España en el corazón. La historia de los brigadistas americanos en la Guerra Civil española
Oliver Law (izq.), sargento de la Brigada Lincoln, durante la Guerra Civil
Para los estadounidenses de izquierdas no hubo acontecimiento más trágico -más romántico- en el siglo XX que la Guerra Civil española. Entre 1936 y 1939, una república que contaba con el apoyo de la mayoría de los trabajadores, artistas e intelectuales del país, luchó por su vida contra un ejército profesional -los nacionales- firmemente alineado con la Iglesia y los grandes terratenientes y equipado con modernos aviones y tropas experimentadas de la Alemania nazi y la Italia fascista. Para su defensa, la República tuvo que recurrir a un popurrí ideológico de milicias sin preparación pero ferozmente revolucionarias, un goteo continuo de armas de la Unión Soviética y unos 40.000 voluntarios de otros países organizados en las Brigadas Internacionales, dirigidas por los comunistas, cuyo batallón estadounidense tomó el nombre de “Abraham Lincoln”. En Barcelona, Orwell se unió a una milicia local semitrotskista. Herido en combate, volvió a su país para escribir sus brillantes memorias Homenaje a Cataluña. Hemingway envió docenas de artículos a un servicio informativo de Estados Unidos y más tarde escribió Por quién doblan las campanas, cuyo estoico protagonista estadounidense (inspirado en un líder guerrillero real e inevitablemente interpretado por Gary Cooper en la película de 1943) combate con las milicias españolas y sacrifica su vida para salvar a sus compañeros. En el Guernica, Picasso representó la destrucción gratuita, por parte de los bombarderos alemanes, de una ciudad vasca. Aragon, Auden y Neruda compusieron versos para mostrar su pesadumbre por las tribulaciones de la República española. Pero el arte no sustituye a las armas ni a los líderes. Poco a poco, las fuerzas del bando sublevado comandadas por Franco arrollaron a sus adversarios, peor equipados y políticamente divididos. En la primavera de 1939 tomaron Madrid e instituyeron una dictadura que perduró casi cuatro décadas. Adam Hochschild (Nueva York, 1942) es, al mismo tiempo, un historiador de talento y un hombre de izquierdas. En España en el corazón vuelve a narrar una historia conocida de manera convincente y poco acostumbrada, en forma de biografía colectiva que simpatiza con los estadounidenses que lucharon por la República y escribieron sobre ella, pero que se niega a ahorrarles las críticas. Reuniendo un bien elegido conjunto de historias individuales, muchas de ellas sobre personajes desconocidos, refleja por qué tanta gente pensó que la suerte del mundo se podía decidir en función de quién ganase el conflicto surgido en un país pobre del extremo de Europa.
Hochsfield intenta reflejar por qué tanta gente pensó que la suerte del mundo se podía decidir en función de quién ganase la Guerra CivilEl Gobierno de Roosevelt, limitado por las leyes de neutralidad y temeroso de perder los votos católicos, se negó a levantar el embargo sobre el envío de armas a España. Eso no impidió a una llamativa variedad de jóvenes estadounidenses unirse a la causa, la mayoría como miembros de la Brigada Lincoln. En ella había líderes estudiantiles comunistas y jóvenes adinerados. Oliver Law, un afroamericano veterano del ejército estadounidense, estuvo a cargo de la brigada por un periodo breve. Hochschild observa que “fue la primera vez que un negro estaba al mando de una unidad militar integrada por estadounidenses en combate”. En España, como en casi todas las guerras civiles desde la Inglaterra del XVII hasta la Siria actual, la brutalidad era la norma. Ambos bandos mataban sistemáticamente a sus prisioneros. Alrededor de un tercio de los lincolns que fueron a España murieron allí. Hochschild reconoce que la percepción de la guerra en el país de origen de los brigadistas seguramente tenía más trascendencia que lo que unos millares de izquierdistas pudiesen hacer en España. Retrata a periodistas empeñados en salvar la República o en destruirla. Martha Gellhorn, una corresponsal de Collier's, amante de Hemingway y que más tarde se convirtió en su esposa, escribía a Eleanor Roosevelt, íntima amiga de su familia, a fin de presionarla para que hiciese cambiar de opinión a su marido sobre el embargo de armas. The New York Times