Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Hace cuarenta años, casta pasión

5 febrero, 2013 01:00
María van Rysselberghe adelantó algunos fragmentos de Hace cuarenta años en 1934, dos años antes de la publicación íntegra de su libro en Gallimard. Escribió: “Puesto que sólo yo sobrevivo; puesto que, después de tantos años, mis recuerdos pueden ver la luz sin herir ya a nadie a mi alrededor, te los regalo, querida sombra. Es lo más hermoso que he cosechado para regalarte, y la sed que me dejaste sigue siendo tuya”.

Ha muerto, en 1926, Théo van Rysselberghe, pintor belga postimpresionista, marido de María y padre de Élisabeth, la joven con la que el escritor francés André Gide, homosexual y casado sin consumar jamás su matrimonio, tuvo una hija, Catherine Gide.

María van Rysselberghe, madre de Élisabeth y abuela imprevista de Catherine, fue confidente e íntima amiga de André Gide durante décadas y llegó a publicar un libro (Los cuadernos de la Petite Dame), con todas sus anotaciones y recuerdos de su larga relación con el autor de Los monederos falsos, que, por su estatura, la llamaba así: “petite dame”. Élisabeth se casaría después con el novelista Pierre Herbart, de quién se divorció muchos años más tarde, que fascinó tanto a Gide como a Jean Cocteau.

Cuando María publica su libro, ha muerto también, en 1916, el poeta belga Émile Verhaeren, amigo de su marido - y de Darío de Regoyos- y por él retratado, con quien María mantuvo durante un mes un apasionado romance en “la casita de la duna”, en la última década del siglo XIX, que constituye el argumento de Hace cuarenta años, editado por Errata Naturae. También ha muerto, en 1931, la pintora belga Martha Massin, esposa de Émile Verhaeren cuando él y María vivieron el tórrido amor que le dejó a ella tanta sed.

Sin sexo. Ésta es la cuestión. María y Émile se enamoraron y se quisieron con locura, pero nunca hicieron el amor. Y así sucedió porque así se lo propusieron -ella flaqueó más que él- por respeto a sus respectivas parejas -a las que amaban mucho- y por respeto a sí mismos. Él le dijo un día a ella: “uno no puede luchar contra su corazón, pero tenemos pleno poder sobre nuestros actos”. No se acostarían. No se acostaron juntos.

El heroísmo de la fidelidad. Y su importancia. Ése es el argumento de Hace cuarenta años. Los nombres de los auténticos protagonistas están cambiados en el relato. María acogió a Émile en su casita de la duna en ausencia de su marido. Él necesitaba descansar. Lo conocía desde antes de conocer a su esposo, y ya le gustaba. También conocía a su mujer, de la que tenía el mejor concepto. Leyeron, pasearon, charlaron, hicieron excursiones, comieron y bebieron juntos, se acariciaron, se besaron... Y pusieron un límite. Y no lo atravesaron, pese a que la suya era “una unión absoluta”. María se preguntaba: “¿De dónde sacaría fuerzas para resistir, dónde hallaría la astucia que me permitiría aguantar?”. La moral religiosa ni se menciona. Se comportaron como se comportaron por otras razones. Amaban a sus cónyuges. La traición - manejaban esa idea- les resultaba detestable: “El engaño es una cuesta abajo sin posible vuelta atrás”.

He pensado en la película que Robert Bresson o Eric Rohmer podían haber hecho con Hace cuarenta años. No la hicieron. Este libro no es Los puentes de Madison, lo digo por si acaso. No es fácil encontrar un libro así, que cuente una gran pasión romántica -espiritual, intelectual y también física, aunque no consumada- con semejante altura literaria, con tal lenguaje, con tantas sutilezas, en un paisaje igual, con tan gran exquisitez en las descripciones de lo exterior y lo interior, con tanta verdad en la transmisión de pensamientos, ideas y movimientos del alma y de la inteligencia. Un libro excepcional, de una tensión máxima para el lector de hoy, tan ajeno a los supuestos y consideraciones que el relato pone en juego. “Es un trance doloroso para ambos, quisiera que fuera hermoso también”, le dice una vez él a ella. Para el lector de hoy, el libro, como la experiencia que narra, probablemente sea también un trance doloroso y hermoso. Subleva y cautiva. No deja indiferente, implica, interroga, molesta. Y también, extrañamente, endulza.

María van Rysselbergue murió, en 1959, a los 93 años.

Image: La ecóloga Jane Lubchenco, Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento

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