Image: ¿Quién mató a Daniel Pearl?

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Letras

¿Quién mató a Daniel Pearl?

por Bernard-Henri Lévy

27 noviembre, 2003 01:00

Bernard-Henri Lévy. Foto: Carlos Vitello

En enero de 2002 el periodista norteamericano Daniel Pearl, un"ciudadano del mundo, interesado por otros hombres, satisfecho de la vida y amigo de los olvidados; gran vividor y solidario con los débiles; un desinteresado comprometido", se dirigía a un restaurante de Karachi para entrevistar a un talibán sobre los vínculos entre Al Qaeda y Pakistán. Jamás llegó: fue secuestrado, torturado y degollado una semana más tarde ante una cámara de vídeo. Su tragedia conmocionó de tal modo a Bernard-Henri Lévy que dedicó un año entero a comprender la tragedia, a descubrir la verdad, entrevistando a víctimas y verdugos en Pakistán, Londres, Los ángeles o Afganistán, para tratar de "reconstruir la muerte de un hombre al que no conocí". El libro, que lanza Tusquets la próxima semana, ha suscitado una extraordinaria polémica en toda Europa y muy especialmente en Francia, con programas televisivos y encendidas críticas por las posiciones que defiende BHL. Un relato "lo más crudo posible, lo más ceñido a lo que he visto y vivido", del que El Cultural publica hoy el fragmento que da respuesta al gran enigma: ¿por qué mataron a Pearl?

Una primera explicación salta a la vista. Pearl era periodista. Precisamente periodista. Y lo era en uno de los países del mundo en el que menos conviene serlo y en el que todos los periodistas están, en cuanto tales, en peligro de muerte permanente. ¿Por insubordinados? ¿Por ser hombres libres? ¿Por tener una dichosa tendencia a desobedecer y negarse a seguir consigna alguna? Ni siquiera. El problema es que, al contrario, no se los considera libres ni independientes; el problema, lo que de verdad obra en su contra, es que -en la mentalidad de un militar paquistaní sin dos dedos de frente o de un militante integrista alentado por su santo odio- los periodistas estadounidenses son por definición espías y un reportero del Wall Street Journal en nada se distingue de un agente de la CIA. ¿Un periodista libre? Contradicción en los términos. ¿Un periodista no vinculado a los servicios secretos, a "las tres letras", de su país? Un oxímoron, algo inconcebible. He visto esto que digo. He vivido en carne propia lo extraordinariamente difícil que es en Pakistán informar como periodista sin que crean que se actúa como un agente secreto. Pude observar, cada vez que en mis últimos viajes trataba de explicar que sí, en efecto, no sería una novela pero por lo menos yo era un espíritu libre que investigaba libremente y no buscaba más que la verdad, pude observar, digo, cada vez que me las veía con oficiales o jefes y subjefes de esa absurda policía, miradas de recelo, guiños de tarántula, torvos aires de desconfianza acérrima y de sobreentendidos malévolos que parecían decir: "Usted dirá lo que quiera... Nosotros sabemos bien que eso de un escritor libre no tiene sentido...". Nadie duda de que Pearl murió por eso. Nadie duda de que los necios sanguinarios que le hicieron decir que era judío creían de verdad que era también un agente del Mossad o de la CIA. En este sentido, su muerte lo convierte en un mártir de esa gran causa que es la Prensa libre. Su nombre se suma a la larga lista de todos los periodistas paquistaníes encarcelados o muertos por defender la prensa y su libertad. Honrar la memoria y el valor de Daniel Pearl es rendir un homenaje a todos los que, después de él, se han expuesto al mismo riesgo que él yendo a Karachi, costase lo que costase, para hacer su trabajo: Elizabeth Rubin, Dexter Filkins, Michel Peyrad, Steve Levine, Kathy Gannon, Didier François, David Rodhe, Daniel Raunet, François Chipaux, Rory McCarthy...: ellos son el dedo en las llagas de Pakistán, y honran a este oficio. Está el hecho -y es una segunda buena explicación- de que toda esta historia se desarrolló en un país -¿una región?, ¿un mundo?- en el que, desde la guerra de Afganistán y mientras se esperaba la guerra anunciada en Iraq, Washington fue considerada la capital del imperio del Mal, la sede misma del Anticristo y de Satán: Daniel Pearl era estadounidense... ¿Buen estadounidense?

No hay estadounidenses buenos, piensan y afirman las sectas de asesinos. ¿Contrario a Bush? ¿Demócrata? ¿Molesto por los abusos de Dostom y las fuerzas especiales estadounidenses en Mazar e-Sharif? ¿Un estadounidense que, si hubiera vivido, y de creer a Danny Gills, su amigo de Los ángeles, seguramente se habría unido a la cofradía de espíritus libres que se lo hubieran pensado dos veces antes de dejarse enrolar en la guerra absurda de George Bush? "Precisamente", insisten ellos. "Eso es casi peor. Es la peor artimaña del Diablo. La marca misma del Demonio. Es el truco que ha ideado para desarmar a la nación áraba". ¿No simpatizaba por lo menos con vosotros?

¿No era amigo de lo Otro? ¿No era Daniel Pearl uno de esos estadounidenses que se niegan a odiar en bloque, rechazan las amalgamas y se ponen de parte de los humillados? "Sí, claro. Lo vimos. En esos ocho días tuvimos tiempo de comprender que este bendito, en efecto, no nos era hostil. Pero la cuestión no es ésa. A nosotros nos da igual lo que piense o deje de pensar un estadounidense, pues lo malo no es lo que se piensa, lo malo es Estados Unidos. Nos reímos de lo que hizo o no hizo su Danny, porque Estados Unidos no es un país, sino una idea, una idea que ni siquiera es una idea, sino la representación misma del infierno".

