El exhibicionismo a que incitan las redes sociales viene convirtiendo en moneda cada vez más común un término hasta hace poco reservado a los diccionarios de parafilias sexuales: el candaulismo. Se llama así al impulso a exponer a la mirada de terceros a la propia pareja sexual en situaciones de intimidad, ya sea con o sin su consentimiento. Las redes están llenas de fotografías y de vídeos colgados por hombres y mujeres que se excitan con la sola idea de que otras personas contemplen a su pareja ya desnuda, ya en actitudes o con atuendos provocativos, ya practicando sexo.

No se trata tanto de compartir la propia pareja como de exhibirla. Tampoco se trata exactamente de voyeurismo, pues lo que interesa aquí es el placer de quien exhibe su objeto de deseo, no de quien lo contempla.

El término candaulismo deriva de Candaules, nombre de un antiguo rey griego. De él cuenta Heródoto (Historia, I, 6, 8-14), que, hallándose prendido de la belleza de su mujer, no cesaba de encomiarla a su principal valido, Giges. Tan empeñado estaba en que este tuviera constancia de ella que una noche dispuso que se escondiera en su habitación y la observara en todo su esplendor, cuando ella se desnudaba antes de introducirse en la cama.

Constituye una marca de la cultura social contemporánea la creciente pulsión exhibicionista, con su progresiva pérdida de todo pudor

Al joven André Gide le obsesionaba esta anécdota, que inspiró uno de sus dramas: Rey Candaules, estrenado en 1901. Pero la pasión y muerte del rey Candaules (descubierto por su esposa, quien, despechada, empujó a Giges a asesinarlo) ha sido recreada e ilustrada a menudo por escritores, artistas y libretistas de muy distinto pelaje. Es probable que a muchos lectores les suene por el uso que Mario Vargas Llosa hace de ella en su libro Elogio de la madrastra (1988).

La versión de André Gide presenta a Candaules como un esteta movido por un exceso de generosidad. Nietzsche –a quien el joven Gide leyó con pasión– observaba certeramente que “la generosidad excesiva no tiene lugar sin la pérdida del pudor”, y en este sentido hablaba de la generosidad como vicio. Gide parece rondar esta cuestión, que en su caso se atraviesa con la de naturaleza de la vieja amistad entre Candaules y Giges.

El caso es que, más allá de su materia sexual, la historia del rey Candaules constituye un buen punto de partida para explorar lo que a todas luces viene constituyendo, de un tiempo a esta parte, una marca de la cultura social contemporánea: la creciente pulsión exhibicionista, con su progresiva pérdida de todo pudor.

En su diario, Gide habla en algún momento de “generosidad sin moral”. Puede que por ahí vayan los tiros. No es en absoluto casual que el verbo “compartir” sea de curso tan común en las redes. Se “comparten” platos de comida, interiores de vivienda, cuerpos, atuendos, gatos, paisajes. Sin cesar y compulsivamente. ¿Por qué?

Habría que considerar en qué medida lo que llamamos exhibicionismo viene a ser ostentación, entendiendo por ostentación el exhibicionismo del privilegio. Uno puede exhibir sus miserias, pero ostenta sus riquezas. La pulsión ostentatoria parece conceder el carácter de privilegio a aquello que es ostentado, por común que sea. Y es el sentimiento de privilegio lo que está aquí en juego.

Con todo y ser rey, a Candaules no le basta poseer a la que él considera la más bella de las mujeres. Debe “compartir” esa belleza para que de su ostentación emane el privilegio de poseerla.

Los “excesos” de su “generosidad” no obedecen a un imperativo moral, sino a su incapacidad de disfrutar plenamente de la belleza de su mujer si no es experimentándola como privilegio, para lo que le es indispensable la mirada admirativa y deseante de un tercero.