Ensayo

Y Dios entró en La Habana

Manuel Vázquez Montalbán

10 enero, 1999 01:00

El País/Aguilar. Madrid, 1998. 713 páginas, 3.400 pesetas

Vázquez Montalbán plantea la "cuestión cubana". Dado que el lector se hallará al corriente de la posición política manifestada en su vasta obra hay que agradecer su propósito de objetivar al máximo unos hechos que se prestan a iracundas subjetividades

E l grueso volumen con el que Manuel Vázquez Montalbán ha regresado a la crónica periodística puede quizá, por su título, desconcertar al lector. Ciertamente, como presumirá, se alude a la pasada visita de Juan Pablo II a La Habana; pero por su dimensión y propósitos la idea inicial queda desbordada. De hecho advertiremos que, salvo algunas alusiones, el tema no se aborda hasta pasado el medio millar de páginas. El autor, por otro lado, ofrece un amplio despliegue de bibliografía de todo orden y entrevistas grabadas o reproducidas que han de constituir una completa enciclopedia de la realidad actual cubana, pese a que los interrogantes principales queden sin respuesta. Su objetivo ha consistido en plantear la "cuestión cubana" desde todos los ángulos posibles y mostrar sus complejidades y complicidades. Dado que el lector se hallará al corriente de la posición política manifestada en su vasta obra hay que agradecer su propósito de objetivar al máximo unos hechos que se prestan a iracundas subjetividades.
Un hilo conductor atraviesa el libro, eficazmente tratado en letra cursiva para diferenciarla del resto, constituido por la figura de Fidel Castro y sus circunstancias; una minihistoria de la Cuba contemporánea. Constituye el guión suficiente para sostener el amplio despliegue que, en ocasiones, se le puede antojar al lector menos interesado, desmedido. Parece como si el autor se hubiera contagiado de la necesidad de extenderse como Fidel Castro en sus discursos. Pero ha sabido elegir a sus interlocutores, de primera fila, y les ha sometido a cuestionarios de interés.
Podemos comprobar que la visita del Papa, transcurrido cierto tiempo, deja de cobrar la desmedida trascendencia que se otorgó. La Revolución cubana, desde diversos enfoques, aparece como el último islote marxista, apenas leninista. No evitará en ningún caso las cuestiones más espinosas: el hambre de la población en una etapa calificada como "el período especial", la tolerada irrupción de los dólares y del doble mercado, la eliminación progresiva de los productos protegidos por el racionamiento estatal, la degradación de la medicina estatal y de la enseñanza, la prostitución femenina (las jineteras) y la masculina, etc. Las opiniones, sin embargo, llegan pocas veces de la observación del cronista. Surgen de sus excelentes contactos en la Isla, fruto de su doble condición de periodista y conocido escritor. Asistirá, por ejemplo, al encuentro entre los intelectuales cubanos y el Papa, siendo el único de los invitados no cubano. No alcanzará, sin embargo, el privilegio de García Márquez de sentarse durante la misa papal junto al propio Fidel.
Nos ofrecerá no una, sino múltiples Cubas, incluyendo las páginas finales, que testimonian las opiniones de algunos de los exiliados en Miami (del mayor interés resultan las de Gutiérrez Menoyo), cada vez más centroamericanizada. La descripción de Fidel Castro muestra la agilidad estilística del escritor, que asistirá a su última alocución de siete horas: "Hace casi cinco años que no veo a Fidel Castro en persona y, no por anunciada, la delgadez no me sorprende./.../ Ahora a primera vista, Fidel parece un anciano de barbas y cabellos canosos, ojos viejos que se mueven evocando un pasado escudriñador, ojos exagerados por lo enjuto de las mejillas, oratoria iniciada con pausas insufribles..." Pero serán las voces de ayer y, principalmente las nuevas, las que más interesen. Será Borau quien aluda a lo que califica como "pirámide invertida": "el botones de un hotel se saca en propinas mucho más que el mejor especialista universitario" Le hará notar, asimismo, las diferencias que existen en el seno de la misma jerarquía apostólica. Descubriremos el papel, ya desvelado, que jugó Carlos Solchaga en un frustrado intento de reorientar la economía cubana tras el desplome de la URSS. Una brillante entrevista con Felipe González acabará de poner los puntos sobre la íes sobre la relaciones hispano-cubanas durante la etapa socialista y la evolución del PP al respecto. No menos crítico se mostrará Alfredo Guevara: "Hemos llegado al desencanto de desencantarnos", le asegurará. Y desgranará los eufemismos que utiliza el sistema: los enfermos, jubilados, mujeres y niños son "grupos vulnerables"; los pequeños empresarios "trabajadores por cuenta propia". Las alusiones a los creadores jóvenes son abundantes y jugosas. Muestra un especial interés en enfatizar el debate ideológico y las actitudes que se intuyen de las posiciones que Fidel expone en círculos muy privados. Analiza el papel que adquiere la "teología de la liberación" (Alfonso Carlos Comín se presenta como precursor y en menor medida José María Valverde), en Frei Betto, por ejemplo, y la relación de Castro con el Papa y del Vaticano con Cuba, gracias a la cordialidad de Rafael Navarro Valls. No han de faltar las críticas al difunto Mas Canosa, ni las especulaciones sobre el post-castrismo y el papel reservado a Raúl, a una dirección colegiada. Pero uno de los objetivos del autor no llega a cumplirse: entrevistarse personalmente en Chiapas con el sub-comandante Marcos, uno de sus admiradores. Parece como si en el futuro las revoluciones en Hispanoamérica debieran inspirarse en el indigenismo. Tal vez deba entenderse como una minúscula puerta abierta para la nueva utopía de la izquierda hispanoamericana que parcialmente habría fracasado en Cuba.