'Emperador de Roma': Mary Beard desmitifica el "mundo asesino" regido por "machos alfa" con jugosas anécdotas
La historiadora señala el papel destacado que desempeñan las mujeres en las historias de emperadores que se han transmitido a través de los tiempos.
4 diciembre, 2023 01:40Si creemos lo que nos cuentan las redes sociales, los hombres no pueden dejar de pensar en el Imperio Romano, sobre todo en sus elementos de “macho alfa”. Todo el que sienta esa obsesión haría bien en hacerse con un ejemplar de Emperador de Roma, el erudito y entretenido libro que acaba de publicar Mary Beard (1955), feminista y académica especializada en estudios clásicos.
Beard, entre cuyos libros anteriores están SPQR y Pompeya. Historia y leyenda de una ciudad romana, señala el papel destacado que desempeñan las mujeres en las historias de emperadores que se han transmitido a través de los tiempos. El más persistente ha sido “el estereotipo de la mujer intrigante”, que (supuestamente) manipulaba a los hombres poderosos para que obedecieran sus órdenes (o los envenenaba si no lo hacían).
Emperador de Roma comienza con Julio César, figura bisagra entre la República romana y el Imperio, y termina casi tres siglos después con Alejandro Severo, cuya muerte en 235 d.C. fue seguida de guerras civiles y reinados breves. A Severo le sucedió Maximino el Tracio, que era analfabeto, o a lo mejor solo se decía que lo era, insinúa Beard, planteando la posibilidad de que la afirmación “pudiera muy bien ser una difamación tendenciosa”.
Esto es algo que hace de tanto en tanto en el libro, detenerse para señalar que lo que creemos saber sobre los emperadores de Roma con frecuencia se debe a la propaganda diseñada para destruir (o pulir) reputaciones. Los emperadores “buenos” son invariablemente sabios, amables, prudentes y generosos, mientras que los “malos" son lerdos, repugnantes, decadentes y tacaños. ¿De verdad quería Calígula nombrar senador a su caballo? ¿De verdad mandó Heliogábalo que asfixiaran a sus invitados dejando caer pétalos de rosa desde el techo? Beard nos anima a ser escépticos ante todas las “anécdotas descabelladas”, aunque al mismo tiempo sostiene que esa demonización puede decirnos algo sobre la manera en que funciona el poder.
Además, las historias extravagantes son memorables, y a Beard, una consumada narradora, le consta que es comprensiblemente difícil resistirse a los “cotilleos ancestrales”. Estas historias también le dan libertad para abordar su argumento por temas en lugar de por orden cronológico, y reseñar no solo las diferencias entre los emperadores, sino también las similitudes. La cuestión de la sucesión era fundamental, y como el Imperio Romano no era un sistema estrictamente hereditario –un emperador podía adoptar al hombre que quisiera como sucesor–, esta “flexibilidad” también significaba una “lucha potencial cada vez que el poder cambiaba de manos”, asegura la escritora. “El Imperio Romano era un mundo asesino” en el que matar era un método para resolver problemas.
Beard es tan interesante que hasta un lector al que nunca le hubiera importado el Imperio Romano se aficionará al tema
Pero más comunes que la violencia abierta eran las humillaciones mezquinas y las “microagresiones”, como las denomina Beard. Cómodo (supuestamente) se burlaba de los senadores desfilando ante ellos mientras agitaba amenazadoramente la cabeza de un avestruz decapitado. Domiciano (supuestamente) eructaba en la cara de los invitados a sus elegantes cenas.
Las cenas están tan plagadas de drama que tienen su propio capítulo. Lo mismo ocurre con la arquitectura palaciega, el retratismo y el tema asombrosamente fecundo del papeleo imperial. Algunos de los comportamientos que Beard relata resultan tan estrafalarios que parecerían lo contrario de placenteros. Supongo que pocos lectores contemporáneos encontrarían muy apetitosa la perspectiva de cenar sesos de pavo real y lenguas de flamenco.
Los “relatos fantásticos” de entretenimientos grotescos –contados y recontados como cuentos con moraleja, precisamente por lo atroces que eran– dan a entender que hasta las élites amantes del lujo tenían sus límites. La supuesta broma de Cómodo cuando sirvió a dos jorobados cubiertos de mostaza en una bandeja fue, al parecer, demasiado lejos. Beard también explica que la fidelidad conyugal por parte de cualquier hombre romano, y no digamos ya un emperador, se habría considerado “un tanto rara”.
Como escritora, Beard es tan interesante y accesible que hasta un lector recalcitrante al que nunca le hubiera importado lo más mínimo el Imperio Romano se aficionará al tema. Emperador de Roma está profusamente ilustrado con mapas e imágenes, e incluye una guía de los “personajes principales” en la portada y una cronología en la contraportada. “No debemos preocuparnos si no siempre podemos distinguir a nuestros Marco Aurelio de nuestros Antonino Pío”, escribe tranquilizadora. “Lo más seguro es que los romanos de a pie tampoco pudieran”. Su voz es divertida y amable. Abre el libro con la palabra “Bienvenidos”.
[Mary Beard: “Ya casi me considero española honoraria”]
Salen a la luz algunos temas. A pesar de nuestra concepción actual de lo que es un “emperador” –alguien que ejerce el poder total–, para los romanos la palabra significaba algo más cercano a “comandante”. El emperador se refería a sí mismo como princeps, que significaba “líder”, y evitaba la palabra “rey”. (Los romanos estaban orgullosos de haberse librado de sus monarcas hacía siglos).
Dirigía un inmenso imperio de 50 millones de habitantes con un equipo reducido a la mínima expresión, y a veces dictaba normas que eran “más simbólicas que prácticas”, afirma Beard. A veces se pedía a un emperador que resolviera un problema local, como cuando rogaron a Augusto que mediara en una disputa sobre un orinal que cayó sobre un hombre y lo mató. Beard presenta estos casos mundanos como “un antídoto útil contra la visión de pesadilla del poder imperial”.
Aun así, Beard escribe sobre un sistema lleno de traiciones y contradicciones. El poder del emperador “deformaba los sentidos y prosperaba en un caos malévolo”. Erosionaba la confianza y fomentaba la sospecha. Dado que un emperador solo abandonaba el trono cuando moría, “si querías un cambio de régimen, tenías que matar para conseguirlo”.
Beard admite que en Emperador de Roma hay “menos psicópatas” de lo que cabría esperar, pero no intenta rehabilitar la reputación de emperadores “malos” como Calígula o Nerón. “Cada vez detesto más la autocracia como sistema político”, nos confiesa al principio del libro. Pero esos anuncios generales son contados y no vienen al caso. Beard predica con el ejemplo, procurando decirnos lo que podemos y no podemos saber, una especie de contraprogramación a las distorsiones del gobierno de un solo hombre, que “sustituye la realidad por la farsa, socavando la confianza de uno en lo que cree ver”.
© The New York Times Book Review. Traducción: News Clips