Ensayo

La Monarquía de España

Miguel Artola

9 mayo, 1999 02:00

Alianza. Madrid, 1999. 641 páginas, 3800 pesetas

Libros como el de Artola, verdadero contramodelo del producto apresurado de lectura cómoda, ayudan a entender lo que valen las palabras, cómo interpretar las cosas y que, aunque quizá paralelas, no todas las historiografías son iguales.

En las palabras preliminares de “La monarquía de España” deja entrever Miguel Artola algunas circunstancias de su gestación y desarrollo que explican mucho de su solidez. De un lado, el modo de escribirlo de acuerdo con un esquema que denomina “tentativo”, algo no tan lejano del experimento y la prueba, eso que en una etapa de la historia de las ciencias se llamaba ensayo y comprobación. En este caso parece que hace referencia, más bien, a la continua necesidad de revisar el esquema inicial y rescribir reiteradamente el texto a medida que las dimensiones de los problemas en él abordados crecían y la repetida consulta a las fuentes imponía matices y emanaciones quizá en principio no atendidos o valorados. De otro lado, el tiempo dedicado a escribirlo, no menos de tres lustros, aunque es evidente que un libro como éste sólo puede ser resultado de toda una vida profesional caracterizada por el rigor y la constancia en el trabajo. Ambos aspectos hacen de la obra contramodelo del producto apresurado de lectura cómoda, donde lo limitado de las exigencias corre parejo a lo corto de su interés y a lo efímero de su influencia; éste tal vez no sea un libro sencillo pero es, sin duda y por eso, un libro llamado a durar y a estimular otros. Como realidad histórica del mundo Occidental, y uno de sus elementos institucionales más estables, “monarquía” encierra un significado doble y adyacente. Es -además de una forma de gobierno caracterizada por la condición unipersonal de la magistratura suprema, que en una lenta metamorfosis iría desde modalidades altomedievales (sin olvidar, en cualquier caso, precedentes y modelos previos) a su expresión absoluta a finales del Antiguo Régimen para, con las revoluciones liberales, experimentar nuevos cambios que harían posible su perduración, no sin conflictos, en la Edad Contemporánea- una forma de Estado mediante la cual se pudo dar encaje institucional a los distintos reinos bajo la autoridad de un mismo príncipe. Ambas vertientes de la institución -forma de Gobierno y forma de Estado- tienden a confundirse en el uso habitual (y en ocasiones en el técnico poco riguroso). Como forma de gobierno, la monarquía adquiere en esencia dos formas posibles, limitada o absoluta, según el príncipe tenga que contar o no con una representación institucional de los gobernados en el ejercicio del poder. Si esa representación tiene carácter nacional y capacidad para imponer limitaciones políticas y exigir responsabilidades a los agentes del ejecutivo designados por el rey, la monarquía es constitucional, la forma específicamente contemporánea que Miguel Artola deja fuera de su análisis, concluido con el Antiguo Régimen. Dentro de esa concreción cronológica de más de un milenio -de la Alta Edad Media al siglo XVIII-, lo que le merece interés al autor es la monarquía como forma de Estado, es decir, aquella en la cual “la unidad del sistema de poder era compatible con una cierta diversidad del sistema político”. Tal polarización entre unidad y diversidad venía determinada (en España y en las demás grandes monarquías europeas) por ser éstas resultado de la incorporación de dos o varios “reinos” dotados de representaciones estamentales propias y en los que, lo limitado de su extensión, hacía posible un imperio universal de la ley, sin que las posibles exenciones la negaran. En cierto sentido, el esquema del libro que comentamos ilustra una interpretación basada en su división en tres partes: la primera se ocupa de los reinos medievales; la segunda de “la Monarquía de España”, constituida con el inicio del reinado de los Reyes Católicos en el año 1479 y que pondría, a su vez, fin a la Monarquía de Aragón; la entronización de la dinastía de Borbón, la pérdida de los territorios europeos y la remodelación del régimen interior de gobierno con la Nueva Planta, determinaría a comienzos del siglo XVIII el final de la Monarquía de España y su relevo por el Reino de España e Indias. En cada una de esas etapas (reinos, Monarquía, reino), Miguel Artola lleva a cabo un completo examen institucional que pone de manifiesto la naturaleza de las distintas instancias de poder en sus respectivos espacios territoriales y sus mecanismos de actuación. Algunos de los capítulos de esta obra son espléndidas monografías sobre la estructura política de los distintos reinos españoles (o, en el caso de Castilla, el señorío de Vizcaya y las hermandades de Alava y Guipúzcoa) y todos y cada uno de ellos ilustran sobre la complejidad y densidad del entramado de la monarquía. Leyendo las páginas de “La monarquía de España” no puede uno dejar de asombrarse ante la desahogada ligereza con la que tanta historiografía “de las identidades” puede pasar por alto la potencia de la Monarquía, o el Reino, en la creación de una identidad española bien distinta a una supuesta edición espuria “desnaturalizadora” de genuinas identidades territoriales. Dice Miguel Artola en cierto momento que “el conflicto entre las palabras y las cosas afecta constantemente a la historia hasta el punto de crear historiografías paralelas”. Libros como el suyo ayudan a entender lo que valen las palabras, cómo interpretar las cosas y que, aunque quizá paralelas, no todas las historiografías son iguales.