La madurez de José María Conget
[caption id="attachment_1462" width="560"] José María Conget[/caption]
Confesión general (Pre-Textos), último libro de José María Conget (Zaragoza, 1948), tiene un título que, evocando el rito católico de la penitencia, sugiere balance, repaso y testimonio, dejando en el aire –o en la sombra- la posibilidad de culpa y arrepentimiento.
Conget, escritor dado a la memoria y a la acogida de lo autobiográfico, parece escribir –y escribe- desde una madurez vital dolorida, consciente del deterioro, del acecho absurdo e intolerable de la muerte y de la tarea del tiempo como agente aniquilador de ilusiones y potencias. Si bien, y muy en su línea, queda claro que cualquier tiempo pasado no fue ni mucho menos mejor, y menos aún el tiempo histórico –social y político- de su infancia y juventud en la atmósfera espesa y siniestra de la dictadura.
El libro reúne doce textos que, con una mini-nouvelle en el centro (Dentista), difuminan armónicamente las delgadas líneas rojas que separan el cuento, el relato autobiográfico e, incluso, el ensayo. Ficción al cien por cien o no, hay una escritura y una mirada que, una vez más, implantan y dan presencia y voz a un yo –el de Conget- que no en balde hace de la literatura y de los escritores, en varias ocasiones, tema y argumento de los textos, igualmente espolvoreados con referencias frecuentes a libros, películas, músicas y tebeos, presentando el bagaje de preferencias propio de su generación.
Destacaría las tres piezas del bloque titulado Tres canciones francesas –de Barbara, Leo Ferré y Jeanne Moreau-, que no sólo es un brillante ejemplo de la capacidad evocativa de la música para rescatar el espíritu de un tiempo y su peripecia, sino un magnífico ejemplo –a seguir- de fusión de memoria personal y estilo cuasiperiodístico para poner en pie una apetecible forma de ensayismo cultural ligero y literariamente intencionado.
Madurez abre con acierto el libro. No sólo por ser un relato espléndido, sino porque, como luego irá comprobando el lector, señala la posición del ánimo del escritor y da el tono predominantemente dolorido y melancólico del resto de los textos, bien entendido que, como nos tiene acostumbrados, Conget siempre encuentra sitio para el humor, la furia, la rabia y la pulla. Y también, por cierto, para la ternura, como sucede en los emocionantes desenlaces de Tiempo hostil y Esqueletos en el armario, cuyos contenidos –amores juveniles frustrados por la represión social, polvorientos y dañinos secretos familiares- no hacen presagiar sus respectivos y matizados resplandores finales.
También tiene sorpresa el “pirandelliano” colofón de Todos los miedos el miedo –el miedo prolifera en el libro-, en el que el personaje sometido a demoníacos terrores infantiles se encara con su creador y, en una transferencia ante un virtual espejo –asomándose al tema del doble-, le devuelve abruptamente los miedos que Conget le endosó a él. Ese personaje es Miguel Zabala, con probabilidad el protagonista de la llamada “Trilogía de Zabala”, esto es, de las tres primeras novelas de Conget –Quadrupedumque (1981), Comentarios (marginales) a las Guerras de las Galias (1983) y Gaudeamus (1986)-, que le abrieron hueco propio y diferente en el panorama literario español.
Otro (psicopático) ejercicio de transferencia se produce en El lector, cuando el entusiasta admirador de un libro de un autor consagrado traba conocimiento con él y, además de decepcionarse con su trivial y estúpida personalidad, llega a creer, amenazadoramente, que el famoso novelista, al que acosa, le ha suplantado, le ha robado el libro que él podía y debía haber escrito. Este cuento, demoledor, descarnado y bien medido, me ha recordado la terrible historia de El rey de la comedia (1983), de Martin Scorsese.
La pareja y la familia, con sus agrias dificultades, ya están presentes en Madurez, en la historia de un veterano escritor que no escribe, tocado por la soledad y el desgaste, mal avenido con su exesposa y con su hijo, patético en el lance de un ligue furtivo y asaltado por un repentino episodio de salud de mal pronóstico. Si este relato crepuscular, tan representativo de muy actuales malestares, abre el libro, su cierre con Confesión general supone un gran salto atrás, hacia la infancia, a las culpas y miedos indominables que desquician a un muchacho que se inicia en la masturbación sojuzgado por el sentimiento de pecado, culpa y condena que le ha inoculado la educación religiosa colegial. Su atribulada y penosa “confesión general” ante un pejiguero e inquisidor dominico, mandamiento por mandamiento, detalle por detalle, alcanza, en manos de Conget, un gran virtuosismo de ritmo y lenguaje y un carácter estremecedor como denuncia del fantasioso absurdo que amedrentó a los escolares del franquismo.
En Tiempo hostil, donde una mujer cuenta a su hija, tan diferente de lo que ella fue en su juventud, cómo su amor con Salva, un estudiante de su edad, se fue al garete por la vergüenza y escarnio que les propinó, bandeja en ristre, un camarero policiaco y censor -¡”tortolitos!”-cuando apenas se abrazaban en un café, y ni eso, dice la madre por mediación de Conget: “Entonces miré alrededor. No había mesa que no estuviera pendiente de nosotros. Ví aquellas sonrisas de satisfacción por habernos humillado, aquella envidia saciada, aquel implacable orgullo de su hastío represivo, aquella voluntad de repartir la tristeza entre los ingenuos que todavía no habíamos accedido a ella. Yo no controlaba mis lágrimas y el rostro de Salva había enrojecido como si la sangre fuera a brotarle por los ojos y la boca y las orejas, y qué dichosos los parroquianos, por fin una velada no olvidable que llevarse a la cama para no pensar en la artrosis, qué triunfo para los virtuosos, los secos, los castos y los muertos en general”.
No hay clemencia, ni olvido, ni perdón en las últimas líneas. Hay crudeza justiciera. Y palabras y expresiones muy bien elegidas y encadenadas para que el juicio trascienda el retrato realista: “aquella voluntad de repartir la tristeza”…