Stanislavblog por Liz Perales

Echanove y Vera unidos por la audacia de escenificar a Quevedo

14 abril, 2017 17:11

[caption id="attachment_1581" width="560"] Un momento de la obra Sueños con Juan Echanove en el centro[/caption]

Sueños trae a primer plano de la actualidad teatral a una figura como Quevedo, rara vez presente en los escenarios. El escritor ha cobrado cuerpo en el actor Juan Echanove, que está enorme, compenetrado con el personaje de manera admirable. El montaje, uno de los retos escénicos más audaces y complejos de la temporada, ha sido ideado por Gerardo Vera y, como podía esperarse de un esteta como él, tiene una formidable apariencia. Puede verse en el Teatro de La Comedia hasta el 7 de mayo.

Mucha es la ambición que concentra este proyecto (coproducido por la Compañía Nacional de Teatro Clásico y el mismo Echanove), pero también la exigencia que se le hace al público. Quevedo, que apenas escribió teatro, es de nuestros autores del Barroco el más filosófico y conceptual, su escritura es muy erudita y exige del espectador más que atención: concentración. Disminuir la duración de esta obra, de poco de más de dos horas, creo que contribuiría a mejorar su recepción.

Un fragmento musical de Monteverdi da entrada a Quevedo, que surge de entre el patio de butacas y camina hacia el escenario, donde el director recrea una escena de hermosa plasticidad. No sabemos con exactitud si el escritor y los personajes con aire fantasmagórico que aparecen están en un sanatorio, en unas termas, en un infierno blanco y frío… Lo evidente es que ese mundo onírico es blanco, un color absoluto, de luz, de tregua. Todo el montaje está concebido bajo el prisma estético del blanco, desde las audiovisuales realizados por Álvaro Luna (desfiles del elenco como almas celestiales o infernales), al vestuario y los maquillajes de estos personajes y de las figuras alegóricas que representan y que van componiendo tableaux vivientes iluminados por Gómez-Cornejo. Así, Vera resuelve con una limpia y exquisita forma, en una estética antítesis de la del Barroco, uno de los pilares en el que descansa esta producción.

Vera ha dispuesto dos pantallas blancas en el escenario. En una, fijada sobre la parte superior del foro y las paredes laterales del escenario, se proyectan los audiovisuales; la otra, sube y baja como un telón para introducirnos en las ficciones literarias del autor o en la realidad de Quevedo. Esta última nos presenta al escritor alojado en la Torre de Juan Abad, de Villanueva de los Infantes; se ha recluido allí y pasa sus últimos días ordenando su ingente obra, luchando contra la enfermedad y alejado de la corte en la que tantos enemigos se ha granjeado con sus sátiras y, sobre todo, después de que el Duque de Osuna, quien le protegía, cayera en desgracia. En ese momento revisa Sueños, la obra que según los expertos reúne sus escritos que mejor y más claramente identifican su ideología política.

Sueños se compone de cinco discursos que Quevedo comenzó a escribir en su juventud y no terminó hasta 1621. En ellos retrata las debilidades de España y de su monarquía para explicar el porqué de la decadencia del imperio. Hace un relato de los vicios de la sociedad, ataca a la Iglesia por ser instigadora de supercherías, motivo por el que fueron censurados. Oímos frases como: “Solo el que roba, triunfa” o “En tiempos de paz, tiranizan los jueces”.

Da la impresión de que José Luis Collado, autor de la versión dramática, ha escrito dos partituras textuales paralelas. Por un lado, la que gira en torno a la personalidad y la atribulada vida del escritor (sus difíciles relaciones con las mujeres y su célebre misoginia, su idea del amor que nos tiraniza, sus odios a médicos y boticarios…), por otra, la que sirve para escenificar los pasajes de Sueños. Ha añadido algunos de sus célebres poemas ( “No he de callar, por más que con el dedo”, “Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra”...), magníficamente recitados por Echanove, y a veces en compañía de Lucía Quintana, quien se convierte aquí en Aminta, el amor napolitano de Quevedo.

Óscar de la Fuente hace de cardenal y también de demonio expresionista, vestido y maquillado de blanco, en una estética extremada, vampírica a lo Bram Stoker de Coppola. Me encantó. Igualmente bien está el resto del elenco, que se transforma en la galería de personajes que pueblan el infierno blanco, pero también en otros alegóricos como la muerte, la envidia, el desengaño…, reviviendo escenas que parecen un auto sacramental a la inversa.

Echanove es el otro gran pilar sobre el que se sostiene este montaje. Debe representar la personalidad y el temperamento del escritor y, a la vez, ilustrarnos sobre sus intereses literarios. Tiene la edad perfecta, es cojitranco, melena plateada, y es capaz de sacar muchos matices: afligido, irreverente, apasionado, colérico, tierno, enfermo… Y todo ello con un texto que, como ya se ha descrito, no sigue una trama dramática. Bizarra tarea.

Su Quevedo me trajo a la memoria su Lorca de Cómo canta una ciudad de noviembre a noviembre, aquella obra que protagonizó hace muchos años en la que revivía al poeta. No se parecía físicamente en nada al autor granadino pero te conquistaba y entrabas en su ilusión, y eso que tenemos muchos más referentes e imágenes de Lorca para poder contrastar. Ahora aceptas que es Quevedo en la primera escena, tan humano y doliente, con su sencillo disfraz, especie de chilaba harapienta, y sus inconfundibles anteojos.

Dos escritores que coinciden en la senda del mismo actor y, qué casualidad, encuentro estas palabras de uno sobre el otro: “En Méjico presenciaré mis estrenos y daré una conferencia sobre Quevedo. ¡Ah! ¡Qué gran injusticia se ha cometido con Quevedo! Es el poeta más interesante de España. Mi amistad con Quevedo data de pocos años. Fue un acercamiento melancólico. En un viaje por la Mancha me detuve en el pueblo de Infantes. La plaza del pueblo, desierta. La Torre de Juan Abad. Y muy cerca, la iglesia oscura, con carátula de los Austrias. En la iglesia sin luz se oían los aullidos de una niña del pueblo que cantaba a los dioses. Entré sobrecogido. Y allí estaba Quevedo, solo, enterrado, perpetuando la injusticia de su muerte. Me parecía que acababa de asistir a su entierro. Sí; yo le había acompañado en una comitiva de golillas y golfainas. Hablaré en Méjico de Quevedo, porque Quevedo es España”.

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