Mataron a Pearl menos por lo que pensaba o hacía que por lo que era. Si en Gulzar e-Hijiri fue juzgado culpable de algo, fue del único, ontológico crimen de haber nacido. Culpable de haber nacido... Culpabilidad sin crimen, esencial, metafísica... ¿No nos recuerda eso algo? ¿No oímos la voz de otra infamia tras este tipo de juicios? Pearl murió por ser estadounidense en un país en el que serlo es un pecado que, en la retórica que lo estigmatiza, guarda relación con el pecado de ser judío. Pearl fue víctima de esa otra porquería que se llama antiamericanismo y que, a ojos de esos neofascistas que son los integristas, lo convierte a uno en escoria infrahumana que hay que eliminar. Estadounidense, luego cabrón. Estados Unidos, o el Mal. El viejo antiamericanismo occidental cruzado con el de los locos de Dios. El odio rancio de nuestros pétainistas remozado de Tercer Mundo. Puse punto final a este libro justo por entonces. En aquel momento me zumbaba en el oído el clamor mundial que convertía a Estados Unidos en una región, no del mundo, sino del espíritu: y la más negra. Mejor vivir como siervos de Saddam que liberados por Bush, clamaba el mundo entero. Se podía, como hacía yo, rechazar la guerra de Bush y pensar al mismo tiempo que ese clamor era abyecto. Daniel Pearl murió por eso.

Y hay una tercera razón. Pearl era judío. Lo era en un país en el que el judaísmo no es una religión, menos aún una identidad, sino otro crimen, otro pecado. Era un judío positivo. Un judío en la línea de Albert Cohen o Franz Rosenzweig. Estaba orgulloso. él "afirmaba". ¿No fue el único que una vez, estando en Peshawar, feudo del islamismo, junto con un grupo de periodistas a los que preguntaron de qué religión eran, contestó "judío" tan tranquilo, dejando terriblemente helados a los concurrentes, como me contó un colega suyo? Era judío como su padre. Como su madre. Era judío como Haim Pearl, uno de sus abuelos, el que, como recordaremos, dio nombre a una calle en Bnei Brak, Israel. Y, en este sentido, no cabe duda de que es un mártir del antisemitismo moderno: el antisemitismo que parte de Bnei Brak precisamente, el que asocia el nombre de judío a aquel, vergonzoso, de Israel y que, sin renunciar a ninguno de sus viejos tópicos, los recupera bajo la nueva autoridad, los reintegra en un sistema en el que el nombre mismo de Israel pasa a ser sinónimo de lo peor del mundo y convierte al judío real en la encarnación misma del crimen (Tsahal), del genocidio (tema -repetido desde Durban e incluso antes- de la matanza de palestinos), del instinto falsario (la Shoah como una farsa destinada a ocultar la realidad del poder judío).

De Durban a Bnei Brak, los nuevos hábitos del odio. Del "One jew, one bullet" entonado por algunos representantes de ONG en Durban al cuchillo yemení que perpetra el asesinato concreto de Daniel Pearl: una especie de continuidad. Daniel Pearl murió porque era judío. Daniel Pearl murió víctima de un neo-antijudaísmo que va afianzándose ante nuestros propios ojos. Yo llevo veinticinco años anunciándolo. No somos unos cuantos los que, desde hace veinticinco años, venimos notando y escribiendo que los procesos de legitimación del viejo odio están refundiéndose a fondo. Durante mucho tiempo se dijo: los judíos son odiosos porque mataron a Cristo (antisemitismo cristiano). Porque, al contrario, lo inventaron (antisemitismo moderno, anticatólico, pagano). [...] Cada vez oiremos menos decir que los judíos son abominables en nombre de Cristo, del Anticristo o de la pureza de sangre, eso es lo que creo. Estamos asistiendo a la reformulación de un nuevo discurso, a una nueva justificación de lo peor que, un poco como en tiempos del affaire Dreyfus, pero esta vez a escala mundial, asociará el odio a los judíos con la defensa de los oprimidos: un mecanismo atroz que, con un trasfondo de religión victimaria y mediante la conversión del judío en verdugo y del odiador del judío en nuevo judío [...] legitimará el asesinato del judío adepto a Bush y Sharon. Daniel Pearl murió también por eso.

Tres explicaciones, pues, que podrían contentarme. Tres razones por las que matar a Pearl; razones que, cada una por separado y tanto más juntas, deberían bastar para explicar el desenlace del drama.

Sólo que, mira por dónde, no me valen. No; por firmes y buenas que sean, ninguna de esas razones me convence. Ninguna acaba de explicar por qué Al-Qaeda, más los servicios secretos, más el sindicato del crimen en pleno, decidieron eliminar la mañana del día 31 de enero a este judío, a este periodista, a este estadounidense y no a otro.

Y eso por un detalle que, desde que pienso en este caso, hace casi un año, no ha dejado de intrigarme: Daniel Pearl es secuestrado el día 23 de enero; ese día los secuestradores saben que es judío, periodista y estadounidense, son perfectamente conscientes de esta culpabilidad tres veces hiperbólica, y sin embargo esperan hasta el 31, es decir, ocho días después del secuestro, para decidirse a castigar esa triple culpabilidad: lo que forzosamente significa que algo pasó en el curso de esos ocho días, un factor que no estaba el día 23 y sí el 31 y que provocó que, finalmente, se tomara la decisión de matar.