Edgar Allan Poe y la inminencia del fin
Las librerías están bien provistas de obras de Edgar Allan Poe (1809-1849), pero todo pretexto es bueno para releer La caída de la casa Usher. Por ejemplo, la nueva edición que publica Nórdica con estupenda traducción del especialista Francisco Torres Oliver y con ilustraciones de Agustín Comotto.
El narrador del largo cuento es invitado a su mansión por su amigo de infancia, Roderick Usher, que requiere su ayuda al ser víctima de una misteriosa y terminal afección nerviosa, agravada por el insoportable deterioro de su querida, única y gemela hermana, lady Madeline.
El visitante percibe, ya antes de entrar en la gótica mansión, la tristeza y vacío que envuelven al vetusto edificio, resquebrajado por una amenazante grieta vertical, situado junto a un lago negro y rodeado de árboles podridos.
Usher y su bella hermana tienen todo el aspecto de ser el agónico -¿e incestuoso?- punto final de una acaudalada familia venida a menos, encerrada estérilmente entre libros, pinturas e instrumentos musicales.
El relato se funda en tres desazonantes hipótesis que Poe propone: la casa y sus habitantes se identifican y se influyen mutuamente; la casa y su inmediato entorno constituyen un microclima enfermizo por sí mismos, y, por último, las piedras y maderas de la construcción están dotadas de una sensibilidad mórbida y en degradación similar a la que padecen sus propietarios.
¿Qué podrá hacer el visitante para aliviar la penosa situación de su amigo, atrapado en el miedo y acechado por los fantasmas de la enfermedad y la muerte? Poca cosa, probablemente. Toda generosa colaboración no habrá de perder de vista el lógico instinto de preservarse del contagio, de evitar ante los crecientes espantos no sucumbir a la invasiva enfermedad del alma y del cuerpo -¿son lo mismo?- que augura un fatal desenlace.
El también poeta Edgar Allan Poe puso en pie, en esta historia de derrumbe, uno de sus relatos más góticos y misteriosos, afianzado en lecturas eruditas y sustentado en la creación de una atmósfera opiácea, alucinógena y pesadillesca. Más de una docena de libros y autores son citados por Poe en su narración extraordinaria, entre ellos, por cierto, el Dictorium inquisitorum del teólogo dominico e inquisidor gerundense Nicolau Aymerich (1320-1399), un tratado sobre la brujería y las brujas.
Poe publicó La caída de la casa Usher en 1839, a los treinta años, diez antes de morir alcoholizado. Fue uno de sus libros preferidos, obra –como otras suyas- que, desde el romanticismo goticista, influyó notablemente en los simbolistas e, incluso, en los surrealistas, llevada al cine varias veces y varias veces escrutada e interpretada por los maestros del psicoanálisis por su caudaloso y versátil material alegórico.
Antes de ingresar de lleno en el cataléptico ambiente de muertos vivientes –o de “vivos murientes”-, así define el visitante la situación de su amigo Roderick Usher: “Padecía una agudeza morbosa de los sentidos: sólo toleraba los alimentos más insípidos; sólo podía llevar ropa de determinada clase de tejido; el olor de las flores le ahogaba; la luz más tenue le torturaba la vista; y había poquísimos sonidos especiales –y estos de instrumentos de cuerda- que no le inspirasen horror”.
Todavía no hemos bajado a la cripta de la casa, y los acontecimientos más tenebrosos están por suceder, pero esta descripción del infortunado Roderick Usher anticipa los sobresaltos y angustias que asaltarán por igual al visitante y al lector, fundidos en el mismo punto de vista y envueltos en el mismo desasosiego: la inevitable inminencia del fin.