Carlos Edmundo de Ory, la ironía del incomprendido
El poeta gaditano, padre del postismo, fallece a los 87 años en Francia
11 noviembre, 2010 01:00Carlos Edmundo de Ory. Foto Paco Torrente
Poeta, fundamentalmente, pero también ensayista, epigramista y traductor, Carlos Edmundo de Ory (Cádiz, 1923), hijo del poeta modernista Eduardo de Ory y padre del postismo, era uno de los autores vanguardistas más singulares y revolucionarios del panorama español actual. El poeta, afincado en Francia, ha fallecido a los 87 en su casa de la localidad de Thezy-Glimont a causa de una leucemia. Poeta incomprendido y poco conocido para el público, Carlos Edmundo de Ory gozó de la amistad de Pere Gimferrer, uno de sus grandes defensores. Afectado aún por la noticia, el escritor y académico cuenta que lo conocía desde los sesenta: "Yo prologué uno de los últimos libros Menos melancolía y muy jovencito reseñé su obra Los sonetos", recuerda el autor, que siempre siguió con "enorme interés" toda su obra. "Es uno de los grandes poetas españoles contemporáneos. Quizá por su residencia en el extranjero gran parte de su vida y porque, primero, se adelantó a su época y, luego, estuvo al margen de ciertas corrientes imperantes, nunca se le acabó de hacer justicia. Pero es un poeta absolutamente extraordinario por su prodigiosa inventiva de palabra e imagen y la mezcla de trascendencia metafísica y sentido del humor", añade. Además, Gimferrer lo define como un "poeta prodigioso", aunque pocos conocieran de su importancia, y como un "funámbulo asteta", tal y como lo describió en una reseña que le dedicó hace más de cuarenta años. "Le admiraba mucho, teníamos una relación personal muy profunda", concluye.
La poesía de Carlos Edmundo de Ory
por Guillermo Carnero
Mi primer encuentro con la poesía de Carlos Edmundo de Ory se produjo en 1966, cuando compré y leí el primero de sus libros publicados, Los sonetos, que había aparecido tres años antes. Su nombre me era familiar por el de su padre, un poeta modernista a quien conocía como autor de una antología de poesía suramericana, y por las noticias -no siempre piadosas- que circulaban en el mundillo literario sobre la extravagancia del Postismo, aún vivo en su segunda hornada. Aquel conjunto de sonetos me pareció extraordinario, por varias razones. Porque mostraba una inesperada capacidad de juego, experimentación y hallazgo verbal, y al mismo tiempo rezumaba la indagación existencial y la verdad emocional que la poesía de posguerra solía convertir, a mi modo de ver, en un anodino melodrama; porque mantenía un ingenioso juego de alusiones a la poesía de Góngora, Quevedo y el Modernismo; y sobre todo, porque daba una réplica contundente, y con el arma más efectiva, la ironía, a dos de los tópicos más conspicuos de aquella inmediata poesía española que más parecía urgente olvidar y superar: el amor dentro del orden y el tremendismo religioso. Quien escribía “mi rabo está delante y no detrás”, o que una mujer “me puso el pan delante como teta”, y convertía el célebre “silencio de Dios” en una conversación con Satán, frustrada por incompetencia de la Telefónica y terminada en “Merde!”, era desde luego un hombre llamado a no entenderse con sus contemporáneos, a quedar fuera del reparto de lo turrones que siempre acaban llevándose los facilones, los previsibles, los dóciles a la corriente, los leales a la bandería.
En La poesía de Carlos Edmundo de Ory, Jaume Pont -autor en 1987 de otro extenso estudio sobre el Postismo- comienza por ofrecernos un recorrido por la biografía personal y creativa de Ory, en dos grandes etapas. La primera transcurre en España, e incluye la lectura y asimilación de los grandes románticos (Leopardi y Novalis, ante todo), los simbolistas (Baudelaire, Rimbaud), los superrealistas (Artaud), César Vallejo, Ramón Gómez de la Serna, los clásicos del Siglo de Oro. Con ese bagaje formado por lo mejor de la tradición y la vanguardia elabora Ory, en 1945, la fórmula de irracionalidad lúdica y subversiva que se llamó Postismo, y que fue una de las disidencias primordiales con respecto a las tendencias dominantes en la poesía española de aquel entonces; de ello me ocupé, no hace mucho, en estas mismas páginas. A los seis años propone una nueva opción estética, el Introrrealismo, y abandona España en 1954, trasladándose a París y más tarde a Amiens. En ese segundo acto de su vida se aproxima al movimiento beat y al budismo, entabla amistad con Jouve y Bonnefoy, entra en contacto con la obra de Vian y Queneau y funda el “Atelier de Poésie Ouverte”, proyecto de creación colectiva orientada a la traducción, la exploración irracional del neologismo, el collage y la poesía visual.
En 1970, la antología y estudio que publica Félix Grande significa una primera llamada de atención hacia su obra, secundada por Gimferrer, Leopoldo Azancot, Rafael de Cózar, Dámaso Santos, la revista “Litoral” y otros muchos. Desde Versos de pronto (1945) a Sin permiso de ser ángel (1988), y sin olvidar los escritos juveniles y los inéditos, repasa Pont la obra de Ory exponiendo sus fuentes y sus estímulos, tanto los poéticos como los novelísticos y los ensayísticos, y tomándola en consideración desde los dos puntos de vista que impone inmediatamente a cualquier lector. El primero, ser uno de los discursos amorosos más sostenidos y densos de la poesía española de este último medio siglo, orientado hacia la experiencia de la comunicación y el conocimiento corporal, la pérdida de los límites del yo y el retorno a la naturaleza a través del otro. El segundo, haber logrado una considerable ampliación de las fronteras del lenguaje poético, integrando los registros coloquial, barroco y superrealista en una síntesis ajena a las normas y las expectativas de la gramaticalidad, y siempre sobre el filo de la navaja del absurdo. Nada de todo esto resultará extraño o indigesto al lector especializado, o incluso al simple aficionado a la poesía. Los estudiosos encontrarán además una detallada cronología de los textos de Ory, por sus fechas de escritura y publicación, y una extensa bibliografía sobre él y sobre sus iniciativas estéticas.
El mayor peligro que acecha a la recepción de la obra de Ory consiste en la capacidad que tiene, para desnaturalizarla y acotar su significado, su componente más visible: el juego. Nada más fácil que degradarlo entendiéndolo como una simple broma conducente a la risa, al disparate o al esperpento. Tras ese juego hay un amplio territorio de reflexión, de diálogo con el mito y con la tradición literaria, de inquietud ética. Decía Ramón que el pescador de greguerías debía devolver al mar las que son sólo sardinas; alguna se le habrá colado a Ory junto a otras especies más nobles, pero de ese riesgo no está libre ningún anzuelo.