. También eso le da la excusa para utilizar palabras y expresiones manidas por la poesía de siempre (“el río del olvido”, “la belleza de las sombras”, “romper hechizos”…) de un modo que hace no sólo que el tono no decaiga, sino que otorga unidad y forma a esa voz que es un coro de todas sus edades.
Un coro, de todos modos, en el que siempre hay una voz que sobresale y da personalidad a cada libro de su autora. En Los buenos propósitos (Visor), su última entrega, la niña parece amenazar con callar para siempre o crecer. Uno de los poemas más significativos del conjunto, “Extinción de las sirenas”, habla de “Un vagón lleno de sirenas, / transparente / como el acuario gigante / donde un coleccionista / guardó las dos últimas ballenas”. Esas sirenas, sin embargo, están muertas: “Flotan sus cadáveres / en la sustancia gelatinosa / que las conserva para siempre / en su belleza / de ilusión extinta”. Los buenos propósitos es un libro de crisis de la madurez, como anuncia "Almas gemelas", uno de los mejores poemas del libro, de la obra de Ana Merino:
El año que te visitaron
los extraterrestres
a mí me secuestró la tristeza;
era una sombra inmensa
parecida a la que proyectan
las nubes cuajadas de tormenta,
una sensación ominosa
de abismo en la garganta
que me hacía escupir
amargura y flemas.
Hubiera preferido encontrarme
con seres intergalácticos
llenos de luz
y que me diesen
el don de la dicha
anidando en las palmas
de mis manos;
aprender con un gesto
a curar el aura gris
y sus dolencias.
Ese año en el que los planetas
abrieron sus compuertas
de mundos paralelos,
a ti te tocaron las estrellas
con su aliento de horizonte habitado
y a mí me despertó la realidad
sudada en los desvelos
del que se siente solo
y ha perdido la fe
que se inventan los rezos.
Los buenos propósitos, el mejor libro que Ana Merino ha dado hasta la fecha, es un catálogo de las emociones humanas, desde la “Curiosidad” al ensimismamiento, de la extrañeza (“Parecidos y extrañezas”) a la megalomanía (“Los desagradecidos”), de la memoria a la desmemoria, y, en definitiva, de una vida que se vuelve de pronto extraña e indescifrable. Más perplejidad que análisis porque la mayoría de las preguntas, ya se sabe, no tienen respuesta. La niña se encoge de hombros, y el adulto contempla la caligrafía del mundo que sabía leer y, de pronto, ya no. Un libro duro que no da respuestas, pero sí es la semilla de una respuesta y, probablemente, el primer paso de un cambio mayor en la siempre admirable poesía de Ana Merino.