Los sueños de Antonio Banderas
El actor estrena "El camino de los ingleses", su segunda película como director
23 noviembre, 2006 01:00Antonio Banderas durante el rodaje de "El camino de los ingleses"
Transcurridos seis años desde su debut, Antonio Banderas se coloca de nuevo detrás de la cámara para adaptar la novela de Antonio Soler El camino de los ingleses. Retrato sobre el final de la adolescencia, el filme, que presenta el 24 de noviembre en Málaga, ilustra el verano trágico y sensual de un grupo de jóvenes en los años setenta. Filmado con vocación experimental, Banderas lleva hasta el límite una arriesgada propuesta cargada de sueños y ambiciones.
Tres Antonios
Situado en los últimos años setenta, el verano al que nos traslada El camino de los ingleses coincide con el final de la adolescencia de los responsables del filme, que son en verdad tres Antonios -Banderas, el director; Soler, el escritor, y Melievo, el productor y músico-, y que miran hacia atrás con nostalgia pero también con ira por el estío malagueño que se fue y de lo que allí acontenció. "Es una película sobre la muerte -sostiene Banderas-. No tanto de la muerte física como de las muertes de las etapas de la vida". De la reconstrucción textual y lírica de aquellos meses crepusculares hay que pasarle cuentas a Soler, guionista de su propia novela (Premio Nadal en 2004); mas de su traslación en imágenes sólo es responsable nuestro actor más internacional. Con esta su segunda incursión detrás de la cámara, Antonio Banderas realiza un viaje de regreso al origen de sí mismo como artista: "Esta película es volver a Málaga, volver a los 70 y al estado en el que me encontraba".
Desde las primeras imágenes del film, una operación quirúrgica envuelta en el halo onírico del recuerdo o la alucinación, la película busca intencionadamente arrastrar al espectador a un universo que se aleja de cualquier sustrato realista para internarse en las lindes de la poesía y el experimento. "No he tratado de hacer una película costumbrista o neorrealista. Desde el principio le dije a Xavi [Giménez, director de fotografía] que teníamos que fotografiar los recuerdos y los pensamientos", argumenta Banderas. Un propósito sin duda audaz y ambicioso, desde cuya altura se lanza el actor español con determinación y sin miedo (como siempre ha hecho a lo largo de su carrera) a lo que vaya a encontrar al final de la caída.
El mundo interior
Los recuerdos, pertenecientes sobre todo al personaje Miguelito Dávila (Alberto Amarilla), se suceden en la pantalla saltando de un personaje a otro, transformados en imágenes que tienen por propósito transmitir el mundo interior de éstos. El riesgo que se corre con toda intervención en la imagen, bien sea proporcionando una cualidad fantástica a colores, luces y encuadres, bien sea con un montaje de atracción, es que, en el peor de los casos, y dependiendo de la sensibilidad y talentos implicados, el resultado adquiera un carácter hueco y ampuloso, más propio de una experiencia video-artística que cinematográfica.
Desgraciadamente, el fluir de las imágenes en El camino de los ingleses derrocha más sofisticación que arte, más psicología que alma. Así, una escena de éxtasis colectivo bajo la lluvia de verano, llamada a perpetuar la sensación de belleza y juventud, se convierte, por obra y gracia del ralentizado, en un anuncio de jeans resistentes al agua. Los pensamientos que quiere filmar Banderas remiten a un muy presente texto en off, reflexiones de calado poético que parecen directamente extraídas de su origen literario, y que en combinación con la artificialidad de las imágenes forman un flujo engorroso de metáforas casi inescrutables, de difícil digestión en un primer visionado.
"La película apuesta por una narrativa distinta -explica su director-. Más que acelerar el ritmo de las líneas argumentales, busca la melodía". Hay en la deconstrucción narrativa de El camino de los ingleses una encomiable voluntad de trascender y encontrar un estado de ánimo, una intención de búsqueda que acaso deberían imitar otros cineastas españoles largamente apoltronados en sus glorias pasadas. Banderas apuesta por el cine sensitivo frente al cine anclado en las fórmulas. En esta celebración sensorial para plasmar los placeres vividos al límite que viven Miguelito y su cuadrilla de amigos, determinados a exprimir lo máximo del sexo, de la amistad, el amor y la violencia, se adivina el culto que profesa Banderas a autores como Fellini (la fantasía de la memoria), Bob Fosse (la subjetividad de la representación), Wong Kar-wai (la sensualidad y el romanticismo desgarrador) o Almodóvar (la estética del colorido), pero la amalgama de esas deudas cinematográficas adquiridas no cuajan en la emoción narrativa, el talante hipnótico o la conmoción estética pretendidos.
Exceso de formas
A pesar de que el filme muestra su extraña cara ya en los primeros instantes; a pesar de las brillantes ideas en su interior; a pesar de la penetrante y hermosa atmósfera musical que le sobrevuela, a la postre la propuesta se resiente de un exceso en las formas que logra asfixiar, casi anular las historias implicadas y los personajes que las protagonizan (interpretados con solvencia y energía, especialmente Raúl Arévalo, por actores casi desconocidos). Como dice Banderas, "la película aísla a los personajes en una burbuja atemporal", y efectivamente logra conferir a estos de una cualidad etérea y fantasmal (sobre todo las presencias satélites al grupo, las de Fran Perea, Victoria Abril y Juan Diego), aunque esa misma cualidad les condene al esbozo y a la dificultdad de involucrarnos con ellos.
Sobrevive un sentimiento de desencanto en esta regresión que propone Antonio Banderas a la adolescencia. La tragedia va adueñándose de la pantalla hasta una catártica noche de tormenta. "Hemos tratado de hacer poesía de la fatalidad, del destino, de lo oscuro...", que inevitablemente convierte a los personajes, todos peleados con su futuro, en peleles de sus fantasías. Acaso como le ocurre a la propia película, víctima final de la voracidad de sus sueños y delirios.