María Gainza, autora de 'Un puñado de flechas'. Foto: Rosana Schoijett

María Gainza, autora de 'Un puñado de flechas'. Foto: Rosana Schoijett

Letras

María Gainza, escritora: "Si lo mío es autoficción, espero que sea de la buena"

La autora argentina mezcla en 'Un puñado de flechas' sus vivencias con historias sobre arte y personajes célebres como Thoreau o Coppola.

22 junio, 2024 02:12

Era otro verano, el de 2008, cuando la escritora y crítica de arte María Gainza (Buenos Aires, 1975) conoció a Francis Ford Coppola en Argentina. El cineasta se había comprado una casa en Buenos Aires para dirigir Tetro y quería conocer a su marido, porque, le habían dicho, era el alter ego de su protagonista. Ella, que por entonces no era aún escritora –su primer libro, El nervio óptico, lo publicó en 2014–, asumiría un discreto papel durante la velada como intérprete improvisada entre su pareja, que no hablaba inglés, y el director de El padrino.

"Al principio me resultó divertido, pero con el paso de las horas traducir la conversación de dos fumados se empezó a poner cuesta arriba", comparte en el primero de los relatos que forman parte de su último título, Un puñado de flechas (Anagrama). Un volumen de historias relacionadas con el arte, entre autoficción y ensayo, donde repite la fórmula de su primer libro, mezclando una potente voz personal con datos biográficos y artísticos sobre diferentes personajes culturales –en él se dan cita nombres tan eclécticos como Henry David Thoreau, la escultora María Simón, los artistas Francis Hopkinson o Nicolás Rubió, y el fotógrafo Alberto Goldenstein, entre muchos otros–.

En la época de la exhibición constante, de las redes y la presencia pública, Gainza se ha convertido en una escritora atípica. Tiene fama de esquiva con la prensa y evita cualquier acto promocional de sus libros. Nada de viajes, presentaciones o ferias literarias. "Nadie te avisa, pero en las grandes ligas la maquinaria editorial implica compromisos que una quizás no esté dispuesta a enfrentar", escribe. "Aprendí a decir que no". Algo que nunca ha temido que pudiera perjudicar a alcance de sus obras.

"¡Jamás! –enfatiza–. Al contrario. Creo que exhibirse demasiado es solo para valientes. No disfruto de la exposición pública y no tengo manera de esconder mi fastidio. No es una posición moralista, simplemente tengo muy claro que no es mi arenero. Contesto entrevistas porque entiendo que es parte del juego de publicar, pero lo mejor de mí está en los libros y ahí deberían ir a buscarlo". Esta, por suerte, es una de esas veces en las que la escritora accede, por correo, a contestar a las preguntas de El Cultural.

Pregunta. Sin toda esta parafernalia promocional, sin los viajes ni presentaciones, ¿cómo es su relación con sus lectores?

Respuesta. ¡No tengo hordas esperándome en la esquina! A veces contesto por Instagram algún comentario, pero poco más. Me cuesta repostear historias de gente leyendo mi libro, por ejemplo, de esas me llegan a diario, pero me da pudor hacerlo. Y cuando logro saltar la barrera y contesto –para lo que necesito invocar fuerzas hercúleas– lo siento tan forzado que me da vergüenza y enseguida me agarra culpa por todas las personas a las que no le reposteé en el pasado.

»Así que, volviendo a tu pregunta, mi relación con los lectores es floja. Me da miedo lo que genera el Like por ejemplo, porque como decía Facundo Cabral: "El que acepta un halago empieza a ser dominado". Esa manito con el pulgar para arriba es el diablo con su mejor disfraz.

P. Sin embargo, en sus textos le gusta usar la primera persona. Ya con El nervio óptico, y ahora con Un puñado de flechas, escribía ese género tan de moda, y algo denostado hoy, que es la autoficción. ¿Se siente cómoda en el yo?

R. Yo extraigo material para la ficción de la vida en porcentajes distintos en cada relato. Cuando escribí El nervio óptico no estaba al tanto de la existencia del término "autoficción". Después me dijeron que así se llamaba lo que yo hacía, y si te soy sincera, me pareció raro, porque lo había visto hacer desde el Tristram Shandy en adelante. Pero no tengo problema. Si lo mío es autoficción, espero que sea de la buena. Me tomo muy en serio lo que me divierte hacer y no miro mucho a mi alrededor, ni leo los diarios, lo que considero un defecto útil.

