Una desolación
Yasmina Reza
6 septiembre, 2000 02:00¿Podríamos definir a Yasmina Reza como una discípula de Beckett, tentada o fascinada por el clima de la clase media? Una desolación tiene el valor de lo ambiguo y un lenguaje directo y coloquial
Yasmina Reza nació en París en 1959 y es hija de un judío sefardita ruso y de una violinista húngara, también hebrea. Reza se inauguró, como autora de teatro, con Conversation après un enterrement (Conversación tras un entierro) en 1987. Siguieron después L’Homme du hasard (El Hombre del azar), Arte o La traversée de l’hiver (La travesía del invierno). En 1995 -mientras comenzaba el éxito mundial de Arte- Yasmina Reza publicó su primer libro narrativo, Hammerklavier, una serie de cuentos o sketches sobre amigos, hijos y sobre todo la figura del padre, que parece ser importante en su obra. En 1999 apareció el libro que ahora se traduce, la primera novela -o nouvelle- de Yasmina (más dada a las distancias cortas): Una desolación.
La crítica inglesa señaló que Arte era una middlebrow comedy, lo que puede traducirse como una comedia mesocrática o para público medio, con cierto ribete culto. De algún modo -especialmente en teatro- la garantía del éxito. A mi entender (y sin negar lo anterior) el éxito de Arte -y Una desolación no queda demasiado lejos- provendría también de su mundo aparentemente cercano y del planteamiento de complejos problemas que
-como en la vida- no se resuelven. Se exponen, se dan vueltas (nos retratan) nos obligan a pensar y a sentir, y dejan cualquier resolución al espectador o al lector. Amables obras abiertas, sin duda, aunque signadas por una clara vertiente pesimista, asumida sin dramatismo. En una entrevista (refiriéndose a Arte) Yasmina dijo: "Es divertida pero también trágica. Después de todo, es la destrucción de una amistad".
Una desolación (que también se mueve, como dije, en un ludismo trágico) es el monólogo de Samuel, un judío francés jubilado, entregado al hobby de la jardinería -muy aficionado a la música, pero nada a la literatura- que siente la vejez como una inmensa pérdida, pero también como el momento en que el hombre puede ser auténtico, y cantarle las verdades al lucero del alba... De entrada Samuel -que se dirige a su hijo, un hombre joven que busca el equilibrio y la seguridad- parece un cascarrabias, un ser amargado (aunque contento por la terrible libertad que otorga la amargura) que critica a su segunda mujer, Nancy, a su hija -muy fina, casada con un farmacéutico- y hasta el nietecillo Jérôme, crío que no tiene la culpa de nada, pero a quien acaso su abuelo contemple con ruda misericordia, al verlo inserto en la vida, para él una maquinaria compleja y absurda... Por medio está el encuentro con una amiga -vieja, también- Geneviève a la que Samuel invita a cenar recordando amores y amigos (todo parece ya lleno de vaciedad y de rabia, pero también de coraje) y donde critica a los judíos franceses sionistas que -ahora- se compran una casita en la parte nueva de Jerusalén. Samuel no cree en nada, salvo en el horror -atrayente- de la vida misma, y ésta (supone) se está acabando para él: "un hombre en el arrabal del hombre".
Igual que en su teatro (no sería difícil convertir en teatro Una desolación) lo que más llama la atención en la novelita de Yasmina Reza es un lenguaje coloquial, directo -un hombre que habla- dotado de gran poder comunicador y oscilando entre lo más cercano a la clase media (un fuerte coloquialismo burgués) sin desdeñar momentos libres de una reflexión más anárquica, ruptural y pesimista. En un tono para ambos distinto, Yasmina Reza no recuerda a Françoise Sagan -como ella autora de novelas y de teatro- sino al poderoso y terrible Samuel Beckett, que escribió también teatro y narrativa. ¿Podríamos definir a Yasmina Reza como una discípula de Samuel Beckett, tentada o fascinada por el clima de la clase media? Veamos un par de frases de Una desolación: "Porque cualquier guerra, por inútil que sea, por mortífera que sea, es superior a la comodidad". Y más adelante: "Pronuncia unas palabras que trazan una fisura y sabes que no hay ninguna esperanza de reunirse, que el alma vive sola y que no se puede hacer nada por el otro". ¿Es éste el tono de una comedia mesocrática?
Y sin embargo, la novelita podría también mirarse (saltando frases del estilo de las anteriores) como el punteado recuerdo de una vida relativamente normal: Un hombre que ha trabajado en una empresa, al que le ha ido aceptablemente bien, que ha tenido mujer e hijos (y por supuesto amantes) que ha conocido la emoción del amor o de la pasión y la vacía tragedia de la rutina, que para otros viene a ser lo más sólido de la vida. Al final ese hombre -Samuel- se dedica a la jardinería y a la comprobación de la trampa, esa maquinaria vital de la que no podemos ni sabemos escapar. Vuelve a decirle a su hijo: "Te habría preferido criminal o terrorista antes que militante de la felicidad". Ahí tenemos una buena frase nietzscheana o existencialista. ¿Qué tiene Samuel contra la felicidad? Sólo que el concepto burgués de felicidad mata (o anula) la desesperación y es ésta, precisamente, la que nos mantiene lúcidos, vivos, con la pasión llena de rabia que es precisa para vivir dentro de la trampa... El maduro Samuel jugaba a morirse delante de los niños. Ahora, años después, borracho en la noche, quiere enseñarle también a su amiga Geneviève cómo se muere. "¿Quiere usted que haga de indio atravesado por una flecha? [...] Voy a mostrarle cómo muero, Geneviève". ¿Existencialismo de clase media? ¿U otra luz sobre la honda, verdadera realidad? El valor de lo ambiguo.