El humor inglés de A. G. Macdonell
[caption id="attachment_1192" width="215"] A. G. Macdonell[/caption]
Arrogante, manipulador, cínico, mentiroso, machista, elitista, racista, desleal, clasista, tramposo, trepador, canalla, inmoral…Los peores calificativos, incluso reforzados por una buena ristra de sinónimos, se quedan cortos para describir a Edward Percival Fox-Ingleby, hijo de ricos terratenientes, educado en Eton y Oxford, quien, plenamente satisfecho consigo mismo, nos cuenta su vida hasta alcanzar con un gobierno conservador la titularidad del ministerio de Bellas Artes, a los 38 años, en Autobiografía de un sinvergüenza.
Archibald Gordon MacDonell (1895-1941) nos advierte al principio de su novela que “contrariamente a lo que algunos lectores puedan pensar, este libro no hace alusión alguna, ni se pretende, a su autor”, desmarcándose así de la horrorosa imagen de su protagonista, pero creando, al mismo tiempo –pues la aclaración no le ha sido pedida-, una rentable incertidumbre que refuerza el devastador tono humorístico del texto.
Nacido en la India, inmediatamente criado en Escocia, hijo de un médico de buena posición, estudiante en Winchester, combatiente en la Primera Guerra Mundial, miembro y candidato del Partido Liberal, reputado periodista y escritor, MacDonell trató, sin duda, a personas de la calaña de Fox-Ingleby, su presunto contratipo, con quien presenta algunas coincidencias biográficas, de experiencia, que le sirven para poner en pie con conocimiento de causa esta formidable sátira de Gran Bretaña y, sobre todo, de cierto reconocible arquetipo de británico conservador y de clase alta.
La editorial Belvedere, que nos ofrece Autobiografía de un sinvergüenza(1939), con traducción de Ricardo Bestué, ha publicado ya Inglaterra, su Inglaterra (1933), el libro que abrió de par en par la espita del humor y reorientó la carrera literaria de MacDonell, que venía firmando con éxito novelas policíacas con el pseudónimo de Neil Gordon.
La despreciable gestión de sus propiedades familiares, los desastrosos estudios juveniles y universitarios en centros de élite, la recua de sus amistades, los descarnados e impresentables amoríos iniciáticos, la cobarde participación en la Gran Guerra, los negocios, las aspiraciones políticas, el matrimonio y las relaciones adulterinas son algunos de los hitos del relato que hace Fox-Ingleby de su repugnante trayectoria de hombre sin escrúpulos, autoindulgente y en ascenso, relato trufado de opiniones siempre abominables sobre casi todo.
El resultado es, en efecto, una contundente y gruesa caricatura, una gran parodia del reconocible y tópico personaje británico de clase alta –del británico de complexión aristocrática, en general-, en ocasiones exaltado y en ocasiones vapuleado por la literatura inglesa. Y también por el cine –y el teatro, por supuesto-, que nos han ayudado a ponerle cara y ojos, pose, actitud y acento a esta clase de individuos, unas veces desde la perspectiva de la comedia amable, otras veces –como en este caso- bajo un chorro de corrosivo ácido.
Muy elaborada literariamente, Autobiografía de un sinvergüenza tiene, también, como relato confesional, una cierta impronta de oralidad, de manera que es muy fácil estar “viendo” y “oyendo” al desquiciado y desquiciante Fox-Ingleby.
No soy amigo de utilizar la expresión que ahora voy a emplear, pero diríamos que todas las opiniones, actitudes y gestos que hoy llamamos “políticamente incorrectos” se dan cita en este libro con osadía y con el doble efecto, faltaría más, de irritar manifiestamente e interpelar secretamente.
Hay mucho donde escoger. Después de haber afirmado que la fuerza, la estupidez y la astucia “son las tres cualidades de los campesinos a nivel mundial”, Fox-Ingleby se despacha con este diagnóstico social: “La difusión de la educación, el influjo en nuestra vida local por parte de agitadores socialistas que se han tomado la irritante molestia de averiguar cuáles son los derechos legales de los arrendatarios y que vienen a informarles de cuáles son, y la creciente independencia de las clases bajas –por lo general, los tres casos se pueden resumir con una palabra: bolchevismo- han alterado por completo la relación amistosa, informal y agradable entre el patrón y el arrendatario, el amo y el criado, la clase alta y la baja, todo lo cual era típico de la era eduardiana”.
El párrafo no tiene desperdicio, ¿pero dónde radica la esencia del humor inglés para caricaturizar a quien así piensa? La relación entre explotadores y explotados –sin educación, sin derechos y sin independencia- no es calificada de correcta, justa o adecuada, supongamos, sino de “amistosa, informal y agradable”. ¡Ahí está el humor inglés!