P. En sus textos habla además de la ansiedad por la escritura y del bloqueo creativo, ¿cómo vive esos periodos y cómo los supera?

R. Nunca sufrí del miedo a la página en blanco. Lo que llamo "bloqueos" son, en realidad, períodos de falta de foco. Aprendí que si me ponen un deadline el géiser entra en erupción como un reloj suizo. Y además, me he amigado con la escritura en reposo, que es una etapa previa en la que escribís en tu cabeza. Desde ya, nada te saca de las preocupaciones diarias como sentarte a teclear, pero a veces no se pueden cortar los hilos con la realidad porque la casa se te viene abajo y las enormes minucias cotidianas son tiranas.

Una escritura sin categoría fija

En lo personal, y en lo literario, la escritora a veces bromea con que se siente como un okapi. "Lo somos todos, en realidad. Raros, aparatosos, hechos con distintas partes, algunas heredadas, otras prestadas, y fundamentalmente en peligro de extinción, porque autodestruirnos es nuestro privilegio como seres humanos", señala. Y entre unas y otras respuestas, comparte, por ejemplo, que fue pareja del emblemático editor argentino Juan Forn –"él fue generoso conmigo, me amplió las lecturas, me enseñó a editar y me dio chorros de confianza, que era lo que más necesitaba en ese momento"–. 

Premio Sor Juana Inés de la Cruz en 2019 por su primera novela, La luz negra, en 2020 publicó el ensayo Una vida crítica (2020). Inquieta y experimental con las formas y el fondo, poco después, se aventuró también con la poesía, Un imperio por otro (Paripébooks, 2021), un libro de versos que prefirió llamar "textos encolumnados". Tampoco se siente del todo cómoda con la palabra escritora. "No es el síndrome de la impostora, lo que pasa es que soy tímida y escurridiza y no me gusta dármelas de escritora o poeta –dice–. Me siento más cómoda diciendo que mi oficio es escribir. Y esa declaración la siento sincera porque me gusta mucho la artesanía del asunto. No soy de aquí ni soy de allá".

Ese espíritu experimental, ese ir y venir por las fronteras narrativas, se aprecia también en el resto de su obra. "Me cuesta pensarme como una categoría fija; cuando escribo siento que mis textos no pertenecen a un compartimento estanco, es justamente en la intersección de los estantes donde me los imagino –argumenta–. Cada tanto mi trabajo llega hasta la frontera (si algo como una frontera con guardia y barrera existe) que separa la prosa de la poesía, e incluso la cruza, pero siempre se da en un mismo territorio que me es familiar: el de mi sensibilidad. Yo escribo sin plan, por pura intuición, resuelvo sobre la marcha, me largo y voy viendo. No necesito mucho tiempo, soy rápida para teclear, pero necesito indefectiblemente un espacio mental".

P. En El nervio óptico, que publicó hace diez años, seguía la vida de varios artistas y en Un puñado de flechas hace algo similar, ¿cómo ha evolucionado su escritura desde entonces?

R. Creo que en todos mis libros se nota el intento por tratar de buscar nuevas maneras de contar. El nervio óptico era un artefacto sostenido por una idea de la que no se podía abusar (aunque era tentador hacerlo). Un puñado de flechas, son los mil y un intentos por asediar a un objeto, por arremeter contra la presa desde un ángulo y desde otro: me figuro corriendo desquiciada con mi lanza en alto intentando cazar al bisonte. No es tanto el tema lo que mi importa al final de día –aunque la pintura parece ser siempre mi McGuffin– es lo que hago con el tema, lo que me quita el sueño. Yo siento que Un puñado de flechas es un libro más inquieto. Un poco como son los exploradores del relato de Tiziano: un libro más aventurero, más buscón y vital.

Literatura por encargo

P. De hecho, aquí el abanico es, quizás, más amplio: habla de coleccionistas, cuadros perdidos, tizianos encontrados, maldiciones… ¿cómo abordó su escritura y cómo seleccionó las historias?

