Los poderes del melodrama
La vida mancha
8 mayo, 2003 02:00José Coronado en un momento de La vida mancha
A medio camino entre el "tío Charlie" de La sombra de una duda (Alfred Hitchcock), el Shane de Raíces profundas (George Stevens) y el "tío Ethan" de Centauros del desierto (John Ford), el tío Pedro interpretado por un excelente José Coronado en La vida mancha encarna la figura del extraño que llega de fuera para sacudir la vida del entorno familiar. Este retrato del hombre errante, con un pasado desconocido y con identidad difusa, está en el origen de un atractivo, inquietante personaje que se alimenta, simultáneamente, de los paisajes del western y del cine negro.Igual que sucede con el arquetipo del criminal desplazado, del looser anacrónico en un mundo que ha evolucionado sin contar con él y en el que no puede integrarse, aquí Pedro (moderno maverick de la periferia suburbana en la ciudad contemporánea) arrastra una herida que proviene del pretérito y que focaliza en el ámbito de la naturaleza su nostalgia por la inocencia perdida, por la memoria de una infancia (simbolizada por la laguna que visita) de la que ya sólo queda una imagen descolorida (la foto de los dos hermanos junto al agua) y, acaso, la posibilidad de invocar un sueño ajeno en el que ni siquiera hay lugar para él.
De esta forma, las notables conquistas narrativas y estilísticas de La caja 507 (la película anterior de Enrique Urbizu) se consolidan ahora en La vida mancha al servicio de una historia trazada con tiralíneas, en la que -a falta de acción, pues se trata de contar una historia de amor que ni siquiera puede empezar- sus depuradas imágenes consiguen inyectar vibración a los sentimientos interiores y espesor visual a las emociones que ni siquiera llegan a desencadenarse. La encarnación visual y dramática de una turbulencia emocional que no emerge a la superficie, pero que amenaza con trastocar la vida de Juana a partir del momento en el que aparece su cuñado, es el gran desafío de una película casi carente de argumento, toda ella mera puesta en escena, territorio privilegiado para el asentamiento de un poderoso estilo capaz de transfigurar en un noble y estilizado melodrama unos materiales prosaicos y terrenales donde los haya.
La conquista procede, en primer lugar, de un exigente proceso de depuración narrativa y de concentración espacial. Toda la historia sucede en el interior del barrio en que viven Juana y Fito: el pasado de Pedro y los viajes de Fito quedan fuera del relato. Sus ecos y sus consecuencias repercuten sobre la historia, pero todo ello queda circunscrito al off narrativo. Concentración que expresa el cerrado círculo en el que Juana se encuentra atrapada y que deja abiertos todos los interrogantes que el personaje de Pedro arrastra consigo: ángel y diablo al mismo tiempo, figura tan carismática como inquietante, tan atractiva como perturbadora, ambivalente y seductora al mismo tiempo.
La narración entera se aprieta y se condensa para contar lo esencial. La sintaxis prescinde de lo adjetivo y la puesta en escena busca una imagen sustantiva, capaz de hacerse expresiva por sí misma. Esas perturbadoras imágenes en las que Juana afeita a Pedro delante del espejo se convierten, así, en el momento de mayor intensidad erótica (¿) vivido por los protagonistas y el instante de mayor intimidad física entre ellos, lo que convierte al afeitado en metáfora sustitutiva del acto sexual no consumado y precipitan a la película, en esos breves momentos, por el territorio del surrealismo y del amor fou sin llamar la atención y sin reclamar ninguno de estos atributos para la secuencia.
Película de construcción circular, La vida mancha sugiere la posibilidad de que, en realidad, toda la historia haya transcurrido tan sólo en la cabeza de Pedro. Semejante evocación permanece acotada entre el plano inaugural (el ala izquierda de un avión) y el plano que lo cierra (perfecto contraplano del anterior), que muestra a Pedro enmarcado por la ventanilla del avión con los ojos cerrados y luego, a medida que los abre, mirando hacia la izquierda tras haber revivido el sueño lacustre -heredado de su hermano- con el que culmina esa fuga interna de su imaginación.
Toda la historia se puede rebobinar, de esta manera, como el despliegue narrativo de un sueño melancólico teñido de tonalidades crepusculares, añorante de un mundo ajeno y deseado en el que el protagonista no tiene sitio. Una hermosa, estremecedora posibilidad de lectura para este relevante y personalísimo melodrama, una obra de madurez y a contracorriente, que hace de su humildad y de su limpieza visual sus mejores armas expresivas y que no debería pasar inadvertida para nadie.