Blanca Portillo, en un momento de 'La madre de Frankenstein'. Foto: Geraldine Leloutre

Blanca Portillo, en un momento de 'La madre de Frankenstein'. Foto: Geraldine Leloutre

Teatro

España como manicomio: Almudena Grandes en escena con 'La madre de Frankenstein'

Carme Portaceli estrena en el Teatro María Guerrero una adaptación de la novela, que viaja al tremendismo enajenado del franquismo en los 50.

29 septiembre, 2023 02:13

Cuando conoció la fascinante historia de Aurora Rodríguez Carballeira, Almudena Grandes supo que antes o después la tendría que contar. Lo curioso es que, en primera instancia, se decantó por plasmarla en una pieza dramática. El teatro le interesó siempre muchísimo. Sin embargo, se sentía negada para este género. Aun así llegó a escribir la obra pero, como temía, no quedó satisfecha: creía que era mala. “Para nada lo era”, apunta Carme Portaceli a El Cultural. Grandes se la había pasado cuando decidió remangarse con una adaptación de La madre de Frankenstein, la novela (quinta de su ciclo Episodios de una guerra interminable) en la que finalmente se explayó sobre Rodríguez Carballeira, mujer de una inteligencia deslumbrante, adelantada a su tiempo, madre soltera por voluntad propia que acabó matando a su hija Hildegart.

A esta la concibió con un cura. Mantuvo tres encuentros carnales a tal efecto. Su maternidad tenía un fin científico: hacer de su hija “el modelo de la mujer del futuro”. De ahí lo de Frankenstein del título. Pero cuando vio que se escapaba de su esfera de control no pudo soportarlo, y la asesinó. Se cree que Hildegaart, militante socialista, sexóloga y feminista, había decidido marcharse a Inglaterra, alentada por H. G. Wells. Ahí fue cuando su invasiva madre habría entrado en crisis y terminó pegándole cuatro tiros mientras dormía. Le cayeron 26 años de condena que cumplió en buena parte en el psiquiátrico de Ciempozuelos.

En él la sitúa Almudena Grandes en la novela, que Carme Portaceli, con adaptación de Anna Maria Ricart (al igual que en su incursión en La señora Dalloway de Virginia Woolf), sube ahora a las tablas del Centro Dramático Nacional (María Guerrero a partir de este viernes) y luego, el 23 de noviembre, hará lo propio en ‘su’ Teatre Nacional de Catalunya, que dirige desde 2020. Portaceli aclara que no es una obra sobre Aurora y su locura. Tampoco era esta, en realidad, la prioridad de Grandes. “Va mucho más allá, es un retrato de aquel país, un capítulo de la historia que apenas nos han contado pero que es crucial para entender por qué somos como somos”, apunta Portaceli, que tiene bajo su batuta a dos purasangres del escenario: Pablo Derqui y Blanca Portillo.

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A la ganadora del último Premio Corral de Comedias le toca encarnar las oscilaciones entre la inteligencia y la enajenación de Aurora, un festín para sus registros interpretativos. “Es brutal: hace cualquier cosa sin aparente esfuerzo”, señala. A Derqui le corresponde meterse en la piel de Germán Velázquez, psiquiatra que tuvo que dejar España con el colapso de la República y que vuelve a ella en los 50, para toparse con una realidad totalmente cambiada, como le sucedió a Max Aub a su regreso (de su estupefacción dio cuenta en el doliente diario La gallina ciega). A Derqui y Portillo los acompañan Ferran Carvajal, Macarena Sanz, Javier Troncoso...

Traduttore, tradittore

Se reparten entre todos cerca de una 24 personajes, número lejano de los 117 que tiene la novela. “En una adaptación hay que elegir. Una hace su lectura personal a partir de su ideología y de su propia experiencia. Pero yo admiraba a Almdunena, y por eso he intentado ser fiel. Aunque ya se sabe: traduttore, tradittore”, apunta Portaceli, que manufactura una puesta en escena conceptual, aunque con realistas tomas a tierra: la cama de la habitación del manicomio, el piano que toca Aurora... En ese fresco humano, conviven figuras reales, como Aurora y Hildegart. También se trae a colación a Antonio Vallejo-Nájera y su defensa de la eugenesia, así como a López Ibor, que practicó lobotomías para ‘curar’ a homosexuales.

Germán Velázquez, que asume el peso de la narración, nació en cambio del magín de Grandes, aunque está inspirado en Carlos Castilla del Pino, el contrapunto ilustrado y progresista de la psiquiatría española. Velázquez ha de tratar a Aurora, todo un desafío para él en el plano profesional y personal, porque en su juventud fue ella la que le despertó la vocación por analizar los renglones torcidos de la mente. Otra figura clave de la cosecha imaginaria de la autora de Las edades de Lulú es María Castejón, enfermera en Ciempozuelos que carga sobre sus jóvenes hombros el machismo nacionalcatólico. “A través de sus ojos también nos asomamos a esa España que parecía un manicomio, obsesionada con el sexo”.

Esto último lo dice a propósito de las sospechas que generan los acercamientos de Velázquez a Castejón. Él necesita información sobre esa paciente deslumbrante y aterradora, y por eso pregunta insistentemente a la enfermera, que la conoce muy bien. Pero los demás solo ven un interés circunscrito a la bragueta. Es un España desconfiada y reprimida, que aun así alberga genio y rabia. Una España de contrastes tremendistas, como –apunta Velázquez– el de “la rotundidad del sol de enero sobre los campos encogidos por la escarcha”.