R. Siempre me ha maravillado algo que por otro lado es bastante obvio: que la historia del arte es la historia del encargo. El otro día leía la autobiografía de Benvenuto Cellini, que dicho sea de paso es maravillosa, y aprendí que, salvo un Cristo que hizo motu propio para su tumba y que al final terminó vendiendo, todas sus esculturas, monedas labradas, floreros, joyas, fueron creadas por pedido de papas, príncipes y duques. Este libro sigue esa línea. Es, en ese sentido, un libro renacentista.

"Quería un libro que reafirmara el valor del encargo, en el que todos, o la gran mayoría de los textos, hubieran nacido por pedido de alguien pero que, a la vez, eso no les quitara valor literario –continúa–. Durante muchos años sentía que era imposible evitar lo convencional cuando se escribía para otro, que si había plata en juego había menos libertad, pero un día me dije, voy a intentar dar vuelta esa idea, voy aceptar, pero imponiendo una condición: completa libertad de formato, género y extensión. Y empecé a tomar riesgos, como si la propia naturaleza del encargo me empujara a probar cosas nuevas, a evitar lo formulaico, que es en lo que suele caer por defecto el texto de arte", reflexiona. "Tuve suerte de tener clientes dispuestos a arriesgar. Del encargo, el dinero me importa, pero no es lo que mueve mi amperímetro, lo que me espolea es el desafío y la fecha de entrega. El deadline es la hermosa espada de Damócles que necesito muchas veces para producir".

P. Habla de la influencia de Henry D. Thoreau en su vida, hasta el punto de que llegó a vivir cerca de Walden Pond y su famosa cabaña. ¿Cómo recuerda aquellos días y qué otros autores le han influido de esa manera?

R. Me abrió puertas mentales vivir en Boston, pero pasados dos años me fui y nunca más quise volver. Quedó como una época dorada. Tenía juventud, salud y hambre por aprender. Ahora solo me queda el hambre, que no es poco. Autores que fueron una influencia importante, es difícil precisar porque a veces un autor te gusta mucho pero no necesariamente eso significa que va a tener un peso específico en tu prosa. Y a veces, crees que una lectura ha pasado sin pena y sin gloria y termina colándose por ríos subterráneos impensados. Pero por darte una lista de autores a los que admiro, una biblioteca que dejó huella y que gravita en mi imaginario, te diría que Emily Dickinson y Beckett sin lugar a dudas están, cabeza a cabeza, en mi ranking. Cuando los leí a mis veinte años, su lectura me produjo algo físico. Aún hoy presto atención a las sensaciones físicas frente a una obra o lectura.

"Y después mi cabeza empieza a saltar de un lado a otro: Grace Paley por su audacia y por su oído; Jean Rhys por su escritura estricta e inteligencia solitaria, Roberto Arlt por la potencia cimarrona de sus textos, por como acorta distancias con todo lo que mira, y por crear esa categoría divina que es la del esgunfiado, un tipo hábil para colarse por las rendijas del sistema. El esgunfiado critica el exceso de trabajo, y aspira, en gran parte, a lo mismo que aspiro yo: "A una tarde eterna, con una remota puesta de sol, una mesita bajo un árbol y una jarra de agua para la sed". Y atrás, pero no lejos, vienen Rodolfo Walsh; Antonio Di Benedetto, Felisberto Hernández; Julian MacLaren Ross; Witold Gombrich; Berger, Joseph Roth; Nabokov, Renard y Stendhal, siempre Stendhal. Este último nunca cae de la lista. Es una concentrada dispersión, como ves. No soy una lectora omnívora porque leo despacio, pero creo que lo que leo lo asimilo bien".

Arte en estado de cuento

Crítica de arte durante diez años, es obvio en sus respuestas que, a pesar de esa personalidad escurridiza, la escritora posee un divertido sentido del humor que de alguna manera va aparejado a su vida. Entre las historias que desmadeja en este libro, recuerda Gainza la vez que encontró una reseña, firmada con su nombre y con un estilo parecido al suyo, que ella nunca había escrito. "La historia es totalmente cierta. Me pasan cosas muy extrañas. Un amigo me dice que me pasan cosas insólitas para que las escriba, o que yo de alguna manera las propicio, me pongo 'en estado de cuento'", bromea.

