La resistencia de Godard
El padre de la modernidad cinematográfica estrena el ensayo Elogio del amor
5 septiembre, 2002 02:00Elogio del amor está rodada en dos segmentos: en video en color y en celuloide en blanco y negro
Ajeno a los procedimientos habituales de la narración cinematográfica, el eterno rastreador de signos que es Jean-Luc Godard sigue fiel a sus principios desde que rompiera los moldes del séptimo arte con Al final de la escapada. Tras su paso por Cannes hace dos años, se estrena Elogio del amor, un ensayo fílmico y fatalista sobre las cuatro edades del amor. El crítico Carlos F. Heredero analiza este nuevo "acto de resistencia creativa".
Quiere decirse con esto que, desde hace ya mucho tiempo, el cine no es para el creador de á bout de souflle (película que supone el acta de nacimiento de la modernidad cinematográfica, conviene recordarlo) un mero pretexto para seguir ilustrando guiones, tal como sucede en la inmensa mayoría de las ficciones que llegan a las pantallas, sino un vehículo para interrogarse a sí mismo sobre su propia condición de ciudadano que filma con una cámara y para interrogar a los espectadores sobre su propia relación con las imágenes que contemplan. Ahora más que nunca, Godard se siente y actúa como un ciudadano consciente de sus responsabilidades y piensa, y siente, que el cine es algo más que una historia desarrollada en las páginas de un guión.
Boya de salvamento
"He descubierto que muchas películas naufragan al cabo de una hora de proyección", dice el director de Pierrot le fou, tras lo que reflexiona con lucidez: "El guión es una boya de salvamento. El director saca a flote la película filmando el guión, pero en ese proceso pierde el cine".
Y lo pierde, sin duda, porque se ha olvidado la provechosa lección que François Truffaut puso ya sobre la mesa en 1954, cinco años antes de que apareciera la Nouvelle Vague y a modo de manifiesto precursor de aquélla, y es que la verdadera naturaleza del cine (de la imagen en movimiento) no descansa sobre la ilustración académica de un guión, sino sobre las relaciones que las imágenes puedan llegar a establecer entre ellas y la historia que pretenden contar (si es que se trata una vez más, cansinamente, de seguir contando historias), entre su propia dinámica y la mirada del espectador, entre la conciencia de éste y la propia memoria que atesora su imaginario personal. Y de esto trata, en realidad, este hermoso destello de film-ensayo que viene a proponer Elogio del amor, la película con la que Jean-Luc Godard regresa a la pantalla grande después de haber entregado en 1997 For Evert Mozart, otro título más entre los muchos -prácticamente casi todos- que permanecen inéditos en los cines españoles desde que su autor, en las ya lejanas fechas de mayo del sesenta y ocho, optara por salirse del carrilito dócil de la producción convencional, en el que por otro lado nunca militó.
Revelación laica
Porque desde entonces Godard no ha dejado de reflexionar, de forma tan heterodoxa como constantemente renovada, sobre la propia naturaleza del cine, sin dejar de buscar afanosamente esa "revelación" laica que le permita no reproducir las mismas expectativas y los mismos códigos de siempre (esos que ofrecen la gratificante y conservadora recompensa de identificar lo ya conocido), sino para aprender algo nuevo, para caminar en busca del descubrimiento: "rodamos algo para llegar a una cosa distinta. Se rueda como práctica, no para conseguir un buen plano", dice a modo de divisa.
De ahí que empezara a rodar, a concebir más bien, Elogio del amor pensando en contar hacia atrás una historia de amor, empezando por el final para mostrar después lo que sucedía cuatro días antes, luego seis meses antes, a continuación un año antes y así sucesivamente hasta llegar al principio. Y algo de eso, apenas leves indicios, queda finalmente en la película, aunque sólo sea porque el filme se divide claramente en dos partes: la primera, filmada en celuloide y en blanco y negro, sucede en el presente, sobre las calles de un París reencontrado por el cineasta y sobre el que reverbera la memoria de la Nouvelle Vague, pero también la de Mayo del 68 (esa fábrica Renault reducida a su mera carcasa, vacía por completo de obreros); la segunda parte, grabada en vídeo y en color, sucede en Bretaña dos años antes, y en ella el cineasta se enfrenta, simultáneamente, a la memoria histórica y al presente del cine.
En este segundo segmento, un funcionario de la embajada americana en París, enviado por unos productores de Hollywood, trata de comprar a una anciana pareja de viejos combatientes de la Resistencia francesa (que han conservado en la paz sus nombres de guerra) su historia de amor y de combate durante la ocupación nazi. El pretexto argumental da ocasión a Godard para deslizar inteligentes y viperinas anotaciones sobre el cine americano actual (Spielberg incluido) y para interrogarse en voz alta sobre si, hoy en día, una superproducción americana tiene derecho a dramatizar la experiencia biográfica y existencial de quienes arriesgaron sus vidas para combatir al fascismo y las grandes esperanzas que alumbraron en el continente europeo tras el final de la segunda guerra mundial.
Argumento esbozado
Pero esa conversación es, en realidad, tan sólo un fragmento dentro de una multiplicidad de texturas en movimiento que se desvelan como herencia reconocible de las Histoire (s) du cinéma y que sustentan el verdadero sentido de la indagación propuesta por la película. Desde el punto de vista de la estructura narrativa, esa segunda parte oficia como una especie de flash-back en la vida de una chica joven (la nieta del abuelo, presente en la conversación) a la que busca, en la primera parte del filme, un hombre que terminará por descubrir que, en el presente, la chica está ya muerta. Sólo que este débil y ligeramente esbozado esqueleto argumental es apenas un leve pretexto (acaso la coartada del propio Godard frente a su productor) para interrogar, una vez más, los fundamentos de la imagen fílmica y para volver a preguntarse, como sugiere Charles Tesson desde las páginas de "Cahiers du cinéma", "en nombre de quién y de qué una imagen es el garante de la semejanza entre las cosas y las palabras".
Godard trabaja sobre la presunción de que toda huella es un signo de algo, de que toda presencia arrastra consigo una historia y de que todo individuo es portador de una memoria. Su papel como cineasta es bucear en busca de esos rastros, analizarlos, ordenarlos, estudiarlos y reinterpretarlos: "en la selva de los signos", dice Godard, "es necesario inscribir un jardín a la francesa, que es la Historia, gracias a la cual uno no se extravía".
Viaje simultáneo hacia el pasado y hacia el futuro, Elogio del amor ofrece así un torrente de imágenes que vienen a plantear, con renovada y lírica capacidad para bucear en su propia textura audiovisual, interrogantes tales como: ¿Se puede pensar hoy en día nuestro presente, y seguir contando historias, sin antes ajustar cuentas con la Historia que nos ha conformado como somos? ¿Qué huella han dejado sobre nosotros los lugares que hemos habitado y los hechos que hemos vivido?
Interrogantes que interpelan al presente y a la Historia, al lenguaje y a nuestra propia percepción del tiempo dentro de una obra esencial que evoca a Robert Bresson y a Jean Vigo (entre otras muchas citas) para reflexionar con lucidez -entre plano y plano, por cada intersección entre dos imágenes, mediante un uso no naturalista del color, a través de una búsqueda incesante en el montaje que trabaja a fondo las imágenes y su interrelación con la banda sonora- sobre los hechos cuya memoria es destruida por el tiempo y sobre la necesidad de resistir contra el olvido.
Estamos, por lo tanto, ante un radical, necesario acto de resistencia creativa.