La ruta de Waterloo
Adolfo García Ortega
4 septiembre, 2008 02:00Podríamos comenzar por el que sirve de pórtico al libro "La ruta de Waterloo", donde la excusa de un encuentro casual con la novela de Stendhal propicia el germen de una obsesión vital: revivir la peripecia de la novela acudiendo a los campos en que tuvo lugar la conocida batalla. Hay en él un admirable trabajo de morfología compositiva, además de un ejercicio metaliterario que concluye en la inevitable fusión -y confusión- entre realidad y ficción. El resto del volumen ofrece cambiantes puntos de vista, situaciones y experiencias vitales de muy distinto signo. Del titulado "Sin color, con despedida", por ejemplo, emana la resignación de una vida sin norte, apagada por la ausencia de móviles que animen a ir más allá de lo conocido. En "Ida-Vuelta" asistimos a una estancia de nueve días, el único paréntesis que se permite el ejemplar padre de familia al que todos suponen en un congreso cuando en realidad está viviendo una fantasía de días contados. Extravagante y entrañable es la peripecia del abuelo que atraviesa la Europa de los grandes conflictos como reconocido chef de cocina; fábula sazonada con ingredientes amables y dispares: "Historia, viajes y ficción". "Vidas, mitad de trayecto", es un mosaico de vidas corrientes que, a lo largo de un martes cualquiera, van de un lado a otro de la ciudad, de sus trabajos, de sus emociones, de ellos mismos. Un ejercicio de minimalismo expresivo que sobrecoge por sus múltiples sentidos y una única dirección, la de las enigmáticas, a veces fatales, casualidades. No es todo, pero sí lo más destacado del libro.