P. ¿Qué recuerda de su etapa como crítica de arte? ¿Lo echa de menos?

R. No hay persona menos nostálgica que yo. No la echo de menos, pero sí la atesoro: cuando entré al diario yo no sabía escribir, aprendí todo ahí adentro. Tuve un muy buen editor, Juan Boido, que me daba lugar y me marcaba con gracia mis aciertos y errores. En esa época el arte aún no se había vuelto lo que es hoy –arte de agenda– así que había una mayor libertad para interpretar la obra y se aprendía en el proceso. Tuve la suerte monumental de caer en un trabajo que no busqué, que simplemente sucedió y que me terminó cooptando.

P. Cuenta, de hecho, que rechazó muchos cuadros como pago a sus trabajos, ¿alguno hay, además del de Santiago García Sáenz, del que se haya arrepentido particularmente no haber aceptado?

R. Un dibujo de Marcelo Pombo que me ofreció cuando terminamos de hacer su libro (yo lo edité) y en mi terquedad por no tener obra, me hice un poco la desentendida. Se ve que no mostré demasiado entusiasmo y la oferta pasó de largo. Espero que Marcelo lea esto algún día.

P. ¿Y si hoy pudiera elegir alguno de algún artista actual, cuál sería? ¿Qué pinturas necesita ver con cierta frecuencia?

R. Me gustaría tener una torre de Roberto Aisenberg. Es una imagen que no me canso de mirar. Pero en realidad no necesito ver con frecuencia pintura alguna porque tengo miles en la cabeza y ellas vienen a mí. En mi proyector privado, las que se me aparecen con obstinación desde hace algunos años son las pinturas rupestres. Las de Chauvet, las de Lascaux, las de Altamira, las de las Cuevas de las Manos. Es probable que algún día escriba algo sobre ellas porque intuyo que por algo insisten en venir.

P. ¿Cuáles le han impactado de una manera que no se esperara? ¿Tiene alguna debilidad por algún cuadro que no sea especialmente valioso?

R. Tengo debilidad por las imágenes en general. Pueden estar en la tapa de un disco de vinilo, en un tatuaje, en un cuadrito anónimo en un bar. En realidad, no tengo en muy alta estima al mercado de arte, sus subastas y precios récords, todo eso me parece un poco vulgar. Lo valioso en términos monetarios no enarca mi ceja.

P. ¿Entiende, como Alberto Goldenstein, que "el error es el estilo"?

R. Podría firmar debajo de esa frase. Antonio de Benedetti escribió: "¿Cómo pueden ignorar lo esencial: que el error se halla incorporado a la raíz del hombre?".

Algunas flechas más

Fue Francis Ford Coppola, cuenta en su último título, quién le habló de ese puñado de flechas que da título a este libro. "El artista –le dijo–, viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas". Sobre el director, Gainza comparte una divertida anécdota: "Es encantador, amable y también una persona ensimismada, como todo artista serio. Me acuerdo una vez que nos invitó a cenar a su casa. Había otro par de matrimonios y todos llevaron a sus hijos pequeños. En un momento, para calmar el griterío, Coppola les prendió la televisión y les puso Shrek", relata la escritora.

"Media hora más tarde, él seguía en el sillón, rodeado de chiquitos. Cuando algún adulto le preguntaba algo, Coppola frenaba la película, contestaba, y luego retomaba: no quería perderse ni un fotograma. Se pasó toda la noche mirando Shrek", comparte divertida. "Me maravilló esa mirada atenta y obsesiva sobre algo que una hubiera mirado de reojo. Digamos, no era una película de Satyajit Ray. Fue toda una lección artística ese interés meticuloso y sin prejuicios por su arte".

P. Y en lo que respecta a su literatura, ¿cuántas flechas quedan en su carcaj?

R. Yo creo que quedan un par más, pero no muchísimas. Aunque, quién sabe, quizás el carcaj termine siendo galera de mago y de su negro interior sigan saliendo flechas hasta el final. Como le pasó a Penelope Fitzgerald, que es el ejemplo más maravilloso de escritura vital y lúcida en la vejez.