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Álex Chico. Foto: Ernesto Escobar[/caption]

Álex Chico (Plasencia, 1980) representa, en la penúltima hornada de escritores españoles, el aprecio casi mitificado por la tradición literaria y sus costumbres más peculiares. Chico nunca renuncia al juego con esa tradición, a la referencialidad continua, a tender puentes y túneles con otras obras en juego casi interminable. Parte de ese juego es su última entrega, Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas (La Isla de Siltolá). Un libro que se nos presenta (sólo en páginas interiores: en cubierta y portada el nombre que aparece es el de Álex Chico, suya es la fotografía que acompaña el volumen) como obra de un tal E. P., un pseudo-apócrifo que ya había usado antes y que vuelve ahora para confesarle que “la parte esencial de su producción literaria, aquella que estimaba clave a la hora de entender su propia obra, la había condensado en las posdatas de las múltiples cartas que había escrito a lo largo de su vida”. Esas posdatas, se supone, estaban tomadas de una serie de libros del autor, que Chico recupera y antologa ahora con indicación del libro al que pertenecían.

Fiel a sus genealogías, uno de esos libros recibe el título de En préstamo, y en él recopila y comenta citas de otros escritores:

 

“El escritor ve la fábula, pero no puede ver la moraleja”, dijo Kipling. Es cierto. En mi vida he manejado siempre una misma historia. He invertido todo este tiempo en contar sólo un suceso, del que no tengo ni la más remota idea de lo que significa.

Una fábula sin moraleja, así se resumen todos y cada uno de los libros que me preceden.

 

En este y el resto de los fantasmagóricos libros de E. P. traza Chico una completa reflexión sobre la escritura, y aunque no todos los fragmentos incluidos hablen de ese proceso (ni siquiera todos tienen que ver, en un sentido estricto, con la literatura) acaba por elaborar un tratado de su relación con la literatura y el mundo. Un libro de aforismos, ahora que están de moda, acompañados por algunas reflexiones más amplias y envuelto en una capa de ficción libresca, en el que todo el envoltorio entretiene pero en el que subrayamos sobre todo algunas frases certeras sobra la existencia. No sé si Chico verá este libro como menor en el conjunto de su obra, que ya no es breve, pero es central para entenderla y tal vez el mejor punto de entrada a ella.

 

Pienso en Maurice Blanchot y me pregunto si al escribir nos hacemos legibles a los demás e indescifrables a nosotros mismos.

Mi única originalidad consiste en pasar como propias citas ajenas. En eso reside la destreza de un escritor: en que el lector piense que ha sido el primero en decirlas.

Todo pasado vuelve. Todo lo envuelve un pasado que no regresa.

En una ocasión encontré a E. P. recortando imágenes de una revista. Me dijo que, en realidad, estaba escribiendo. Dos días más tarde volví y pude verlo en su escritorio, con su máquina de escribir Olivetti. Me dijo que estaba mirando viejas fotografías.

Para eso sirve, si es que sirve para algo, la literatura: para recomponer o para dar sentido a las piezas que previamente hemos roto.

Nadie puede escribir hasta que no ha perdido un lugar.

Habitamos dos tipos de libros: aquellos que nos gustaría haber escrito y aquellos que desearíamos haber pensado.