El absurdo de Slawomir Mrozek
Las historias de 'Magacín radiofónico' destilan un humor satírico que tiene su sustrato en el absurdo, lo kafkiano y, en ocasiones, lo esperpéntico
Soy admirador confeso del periodista, escritor y dramaturgo polaco Slawomir Mrozek (1930-2013), he leído bastantes de sus libros y no me canso de recomendarlos en la certeza de que provocarán la sonrisa y también la pesadumbre de sus lectores.
El satírico humor de Mrozek tiene su sustrato en el absurdo, lo kafkiano y, en ocasiones, lo esperpéntico (eso sí, siempre sin despeinarse), de manera que sus historias, como en los estilos mencionados, dejan, después de leerlas y haber reído, escombros de amargura, de desolación, de cierto vacío existencial y nihilista, pues el lector comprende que esto (la vida) está mal pensado, funciona de pena y no tiene arreglo.
Después de Juego de azar, El elefante, La vida para principiantes y tantos otros –diez, en concreto-, Acantilado publica ahora Magacín radiofónico, seguido de El agua (pieza radiofónica), con afinadísima traducción de Anna Rubió y Jerzy Slawomirski. Es fundamental que la traducción de Mrozek sea afinadísima -o lo parezca, al menos- ya que el polaco escribía muy finamente -o afiladamente-, es decir, con economía de medios, precisión, palabra que resultaba poética a la larga y enorme capacidad para la metáfora y las sugerencias entre líneas.
Sí, porque Mrozek escribió muchos años bajo la censura del severo régimen comunista y se las tenía que ingeniar para la doble y difícil operación de disimular lo que quería decir y, al mismo tiempo, dejarlo meridianamente claro, sobre todo por insistencia y acumulación.
Las setenta historias brevísimas de Magacín radiofónico, escritas durante los años 60, responden, con frases cortas y mucho diálogo, a un patrón común: comienzan en un punto álgido de absurdez, se desarrollan rizando el rizo del disparate -con variaciones y giros- y desembocan en un final a menudo inesperado, destinado a dejar patente que si lo que iba pasando era malo -ridículo, infumable, insostenible-, lo que termina por pasar es el colmo de los colmos, la demostración palpable de que todo puede ir a peor, principalmente cuando se le encuentra una aparente solución.
Los personajes de Mrozek, con bastante frecuencia tentados a morir o a matar, suelen ser, juntos y por separado, no poco disfuncionales y dismórficos. Son así porque la vida -y el trabajo, y el vecindario, y la familia, y la pareja, y todo- no da para lograr una situación mejor y, sobre todo, en este libro, porque la fauna y los hábitos de un régimen totalitario -y, por tanto, estúpido- no facilitan una deriva más afortunada.
Hay de todo en Magacín radiofónico, pero predomina lo burocrático y oficinesco, un universo de expedientes, informes, trámites y encargos, repleto de jefes, directores, inspectores, comités, comisiones y chupatintas que -abrumados por las normas y por el dinero- ni planifican, ni producen, ni resuelven nada con el menor atisbo de eficacia, aunque sí con el mayor índice de idiotez.
Resumiré, a modo de ejemplo, un cuento cualquiera: La lucha contra la ola de calor. El director de la Empresa convoca una reunión porque “todo parece indicar que se acerca otra vez el verano”. Y dice: “Todos sabemos, y lo admitimos no sin autocrítica, que el año pasado, al igual que todos los años anteriores, nuestra empresa no fue capaz de fabricar la cantidad suficiente de gaseosa para satisfacer las crecientes necesidades de nuestra sociedad socialista. Este año no puede repetirse la misma situación”.
La situación absurda y crítica queda planteada con la escasez de gaseosa contra el calor. El rizo empieza a rizarse: se propone, sucesivamente, suprimir los calores, hacer un llamamiento para que la población no consuma ni agua ni gaseosa durante el verano y, por fin -¡gran idea!-, y como el agua abunda en el país, hacer por separado una gran producción de burbujas para introducirlas en el agua en el momento oportuno: así, la gaseosa no faltará.
Entusiasmo general, militarización de la plantilla, cobro de anticipos y grandes estrategias: una, cambiar el nombre de FÁBRICA ESTATAL DE GASEOSA por el de CENTROBURBUJÓN; y dos, eslóganes adecuados para seducir a la sociedad: “Para la quemazón, el CENTROBURBUJÓN”.
Y, acercándonos al final inesperado y desquiciado, la llamada Autoridad Superior veta el proyecto de fabricar burbujas a todo pasto porque “la industria pesada tenía prioridad sobre la industria ligera”.
No importa, no hay que amilanarse. Como las burbujas pesan muy poco, la Empresa producirá, como alternativa, algo de más peso, perdigones refrigerantes: “Cien gramos de perdigones de plomo de la mejor calidad por vaso de agua. Al fin y al cabo, el agua con plomo también refresca”.
Aquí está todo: el tono, el esquema y la sátira. Me ha dado, esta vez, por desmenuzar un relato que, como cualquier otro, sirve para conocer y comprender de inmediato las estrategias narrativas, el comportamiento de la imaginación y el ingrediente crítico acervo de la escritura de Slawomir Mrozek. Ahora, a leer Magacín radiofónico.