Pedro Pascal y Paul Mescal, a la derecha, en una escena de 'Gladiator II'

Pedro Pascal y Paul Mescal, a la derecha, en una escena de 'Gladiator II'

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'Gladiator II', Ridley Scott y la belleza del gran cine

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No lo llamen Estados Unidos, digan Roma. Hace poco, llegaba a los cines Megalópolis, en la que Francis Ford Coppola establece un claro paralelismo entre la república romana y el caos que precedió a la llegada del Imperio en el año 63 a.C. Una república fundada sobre los más altos ideales que se ve desangrada por la corrupción y opulencia de sus élites frente a un pueblo pobre y endeudado que, desesperado, es vulnerable ante los populismos.

La grandeza de esa civilización permanece, pero la codicia de la tiranía aumenta a medida que lo hace el poder. Ya decía Lord Acton en el siglo XIX que “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Gladiator II, de Ridley Scott (South Shields, Reino Unido, 1937), también plantea sin disimulos un paralelismo entre la Roma clásica, en este caso en plena época imperial a principios del siglo III, y el Estados Unidos moderno. Vemos en la película una Roma dominada por los hermanos Geta (Joseph Quinn) y Caracalla (Fred Hechinger), dos tipos siniestros que representan la decadencia del imperio.

Es una Roma engreída y arrogante que desprecia todo lo que no sea ella misma y ha caído en lo que los griegos llaman hubris, esa “forma de locura” en la que incurren los hombres cuando intentan transgredir los límites impuestos a los mortales al creerse dioses. Y en esa Roma, será de nuevo un gladiador, un miembro de la clase más baja, el que acabe poniendo orden, como ya hizo Russell Crowe en la maravillosa primera parte a la que esta sucede poniéndose a su altura.

La historia de la película es, en lo esencial, similar a su predecesora. Han pasado 24 años desde el primer Gladiator y la historia se sitúa otros tantos años después de los hechos narrados en aquella.

El protagonista es Hanno/Lucio (Paul Mescal), un joven “bárbaro” de Numidia (hoy parte de Túnez y Argelia). La “gloria de Roma”, como se ve en la primera, y absolutamente espectacular, secuencia de la invasión marítima de los centuriones, supuso también la destrucción y matanza de millones de personas y el fin de otras civilizaciones. Se cita a Tácito: “Crearon un desierto y lo llaman paz”.

Entre los perdedores, el protagonista, que enfurece cuando los invasores matan a su mujer y es esclavizado. Al llegar a Roma, Hanno/Lucio se convierte en el gladiador más exitoso, descubre el secreto de sus orígenes y, mientras decapita a otros en la arena, se va haciendo a la idea de que tendrá que “cumplir con su destino” y liberar a Roma de sí misma.

Películas de romanos hay muchas, pero ninguna con este nivel de precisión ni con panorámicas tan perfectas

Como vimos en Napoleón (2023), a Ridley Scott le gustan los culebrones y aquí plantea el conflicto en términos freudianos. Hanno/Lucio es, al tiempo, víctima del imperio y el más romano de los romanos. Por sus venas corre sangre real: es nieto de Marco Aurelio (Richard Harris en la primera parte), hijo de Máximo (Crowe entonces) y de Lucila (Connie Nielsen), ahora casada con el general Marco Acacio (Pedro Pascal), un “soldado de Roma” con problemas de conciencia.

La sombra de los lascivos emperadores la encontramos en la figura de Macrinus (Denzel Washington), un hombre ansioso de “gloria” que representa el “sueño romano” por el cual “el hijo de una familia humilde puede llegar a lo más alto del poder”. Macrinus, al que Washington otorga una ambigüedad carismática, es símbolo de un sistema podrido en el que ya no se dirimen ideas ni ideales, en el que todo son intrigas y fake news. Por suerte, quedan los héroes.

Si en Megalópolis escuchábamos “no permitir que el ahora destruya el para siempre”, al censurar una sociedad que en su propio frenesí prefiere los placeres instantáneos a la solidez de la “trascendencia”, Ridley Scott nos sitúa más en un contexto de épica a la vieja usanza, de “grandes valores”, del Cantar de Mio Cid a las leyendas artúricas. Aquí el honor es honor, la grandeza es grandeza y los héroes no están cansados ni tienen aristas.

Para disfrutar Gladiator II hay que despojarse del cinismo propio del mundo moderno y dejar que frases como “fuerza y honor” o “nuestros actos resuenan en la eternidad” nos emocionen sin levantar una ceja.

Paul Mescal en una escena de 'Gladiator II'

Paul Mescal en una escena de 'Gladiator II'

Películas sobre romanos ha habido muchas. Ahí está Espartaco (Stanley Kubrick, 1960), quizá la mejor, a la que Gladiator II homenajea en esa escena en la que todos corean “yo soy Espartaco”, en este caso, claro, Hanno, convertido en nuevo libertador de los romanos. Y Ben Hur (William Wyler, 1959), con ese Charlton Heston que también desciende a los abismos y, contra pronóstico, logra levantarse. Pero ninguna muestra con tal nivel de precisión y detalle ese mundo, ni ofrece panorámicas tan perfectas de esa antigua Roma, tan bella como polvorienta y desigual.

Con un presupuesto de 310 millones de dólares, Gladiator II devuelve a las salas su condición de templo cinéfilo, de lugar insustituible en el que soñar con grandes historias –ahí están las de John Ford, Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), o las primeras entregas de La guerra de las galaxias–.

La película es, además, una defensa encendida de los valores fundamentales de la cultura occidental, el imperio de la ley y la democracia, frente al vértigo de la tiranía. En tiempos de “líderes fuertes” y de un renacer del autoritarismo, queda claro.