Las razas humanas, una invención sin fundamento científico
El mestizaje ha sido protagonista de nuestra evolución, de modo que en los humanos no se dan las sustanciales diferencias existentes en las razas animales
Participé en el IX Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado en Cádiz. Su tema general fue “Lengua española, mestizaje e interculturalidad. Historia y futuro”. Una de las sesiones de la reunión estuvo dedicada a “Mestizaje, ciencia, tecnología y lengua” y aproveché mi participación en ella para tratar sobre la espinosa cuestión de qué se debe entender por “raza”.
La conexión con el tema central del congreso, el “mestizaje”, aparece en el Diccionario de la Lengua Española (DLE), que elaboran conjuntamente la Real Academia Española (RAE) y sus academias hermanas americanas, filipina y guineana (ASALE). Cuando se consulta en el DLE la entrada “mestizaje”, la primera acepción dice: “Cruce de razas diferentes”. Se trata, obviamente, de una definición que se refiere a la biología, mientras que la tercera acepción, “Mezcla de culturas distintas, que da origen a una nueva”, es de naturaleza, digamos, sociológico-cultural.
"No ha existido nunca mayor mestizaje que el que ha logrado el 'Homo sapiens' a lo largo de la historia de la humanidad
Ahora bien, ¿qué se debe entender por “raza”, concepto citado en esa primera acepción? Si vamos de nuevo al DLE, encontramos que las dos primeras entradas de “raza” son: “1. Casta o calidad de origen o linaje. 2. Cada uno de los grupos en que se subdividen algunas especies biológicas y cuyos caracteres diferenciales se perpetúan por herencia”. Y si se consulta la definición de “casta”, la acepción relevante es: “En algunas sociedades, grupo que forma una clase especial y tiende a permanecer separado de los demás por su raza, religión, etc”. Partimos de “raza”, pasamos a “casta” y retornamos a “raza”, una desafortunada situación circular que en ocasiones se da en entradas de muchos diccionarios. Y que hay que corregir.
Lo que quiero señalar, lo que transciende y se podría deducir de este grupo interrelacionado de voces, es la posibilidad de hablar de razas referidas a nuestra especie, Homo sapiens. La segunda acepción de “raza” citada anteriormente es estrictamente correcta, pues se refiere a “cada uno de los grupos en que se subdividen algunas especies biológicas”.
El problema es si una de esas especies es la humana. La respuesta es que no. Existen “razas” diferentes en animales como, por ejemplo, en palomas, perros o caballos, y también en plantas, aunque en este caso se hable de “variedades”, pero esas razas existen porque animales y plantas han sido sometidos por los humanos a condiciones muy estrictas en su desarrollo.
En El origen de las especies (1859) Charles Darwin dedicó un buen número de páginas del capítulo uno a las diferencias y origen de esas razas, centrándose especialmente en las palomas, con las que experimentaba en su casa de Down, en la que se recluyó con su numerosa familia a partir de 1842. “Probablemente – escribió allí – el elemento más importante [para generar razas distintas] es que el animal o planta sea tan estimado por el hombre que se conceda la mayor atención incluso a la más ligera variación de sus cualidades o estructura. Sin poner esta atención, nada puede hacerse”.
Afortunadamente semejantes controles no se han aplicado, no los hemos aplicado, a nuestra propia especie, ni siquiera lo pudo hacer realidad aquel infame e inhumano visionario de nombre Adolf Hitler, pues los “arios” que tanto admiraba distan mucho de ser uniformes, como su propia fisonomía delataba.
No se dan en los humanos las sustanciales diferencias existentes en las razas animales: “En los esqueletos de las diversas razas [de palomas] –explicaba Darwin– las vértebras caudales y sacras varían en número; lo mismo ocurre con las costillas, que varían también en su anchura relativa y en la presencia de apófisis. El tamaño y forma de los orificios del esternón es sumamente variable”. Y proseguía con más tipos de diferencias.
En su libro de 1859 Darwin fue muy cuidadoso, no implicando directamente a los humanos. Sólo aparece una breve alusión al respecto en el último capítulo, donde escribió: “En el futuro distante veo amplios campos para investigaciones mucho más importantes. […] Se proyectará luz sobre el origen del hombre y sobre su historia”. En su otro gran libro, El origen del hombre (The descent of man, 1871), sí se adentró en este trascendental asunto y asoció razas a nuestra especie.
“Es evidente –escribía en el capítulo dos– que el hombre se halla sometido a mucha variabilidad. No hay dos individuos de una misma raza que sean completamente iguales”. No lo sabía, no podía saberlo, pero esa misma frase desacreditaba la aplicación de “raza” a los humanos. Como han demostrado la genética y la biología molecular, cuando se estudia en humanos cualquier sistema genético siempre se encuentra un alto grado de polimorfismo, esto es, de variedad genética, es decir, no hay “dos individuos que sean completamente iguales”: las diferencias entre personas de una misma (supuesta) raza pueden ser mayores que las que existen entre miembros de dos de esas imaginadas “razas”.
Recientemente, la Comisión de Vocabulario Científico y Tecnológico de la Real Academia Española ha revisado la entrada “raza” proponiendo (aún debe pasar otros filtros): “Conjunto de poblaciones humanas que, según clasificaciones tradicionales y sin fundamento científico, comparten rasgos físicos o fisiológicos”.
Una de las más nobles funciones de un diccionario es contribuir a desechar ideas que, carentes de una base científica, se pueden utilizar para marginar o perseguir, y el muy consultado DLE no puede ser ajeno a esta función. Ideas que se utilizan y que se han utilizado a lo largo de la historia. No hace falta recordar lo que ha sido el “racismo”, que desafortunadamente aún no ha desaparecido. Lo cierto es que no ha existido nunca mayor mestizaje, combinación más extensa, frecuente y variada de genes que el que ha logrado el Homo sapiens a lo largo de la historia
de la humanidad.
Que haya sido así constituye una bendición, pues nos ha enriquecido de muy diversas formas. Culturalmente, por supuesto, pues nos ha servido para ir más allá de los familiares terruños, confortables pero limitados. Pero también en lo que se refiere a nuestra biología; cuando se persigue la pureza genética de un linaje con cruces repetidos entre miembros de un grupo con las mismas características, no digamos ya entre parientes consanguíneos, la resistencia a enfermedades, la fecundidad y otros caracteres deseables, se sitúan en niveles peligrosamente bajos.