
Un momento de 'Zéphyr'. Foto: Laurent Phillipe / Cedida por el Centro Danza Matadero
Cuando el viento sueña en movimiento: 'Zéphyr' de Merzouki en el Centro Danza Matadero
La exigencia física de la pieza es abrumadora. Bailar contra el viento literal y metafóricamente exige una entrega que los intérpretes asumen con una generosidad conmovedora.
Más información: 'Decimos verdades que parecen mentiras': el homenaje al 8M de Muriel Romero y la CND en el Museo del Prado
En Zéphyr, el viento no es un simple motivo poético. Es protagonista, enemigo, aliado y metáfora. Mourad Merzouki, maestro en el arte de transformar el hip-hop en un lenguaje escénico total, nos sumerge en una travesía coreográfica donde la naturaleza y el cuerpo entran en una alianza tensa y a la vez luminosa.
No nos engañemos, Zéphyr no es sólo una danza sobre el viento: es una inmersión en su violencia, su misterio y su música incorpórea.
En un primer momento, el escenario evoca la crudeza del océano abierto. La escenografía de Benjamin Lebreton, sobria y poderosa, convierte el espacio en una bodega marina sacudida por fuerzas invisibles. Varios ventiladores aportan realismo, a la vez que dialogan con la danza, desafiando a los intérpretes, envolviendo sus cuerpos en una coreografía de resistencia.
Merzouki confirma su talento para orquestar fusiones. Aquí, el hip-hop —su raíz artística y estética— se tropieza con la danza contemporánea, las artes visuales y una partitura sonora profundamente cinematográfica.
La música de Armand Amar, cargada de percusiones que simulan el golpeo de las olas y de pasajes melódicos de gran carga emocional, construye una atmósfera inmersiva que nunca es decorativa. Por el contrario, acompaña, potencia e incluso narra. Junto a la iluminación de Yoann Tivoli, que oscila entre lo dramático y lo onírico, el resultado es un poema escénico donde cada elemento está en permanente diálogo.
Pero son los cuerpos —unos bailarines de una precisión casi sobrenatural— quienes sostienen el núcleo de Zéphyr.
Ellos y ellas, ataviados con vestuarios en tonos azul-gris, replican el vaivén del mar, el combate de las velas contra la tormenta, la fragilidad humana ante los elementos. Sus movimientos son a veces espasmódicos, como sacudidos por fuerzas superiores; otras, fluyen como el agua misma, en una armonía que recuerda el momento exacto en que el viento cesa y la mar queda en calma. He de decirte que esta alternancia entre tensión y serenidad estructura toda la obra.
Hay, sin embargo, momentos donde el espectáculo trasciende su propia propuesta visual para alcanzar lo alegórico.
Uno de ellos es, sin duda, la escena del velo blanco. Desde el fondo del escenario, una gran tela ondulante —cual ola descomunal— avanza sobre los bailarines. Uno a uno son absorbidos por ella, engullidos por ese elemento que han intentado domar. Entonces, del corazón de la tela emerge una figura femenina. ¿Una sirena, una musa marina...? Quizá una encarnación de la belleza que habita en lo amenazante. Es un momento hipnótico, de una potencia simbólica y estética que deja sin aliento.

'Zéphyr'. Foto: Laurent Philippe
Zéphyr no es un espectáculo complaciente, pero sí profundamente accesible. No necesita palabras para emocionar ni argumentos para convencer. El cuerpo habla, y lo hace con una elocuencia que nace del riesgo y del dominio técnico. Porque hay que subrayarlo: la exigencia física de esta pieza es abrumadora. Bailar contra el viento —literal y metafóricamente— exige una precisión y una entrega que los intérpretes asumen con una generosidad conmovedora.
Sin lugar a preguntas retóricas, ni academicismos trasnochados, la danza contemporánea necesita voces como la de Mourad Merzouki. Ondas que no teman mezclar, que no duden en poetizar el cuerpo sin perder su anclaje social, que no caigan en el hermetismo, pero tampoco en la banalidad.
Zéphyr es todo eso y más: una coreografía de los elementos, una metáfora danzada de nuestra fragilidad y coraje. Y, por encima de todo, un espectáculo que deja una estela —como un barco que ha atravesado la tormenta— en la memoria del espectador.
Porque el viento, una vez que ha pasado, nunca deja las cosas como estaban.