El filósofo impertinente. Kierkegaard contra el orden establecido
Muchos han sido los filósofos volcados a la crítica, directa o enmascarada, según la dureza del momento, del orden establecido y de su capacidad de conformación de las conciencias. Decididos a oficiar de flagelos de sus contemporáneos mediante la ironía y una implacable y abrasadora capacidad dialéctica, estos espíritus de estirpe socrática compartieron, a lo largo de los siglos, aunque no sin importantes diferencias, un mismo programa: “crear la dificultad, no permitir el acomodo, mantener despiertos los espíritus, aguijonear las conciencias, despabilar las mentes, angustiar los corazones…”
A esta tradición pertenece, en cualquier caso, el Kirkegaard que Carlos Goñi (Pamplona, 1963) reconstruye lúcidamente en esta sugestiva monografía: el Kirkegaard solitario, “romántico”, misógino, tan obsesionado por su yo como más tarde lo estaría su gran lector Unamuno, y contrario, en fin, tanto al Cristianismo racionalista oficial de su época como al sistematismo hegeliano por entonces al final de su abrumadora influencia.
A diferencia de los hegelianos de izquierda, que optaron por centrarse en el análisis y la crítica ético-política del mundo que en aquel momento histórico comenzaba a construir el capitalismo, Sören Kirkegaard, filósofo y teólogo a un tiempo, escogió como campo de acción el del Cristianismo institucionalizado y sus paradojas, el de la especificidad agónica del individuo singular, obligado siempre a elegir y a elegirse y siempre tan ignorado en su concreción irreductible por el Sistema como inalcanzable para la razón teórica, el de la relación entre los tres “estadios” -el religioso, el ético y el estético-, el de la relación directa del hombre con Dios y, en fin, el de la vivencia radical de la angustia y el absurdo, años después elevada, por cierto, al primer plano de la reflexión filosófica por los diferentes existencialismos.
Y todo ello sin abandonar, anticipándose también a movimientos posteriores, el primado del fragmento, de las “migajas”, ni la identificación, difícil y esforzada, con el “hombre común”, ni el gusto por los pseudónimos, tras de los que, desafiando las convenciones, tanto gustó de ocultarse.
Es posible que algún lector de esta inteligente aportación al conocimiento de Kirkegaard eche en falta una mayor contextualización histórica y doctrinal del gran danés.
Con todo, el autor deja suficientemente claro, y ya es mucho, el importante papel jugado por Kirkegaard en la construcción de la temática de la “tragedia de la cultura moderna”. O lo que es lo mismo, en la denuncia “romántica” en sus orígenes, y en la que tantos espíritus de primer orden coincidirían después, del primado de lo mecánico, de la radical escisión entre lo interior y lo exterior, entre cultura y vida, del desequilibrio entre progreso material y progreso moral y, en fin, de lo cuantitativo en trance de universalización en el mudo a cuya génesis les fue dado asistir.