envió a dos importantes corresponsales para que informasen sobre ambos bandos. Ninguno de los dos se esforzó mucho en ocultar sus simpatías. Herbert L. Matthews, que informaba desde la zona republicana, se indignaba por el constante bombardeo contra civiles en Madrid. Más tarde, recordando el espíritu igualitario de la izquierda, escribió que España “nos enseñó el significado del internacionalismo”. Al mismo tiempo, William P. Carney, otro hombre del NYT, llenaba sus despachos con noticias de las victorias de las tropas de Franco y recibía el correo en la embajada alemana. Hochschild narra estas historias con un estilo que no pierde la vivacidad a pesar de su contención emocional. Su principal contribución consiste en volver a contar una historia conocida centrando la atención en los estadounidenses, y en analizar sin romanticismos por qué perdieron los “buenos”, para lo cual evoca los empeños de los estadounidenses de ambos bandos sin renunciar a aclamar retrospectivamente a la República. El único personaje que altera la compostura de su escritura es Torkild Rieber, un emigrante noruego presidente de Texaco. Rieber admiraba a Hitler y envió millones de barriles de petróleo a las fuerzas del bando sublevado, lo cual significaba la ruptura unilateral de los contratos firmados con el Gobierno republicano antes de que empezase el conflicto. Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939, Rieber contrató a ayudantes pronazis que telegrafiaban a Berlín “información codificada sobre los barcos que zarpaban de Nueva York rumbo a Gran Bretaña”. Cuando se filtró lo que estaba haciendo, el noruego tuvo que dejar el timón de Texaco. Con todo, siguió siendo un hombre rico y bien conectado con “una profunda debilidad por los líderes autoritarios” como Franco o el sha de Persia.
El historiador simpatiza con los estadounidenses que combatieron en el bando republicano, pero se niega a ahorrarles las críticasPor su parte, la República española no desdeñó el apoyo -quizá no pudo hacerlo- de uno de los dictadores más sanguinarios de su época y de cualquier otra. Aceptar la ayuda de Stalin, deja claro el autor, fue un “pacto con el diablo” que comprometió la imagen del Gobierno como modelo de democracia y tolerancia. En 1937, los comunistas leales al Kremlin tomaron el mando y ampliaron los servicios de seguridad. Tacharon de profascistas a numerosos anarquistas y radicales de otras tendencias que pretendían crear una España sin clases sociales. Esta ponzoña desencadenó una batalla en las calles de Barcelona que acabó con centenares de hombres que se necesitaban desesperadamente en el frente. Acto seguido, el Gobierno encerró en la cárcel a los supuestos “quintacolumnistas” y ejecutó a varios líderes. Ninguno de los estadounidenses descritos por Hochschild estuvo implicado directamente en la represión contra los no comunistas. Aun así, Hemingway no escribió ni una línea sobre ella. Y, si bien algunos miembros de la Brigada Lincoln se quejaban en privado de los dogmáticos que sacrificaban la eficacia bélica en el altar de la línea del Partido, no defendieron a sus compañeros que no se plegaron a la voluntad de la única potencia extranjera que daba apoyo a la atribulada República. A mitad de su fascinante relato, el autor recoge la difícil pregunta que Orwell ponderó y que los historiadores debaten desde entonces: ¿era incompatible con las exigencias de ganar la guerra el objetivo de construir una sociedad de hermanos? En Barcelona y en un puñado de ciudades más, los trabajadores revolucionarios tomaron por poco tiempo el control de sus fábricas y abolieron los vestigios del viejo orden, tales como las jerarquías militares y las propinas. Pero nada de ello sirvió para detener el avance de Franco. Como concluye Hochschild con buen juicio, “para librar una guerra compleja y mecanizada, un ejército disciplinado a cargo de un mando único es mucho más eficaz que una serie de milicias que rinden cuentas a un descabellado mosaico de partidos políticos y sindicatos”. Quizá esta fuese la mayor tragedia de la Guerra Civil española. La República no tuvo más alternativa que ceder parte del control a Stalin y sus secuaces. Sin embargo, con ello dividió a sus partidarios y fracasó en la consecución de su propósito. ¿Qué tiene esto de romántico? © New York Times Book Review