Teatro

Festival de Otoño,16 años de vida

17 octubre, 1999 02:00

En líneas generales, el festival no tiene una imagen definida. Con frecuencia, ha sido una especie de cajón de sastre en que cabía todo.

Una mirada retrospectiva sobre los dieciséis años que tiene de vida el Festival de Otoño, descubre las dos máximas aspiraciones de casi todos sus directores: abrir la escena española a las novedades más llamativas, y de mayor calidad, del extranjero e incrementar el número de espectadores. Este intento de conciliar calidad y taquilla es una tendencia sin duda digna de toda consideración. Por una parte, es la superación del elitismo restrictivo y minoritario y por otra la refutación de un neoliberalismo atento sólo a los ingresos y a la rentabilidad. En 1996, con Ignacio Amestoy, se potenció además la presencia de autores españoles como quizá no se ha hecho en ninguna otra edición. Amestoy se encontró ya un proyecto de programación que había ideado Tomás Marco quien dejó la dirección del festival al ser nombrado responsable del INAEM.

El Festival de Otoño tiene carácter multidisciplinar y, en ocasiones, se resiente de la especialidad de su director. Pero lo que aquí interesa y tratamos es su faceta teatral. Se advierte en esta decimosexta convocatoria un intento de concentración temporal, al reducir a cinco semanas su duración. Volver a recoger la idea de un palacio de festivales que funcionara durante todo el año y evitara la dispersión de los espectáculos -proyecto de Amestoy, creo recordar- no sería superfluo. Una de las quejas de Pilar Yzaguirre cuando se hizo cargo del festival en 1983 era que Madrid carecía de locales suficientemente dotados para albergar determinados montajes; deficiencia que quedaría resuelta con el palacio aludido. En estos dieciséis años cada director ha tratado de imprimir su sello, naturalmente; sello o marca personal más acusado en unos que en otros. Pilar Yzaguirre tuvo de su parte la sorpresa y las expectativas novedosas. "Llenar lagunas y enmendar olvidos" era su lema. Por supuesto que toda programación es discutible y que en teatro pasa como con los carteles de toros o la selección nacional de fútbol: que cada aficionado tiene su idea propia e intransferible. En líneas generales, en aquellos años aurorales se cumplieron los objetivos de apertura: glamour, escaparatismo, intelectualismo, cultura de minorías. El festival era una novedad y eso comporta riesgos. Y conlleva también un plus de compensación inherente a toda aventura nueva. Así en un recordatorio de urgencia, los años de Pilar Yzaguirre ofrecieron variedad y buscaron la calidad. Se puso en marcha un circuito complementario por la periferia de Madrid y pueblos de la Comunidad. Acercar el teatro a núcleos urbanos, habitualmente desprotegidos u olvidados por los mecanismos difusores de cultura, es intención loable; aunque a estas alturas -dieciséis ediciones- se tiene la sensación de que hubiera dos festivales en una misma entidad orgánica: uno de primera en Madrid capital y otro de menor entidad en la periferia.

En líneas generales el festival no tiene una imagen definida. Ha sido, con frecuencia, una especie de cajón de sastre en que cabía todo. Agustín Tena, en 1995, intentó un festival parcialmente temático, con un ciclo dedicado a Bertolt Brecht y otro dedicado a "Salomé" en sus distintas manifestaciones como fenómeno cultural e histórico, con una ópera y la presencia de Steven Berkoff como platos fuertes. Agustín Tena había sustituido a Isabel González en 1992, muy incardinada ésta en el mundo de la danza, lo cual marcó su mandato. Isabel González había reemplazado a González Sinde que, a su vez, había seguido a Pilar Yzaguirre. Pasada la resaca de la novedad inicial, fueron años marcados por cierta atonía. La misión de Agustín Tena fue relanzar el festival insertándolo en el tejido social. Para lo cual era imprescindible incrementar el número de espectadores. De los 70.000 que tuvo en 1992, subió a más de 300.000 en 1995. Se cumplieron, pues, los objetivos llamados políticos y sociales.

La definición de imagen, la determinación de un caracter propio y diferenciado no ha avanzado gran cosa. Y sigue siendo una asignatura pendiente. Puede que la culpa de ello la tenga el bajo presupuesto con que cuenta el festival, unos quinientos millones si los organizadores no me desmienten. Esto, comparado con las macrocifras de otros festivales extranjeros limita espectacularmente las posibilidades de producción propia. Lo cual condiciona ineludiblemente su desarrollo. Han de aprovecharse espectáculos ya en marcha, buscar las coincidencias de fechas y de gira, hacer encaje de bolillos. Con Ignacio Amestoy las expectativas de incrementar el número de espectadores alcanzaron una cumbre puede que todavía no superada; se sacó del programa general el Festival Alternativo trasladándolo a otras fechas, y se reforzó la línea españolista con autores de vanguardia.
Con Alicia Moreno, hoy Consejera de Cultura de la Comunidad y responsable de la programación actual, se ha seguido el proceso de universalización. El Festival de Otoño, sin duda consolidado, necesita sin embargo esa definición de imagen que muchos echan de menos. Para lo cual, volver a pensar el caracter determinante de las propias producciones, parece imprescindible.